Roberto Esguerra

ROBERTO ESGUERRA

Las Memorias conversadas® son historias de vida escritas en primera persona por Isa López Giraldo

Enfocarse en lo que uno es como persona no tiene sentido mientras no sea útil a alguien.

La exaltación como ser humano no me interesa. Soy un convencido de que lo que importa en la vida es lo que queda para los demás siempre que lo puedan disfrutar; busco aportar y que mi experiencia sirva para que otros superen y entiendan situaciones. Si eso lo logramos, este ejercicio me parecerá interesante.

Cuando concedo entrevistas me concentro en tres temas básicos. El primero es la salud, el sistema de salud y los hospitales (los aportes que se pueden hacer para mejorar el sistema, para ayudarle a la gente a usarlos y a los hospitales a brindar el servicio).

El segundo tiene que ver con un cáncer que padecí hace quince años cuando era una enfermedad vergonzante y cuando la gente prefería reservarse la situación, entre otras cosas, porque era casi una sentencia de muerte. Quise pues transmitir el mensaje claro y contundente de que no se trata de una sentencia de muerte sino de un diagnóstico y que uno tiene mucha vida por delante. Hoy en día es una enfermedad crónica que, cuando se afronta con un espíritu positivo, los resultados son mucho mejores y los tratamientos más efectivos.

El tercero tiene que ver con mi experiencia en administración de hospitales. Mucha gente piensa que la Fundación Santa Fe de Bogotá (FSFB) siempre ha sido poderosa y grande pero en algún momento estuvo en quiebra absoluta. Lo importante aquí es que la gente, especialmente la que está en provincia, tenga elementos de buena administración.

ORÍGENES

Las personas somos accidentes en medio del universo y hay circunstancias que obligan a comprometerse con una causa.

Soy una persona común y corriente que ha dedicado su vida a su vocación que es servirle a los demás. El origen de mi deseo de servir está muy ligado al de la vocación médica en sí misma y estoy convencido de que el verdadero médico debe tenerla, sentirla y vivirla porque de otra forma se verá en dificultades para ejercer.

En el modo de pensar de muchos, servir es algo de baja categoría, pero en el servicio está la gente que mueve realmente a la sociedad. Hace algunos años el médico consideraba que la medicina giraba alrededor de él pero es el médico quien debe estar al servicio de los otros. Nadie tiene porqué sentirse menos pues servir honra a la persona y la hace más grande.

Los genes médicos que tengo de mis ancestros pesaron mucho en mi decisión profesional pues nunca pensé en ser nada distinto. Yo no viví ese episodio, propio de tantos estudiantes, que al terminar su bachillerato se preguntan qué van a estudiar. He sido médico y me voy a morir siéndolo, aunque desde que me enfermé no volví a atender pacientes. Mi consultorio, que es mi refugio, lo tengo para estudiar y para escribir mis libros.

Soy una mezcla interesante. Tanto mi rama paterna como materna tienen un cincuenta por ciento de sangre bogotana y el otro cincuenta opita. Por su parte Esguerra, quizás más que Gutiérrez, es un apellido que está estrechamente ligado a dos tipos de actividades: la de médico y la de abogado.

Y es que la familia Esguerra ha tenido por generaciones una muy fuerte vinculación con la medicina: probablemente el médico más importante es el menos conocido, Domingo Esguerra O. quien en 1870 describió por primera vez el paludismo en el Magdalena Medio. Y también es la protagonista en la historia de la Clínica de Marly, de hecho, donde nació y funciona la sede principal (calle 49 con 9ª) fue la casa de mi abuelo paterno, Guillermo Esguerra, que no era médico sino odontólogo.

Entre los abogados más conocidos están don Nicolás Esguerra (1838 – 1923), un hombre muy importante del Partido Liberal, candidato a la Presidencia, recordado en la historia, entre otras cosas, porque fue el primero que advirtió que Colombia iba a perder a Panamá para lo que hizo varios debates en el Senado muy destacados por su importancia. Su preocupación por la inminente pérdida resultó desafortunadamente un hecho.

Pero también Domingo Esguerra (1875 – 1965), ministro de Relaciones Exteriores de Colombia cuando se dio la reunión de la OEA en Bogotá el 9 de abril de 1948 (fecha conocida como El Bogotazo). Y de las generaciones siguientes, Juan Carlos Esguerra, ministro de Defensa y de Justicia, y mi hermano Gustavo, gobernador de Cundinamarca y muy cercano a Luis Carlos Galán, que precisamente estaba acompañándolo en Soacha cuando lo mataron.

En mi rama materna hay menos médicos y abogados, y se encuentran profesionales de otras disciplinas. Están muy ligados a Yaguará, pueblito muy lindo del Huila a 15 minutos de Neiva. En el marco de su plaza sigue en pie la casa de la familia Gutiérrez.

En ambas familias se encuentran servidores públicos, de modo que tal vez no sorprende que yo haya nacido con esa vocación, que no cuesta esfuerzo ninguno porque uno se siente realizado sirviendo. Recuerdo haber sido siempre un observador de mis padres que no desperdiciaron oportunidad para ayudar a alguien o para que algo de interés general saliera bien. Siempre vi disposición para ayudar en los miembros de mi familia. No son familias acaudaladas, contrario a lo que la gente puede pensar, porque el subconsciente identifica a quien figura o sirve con riqueza económica, en cambio sí, una característica predominante ha sido la riqueza intelectual, moral y en servicio. Hemos sido profesionales que vivimos de nuestro trabajo y no de lo que dejaron de herencia nuestros padres.

Los últimos años mi padre, que murió a sus sesenta y cuatro, los vivió como funcionario del ministerio de Salud a cargo de la división de asistencia pública responsable del manejo de los recursos financieros de los hospitales del país (casi la mayoría de ellos eran públicos). Esto me marcó pues muchas de mis actividades a lo largo de mi vida han estado relacionadas con los hospitales, por y para ellos he trabajado toda mi vida profesional, también soy editor de la Revista Hospitalaria, fui presidente de la Asociación Colombiana de Hospitales, de cuya Junta Directiva soy invitado permanente . Yo vi a mi papá enfermo, subirse a un bus para ir muy temprano a trabajar y volver en la tarde, ya viejo y hasta los últimos días de su vida.

Mi mamá ayudó como coordinadora en las juntas de acción comunal de Santandercito, un pueblito cerca de Bogotá donde tenían una pequeña finca de recreo. También hizo parte de la junta del acueducto veredal. De modo que ejemplos como estos tuve todos los días, los que impactan de manera positiva y potente en uno como hijo que encuentra en el servicio una manera grata de invertir la vida.

Jugué al médico de niño pero tal vez las únicas cosas en que pensé distintas fueron ser chofer de un camión, pero eso sí, que tuviera cama, después me pareció mejor ser bombero y, quizás en algún momento, ser futbolista.

Hoy existe un término que me define plenamente: nerd. Y creo que sigo siéndolo. Mi papá tuvo una biblioteca muy buena que heredó en gran parte mi hermano Gustavo, era un sitio muy agradable donde uno se podía sentar a leer por horas. Pero yo también jugaba, rompí vidrios con balones y recibí regaños porque no era un “nerd bobo” pero era nerd (risas). Tengo también una hermanita menor, María Mercedes, que era la niña consentida de todos.

Fuimos una familia pequeña igual que el círculo familiar cercano. Posiblemente por cuestiones de edad fuimos más unidos a los primos de la misma generación en la rama materna, pero igual todos compartimos.

ACADEMIA

Estudié en el Gimnasio Moderno, desde kínder hasta mi grado, fueron trece años en él. Tuve en mis condiscípulos a un grupo de gente muy especial del cual sigo siendo amigo, por lo menos de la mayoría de los que quedamos vivos, como Daniel Samper Pizano y Guillermo Perry, probablemente los más conocidos de mi clase.

Los tres, con otros compañeros, tuvimos un club que se llamaba el Clip (Club Lápiz y Papel) con sede en el gran zarzo de la casa de Rafael Sanín (calle 72 con 11) a la que subíamos por escalera de mano y lo hacíamos desde el garaje. Leíamos unos versos feísimos muy elementales que escribía Daniel o unos cuentos que escribía Perry o algún otro, conversábamos y nos íbamos. En determinado momento, cuando ya estábamos en quinto bachillerato, pensamos que teníamos que llevar gente importante, entonces un día invitamos a Eduardo Carranza (lo subimos empujado), pero también a otros personajes de la vida nacional, para que nos contaran historias y nos hablaran de política y así fuimos desarrollando temas más sofisticados.

Qué error tan grande querer uno que se termine el colegio. Cuando se está en él, se reza todos los días para que acabe y después le hace a uno una falta grandísima. Ojalá no se acabara nunca. Sí, tuve mucho afán de terminar, sobre todo porque la medicina es un camino tan largo que quería empezarlo pronto y no quise perder tiempo. Y es que la medicina nunca termina. Hoy no la ejerzo pero siempre la estoy estudiando y le dedico cuanto puedo a recordar y a no perder el hábito de estudiar. Recuerdo que estando en el Moderno operé a un conejo y a un sapito que se dormían con formol para sacarles el corazón, un verdadero crimen. Esas fueron mis dos víctimas.

Tal vez sí tengo una marca del Gimnasio Moderno, un colegio excepcional para su época, siempre lo ha sido. Siendo de talante liberal, en el sentido intelectual de la liberalidad, afrontaba los temas con entera tranquilidad en una época en que había momentos difíciles. La convivencia entre liberales y conservadores, recién pasada la confrontación partidista que era tan marcada en la sociedad colombiana, fue posible en el colegio que acogía a todos de manera desprevenida. Sus fundadores, don Agustín Nieto Caballero y don Tomás Rueda Vargas, fueron hombres que profesaron la ideología liberal intelectual pero que además eran militantes de su partido. En cambio el colegio era neutral ante las distintas opciones, acogía igual a un judío o a un cristiano, también había famƒilias de otros orígenes por fuera de Bogotá pues fue de los primeros en tener un internado pequeño que le permitió a gente de la Costa y del interior del país educarse en él.

Era una verdadera pluriculturalidad lo que allí había, una isla de pensamiento, de tranquilidad, de convivencia basada en el respeto y en la autodisciplina, clásica del Moderno y entendida como la “disciplina de confianza” donde cada quien era su propio juez.

La institución confiaba en que uno fuera fiel a lo que se comprometía porque la palabra es sagrada y porque se respetaban los compromisos. Las consecuencias de no hacerlo eran muy duras, como recibir el rechazo de los mismos compañeros porque había una presión muy fuerte de grupo para que todos fuéramos fieles a esa disciplina. Por otro lado, cuando se daban rupturas grandes, el colegio eventualmente tomaba decisiones fuertes como prescindir de la persona después de darle muchas posibilidades de corregir y, si no lo hacía, la conclusión era que el colegio no se ajustaba a la personalidad del estudiante por lo mismo lo más conveniente era un cambio. Hubo quien no se adaptó a esa forma y a ese estilo.

Fue una época de formación, tolerancia por la divergencia y de respeto a las ideas ajenas, aunque no se trata de huirle al debate porque también hay que estar dispuesto a defender y contrastar opiniones (cosa poco frecuente en Colombia). El Gimnasio Moderno marcó generaciones con ese talante y yo toda la vida he sido fiel a esto.

El colegio tenía otra cosa única en su momento (hoy común en la mayoría de los colegios). El Moderno se proponía que cuando un gimnasiano saliera de bachiller, hubiera conocido el país a través de las excursiones anuales. Estas se hacían para entender al país como un todo, desde la Guajira hasta el Amazonas, y la mejor forma de hacerlo es visitando las regiones, observando sus problemas de primera mano, reconociendo la importancia de su industria y de su agricultura, y permeándose de su cultura. Si bien esto implicaba riesgos, la violencia se concentraba en algunas zonas apartadas a las que no se accedía como Tolima y Huila, porque en esa época no había secuestros.

Por herencia de familia he sido un gran lector y solo superado por mi nieto Juan Esteban Matallana, pero el colegio fue un buen ámbito estimulante de la cultura y de la lectura. Por ejemplo, tuve un profesor alemán extraordinario, conocido como “El Prof”, Ernesto Bein PHD, un hombre cultísimo, el primero que nos sentó a oír música clásica y a que la entendiéramos.

Me gradué en el año 62 a mis dieciocho años cuando apenas estaba empezando a conocer la vida, porque fui nerd pero no precoz. Luego tuve que enfrentarme a situaciones para las que no estaba preparado porque llegaron a mí responsabilidades de forma intempestiva. Tenía claro lo que quería ser pero de ninguna manera me sentí tranquilo, sabía que me faltaba mucho y tuve dudas grandes de si yo iba a ser capaz de salir al otro lado.

Soy un convencido de que lo que uno se propone en la vida lo logra, no fácilmente sino luchado y afrontando dificultades. Si uno tiene claro lo que quiere, se va poniendo metas, si se trabaja con insistencia, si no se desanima al primer obstáculo, si no se produce una deserción por alguna cosa que no salió bien, si uno persiste y tiene claro su objetivo, sin duda lo alcanza.

VOCACIÓN

Tuve muchos inconvenientes para ser médico. Mi papá fue profesor emérito de la Universidad Nacional, un hombre muy apreciado dentro de la Facultad de Medicina, circunstancia que hacía que yo no tuviera que presentar exámenes, tenía cupo garantizado y beca durante toda la vida. Sin embargo, esa era la época de las huelgas universitarias (la Nacional estuvo cerrada durante meses). Cuando llegó el momento de decidir le pedí a mi papá su opinión y me dijo:

— Si quieres estar seguro y tener certeza del momento de terminar tu carrera, no puedes estudiar en la Nacional. De modo que, y te lo digo con tristeza, probablemente debes pensar en otra universidad.

En 1963 comencé en la Universidad Javeriana y un 3 de enero de 1965 murió mi papá.

Mi papá estaba enfermo pero no era como para que muriera así de rápido y ocurrió en una época muy difícil. Se empezó a agravar el día antes de la Navidad y hasta el tres de enero padeció una agonía rápida. Después de Navidad y Año Nuevo, la vida nos cambió totalmente, no sabíamos qué iba a pasar con nosotros, ni de qué íbamos a vivir.

No tuve tiempo de sentir miedo pero sí una inmensa tristeza. Mi papá fue un hombre excepcional y su muerte me generó una sensación de vacío enorme. Pero surgió una madre demoledora y contagiosa en su fortaleza que era grandísima, porque no la detenía nada. Verraquera, eso era lo que mi mamá tenía, se crecía en la adversidad y cuando se le presentaba un inconveniente era mucho más valerosa, lo que le heredé y le aprendí. Su carácter fue fundamental en esos momentos en los que si no se tiene la figura que diga: “De esta salimos, vamos a buscar qué hacer”, pues todo se derrumba. Mi mamá fue todo un modelo a seguir.

Si bien la familia nos rodeó con afecto y siendo fundamental su apoyo y cercanía, realmente la solución vino de adentro. Gracias a mi mamá muy rápidamente nos empezamos a organizar y a salir adelante porque con los días cada uno tuvo que dedicarse a sus cosas. Ya el problema era nuestro.

A razón de la muerte de mi papá, la plata quedó congelada en su cuenta. Fue ahí cuando se presentó mi primera gran dificultad en la vida, pues yo no tenía con qué pagar la matrícula. En ese momento se me derrumbó el mundo.

Por fortuna un gran colombiano, Bernardo Gaitán Maecha (político, abogado, diplomático que en ese entonces era el síndico de la universidad), me concedió un plazo para pagar por lo que alcancé a gestionar un préstamo con el ICETEX que salió muy rápido. El resto de mi carrera la financié con esa institución así que soy producto de sus préstamos.

Encontré dos fuerzas muy importantes. La primera fue la convicción y la certeza de que yo podía alcanzar lo que me había propuesto y hacerlo como quería, eso me impulsaba aunque yo sabía que estaba frente a un obstáculo y que probablemente no iba a ser el único. Mi otra fuerza fue el ejemplo de mi mamá que afrontó su situación con tres hijos siendo yo el mayor de ellos, Gustavo terminaba bachillerato y María Mercedes estaba en el colegio.

Mi mamá, con una fortaleza y con un valor enormes, encontró un oficio. Pasaron pocas semanas para que empezara a administrar un gallinero que quedaba en el segundo puente de la Autopista Norte (cuando todas esas tierras eran potreros) y yo le ayudaba en mucho de mi tiempo libre. Recuerdo que algunos de mis compañeros de la universidad, especialmente los más cercanos como Eduardo Carrizosa y Victor Manuel Caycedo, ayudaban a quitar el pico a las gallinas, las vacunábamos y los lunes salíamos en el carro de nuestra compañera María Teresa Palacios, quien más tarde sería mi primera señora, a repartir los huevos ya seleccionados por tamaño y organizados por pedidos según las zonas a las que había que llevarlos. De ahí seguíamos para la universidad.

Así fue como financiamos la educación de mis hermanos y generamos recursos para la supervivencia y mantenimiento de la casa. Mi mamá y yo éramos los responsables de lograrlo, por eso yo llegaba de la universidad a trabajar y en la noche me sentaba a estudiar, de modo que mi tiempo de estudio lo tenía restándoselo al de sueño, probablemente.

Fui descubriendo cosas en mí sin mayor sorpresa como la fortaleza para enfrentar la adversidad, la capacidad de hacer equipo con mi mamá en la empresa y en la casa con mis hermanos guiándolos y ayudándolos en sus estudios. Mis vacaciones las pasé en el gallinero, por muchos años no hubo descanso para mí y después tuve además los turnos en el hospital. Mis hermanos estudiaron afuera, Gustavo en Berkeley y María Mercedes en España. Asumí un reto muy grande en tres frentes distintos pero lo hice con gran satisfacción y sin sentirme sacrificado.

Sí lloré pero también dormí y he vivido con la conciencia tranquila pues a mí los problemas no me quitan el sueño pues estos se resuelven cuando uno está despierto.

Si bien no tuve ninguna duda de que iba a ser médico, mi dolor de cabeza fue escoger la especialidad porque todo me gustaba, todo me parecía interesante, de manera que lo que no tuve al terminar el colegio lo tuve al terminar la universidad. Afronté unas dudas enormes, pasé de un lado al otro, probablemente no hubo especialidad que no considerara.

HOSPITAL MILITAR

Una cosa parece atrevida pero es cierta, pues la vida resolvió por mí. Terminé mi internado en el Hospital Militar y me fui a hacer el año rural a Duitama (Boyacá) con la inmensa duda de no saber qué camino tomar. Tenía que decidir pronto, antes de mitad de año, porque las solicitudes para las residencias cerraban en septiembre.

Alcancé a presentarme para urología en ese mismo Hospital y sin razón distinta a que no tenía claridad en qué me llamaba más la atención y, como mi papá había sido urólogo con gran tradición y con una escuela de discípulos bastante grande, pensé que lo más lógico era aprovechar esa puerta que estaba abierta. Sin embargo, el entonces jefe del Departamento de Medicina Interna, Guillermo Lara Hernández, quién me había conocido como estudiante en mi rotación por el Hospital, me llamó a decirme que tenía un cupo reservado para mí como Residente de Medicina Interna y así inicié el camino de mi pasión por esa rama de la medicina. El Departamento de Medicina del Militar en esa época era de postín, reconocido como uno de los mejores de la región, tenía grandes figuras de la medicina interna como Pablo Elías Gutiérrez y José María Mora, de la nefrología como Hernán Torres Iregui, gran amigo recientemente fallecido, y tantos otros de todas las especialidades, que construyeron esa formidable escuela que formó una generación de destacados internistas.

Una vez aceptado, me escribió el director del Hospital Militar para decirme que existía la posibilidad de hacer algo en medicina nuclear, de la que poco se sabía, entonces me tomé unos días para estudiar el tema, vi la proyección que tenía y rápidamente le contesté que sí me interesaba. Llegamos a la conclusión de que para andar ese camino, lo mejor era terminar mi especialización en medicina interna, mientras el Hospital concretaba un proyecto con el Organismo Internacional de Energía Atómica(OIEA).

De la triste historia de la Segunda Guerra Mundial, después de las bombas de Hiroshima y Nagasaki, quedó para el mundo la aplicación pacífica de la energía atómica como la medicina nuclear, que hoy se canaliza a través de esa Organización con sede en Viena y que se llamó en sus comienzos Átomos para la Paz. Otro ejemplo son las plantas de producción de electricidad que hay en muchos lugares del mundo.

Cuando completé mi especialización en medicina interna, se concretó la ayuda al Hospital Militar para crear el servicio de Medicina Nuclear con el apoyo de la OIEA, lo que incluía la beca para dos médicos. Así fue sucediendo mi elección de lo que yo jamás habría optado ni considerado. La medicina interna abarca el conocimiento médico de manera integral y, cuando a uno todo le gusta, ella resulta muy completa, así que probablemente de cualquier forma hubiera llegado.

En julio de 1972, terminada mi residencia, viajé a la Universidad de Sao Pablo en Brasil que desde entonces cuenta con un instituto de investigación atómica enorme. Llegué al Servicio de Medicina Nuclear del Hospital de Clínicas, el más grande de América Latina, liderado por un pionero de la medicina nuclear en Norte y Suramérica, Julio Kieffer. Era un país pionero en ese momento (1970) para sus usos pacíficos como en los bélicos pues se rumoraba que tenía una bomba atómica. No volví a saber qué pasó en este tema, solo que el instituto sigue siendo muy avanzado en investigaciones pacíficas pues lo bélico ha sido un secreto militar que prosperó mucho durante las dictaduras militares más no así después.

Llegué en la transición a la recuperación de la democracia pero se sentía una amenaza en el ambiente luego de una dictadura militar violenta. Viví durante los primeros meses en las residencias universitarias que conservaban los agujeros de las balas producto de una matanza que se había dado hacía unas pocas semanas y que el gobierno no había permitido reparar buscando que los estudiantes tuvieran el recuerdo permanente de que si molestaban habría consecuencias.

Era una época muy difícil, la gente todavía sentía pánico de hablar mal del gobierno, de comentar sobre cualquier cosa como criticar la demora del bus, porque la respuesta era inmediata y podría significar la cárcel o costar la vida.

Fue toda una experiencia vivir el renacimiento de la sociedad brasileña que me dio mucha conciencia de los valores democráticos, de la libertad. Pero también fue muy apasionante e importante enfrentarse a la realidad de estudiar el mundo de los átomos y de la física atómica. Ya había estudiado el idioma en el Instituto de Cultura Brasilera (por fortuna, el lenguaje técnico médico es el mismo que en español), y me gustó mucho siempre su fonética y su riqueza, aproveché entonces para leer los libros de Jorge Amado, porque por supuesto esas novelas son fantásticas y resultan serlo más en un lenguaje tan enriquecido y parecido al de García Márquez aunque con diferencias en el estilo.

El compromiso del Hospital Militar consistía en abrir un servicio de medicina nuclear que no fue el primero en el país porque a mediados de los cincuenta ya existía el Instituto Nacional de Cancerología que contó con visionarios de la talla de Efraín Otero (que después fue ministro de Salud del gobierno de Belisario), Mario Gaitán Yanguas, Jaime Ahumada y Jaime Cortázar, lo que fue muy meritorio.

A finales de 1973 empezó otra etapa de mi vida, entre la medicina interna y la medicina nuclear, sobre la que pocos sabían. Casi nadie entendía de qué se trataba, como una tía que pensó que yo estaba trabajando en temas del espacio, curiosamente aún hoy hay gente a la que le sorprende. Se trata del estudio a nivel molecular, son átomos, más pequeños que las células, que abrió la posibilidad de entender las enfermedades a ese nivel para diagnosticarlas y tratarlas. En los casos de cáncer este estudio, permite identificar no solo si hay metástasis sino su origen para destruir así el tumor, hace imágenes funcionales y permite el seguimiento mediante el PET, el avance más importante de la medicina nuclear en muchos años (fui el primero que trajo un equipo al país como director de la Fundación Santa Fe, con el apoyo del médico venezolano Wilson Mourad, quien con el paso del tiempo se convertiría en un gran amigo).

Así comenzó una pasión por lo que había aprendido y que, por nuestra formación, hizo parte del departamento de medicina interna del Hospital Militar (en ese momento era el mejor de lejos, probablemente, en el continente suramericano). Mi trabajo estuvo en torno a estas responsabilidades 24 horas al día durante todos los días y noches del año por casi dos décadas. Resulta que yo empecé haciendo turnos voluntarios como estudiante en el año 65, iba a las autopsias, motivado por el deseo de aprender medicina, entonces dediqué las noches y fines de semana aún sin retribución económica. Como estudiantes conocimos a un patólogo excelente, Luis Felipe Fajardo Lobo Guerrero, que nos invitó a ayudarle pues la mejor manera de aprender a identificar enfermedades es viéndolas y en esa época no existía la resonancia magnética ni el TAC. Luis Felipe terminó viviendo en California, se convirtió en una autoridad mundial en estudiar los efectos de la radiación en el músculo cardíaco y es así como se le conoce en la literatura médica.

Hice una carrera en épocas muy difíciles en cuanto a orden público en el país, ayudando a los soldados que estaban en zonas rojas. Hubo temporadas muy largas de paludismo en el Magdalena Medio, enfermedad que mató a muchos soldados que estaban enfrentados al Ejército de Liberación Nacional (ELN) y es que se morían más de malaria que de la misma guerra. Fue emocionalmente muy difícil verlos morir de paludismo, chagas, leishmaniasis y todas las demás enfermedades tropicales (nos desplazábamos para atenderlos). El Hospital Militar llegó a ser reconocido internacionalmente como experto en estos tratamientos, pues hubo una cepa muy complicada de malaria que nos obligó a desarrollar un conocimiento especializado.

Estando ahí, me vinculé a la Asociación Colombiana de Medicina Interna, una sociedad científica que empezaba a crecer y donde hice toda la carrera, fui primero secretario y luego presidente del Capítulo Central, luego secretario y presidente nacional y aún hoy sigo colaborando con ella. Lo último que me pidieron fue que ayudara a crear el Capítulo Colombiano del American College of Physicians (ACP), la sociedad médica de especialidad más grande del mundo del que fui su primer gobernador en el año 2015. Lo habíamos soñado desde los años 80.

En medio de mis ocupaciones abrí espacios para escribir, con los profesores Fernando Chalem, Jorge Escandón y Jaime Campos, un tratado de medicina interna que llegó a cuatro ediciones y que usan mucho los estudiantes en América Latina. Significó un esfuerzo muy grande pero, como la vida pasa, mis colegas murieron y se hizo imposible sacar la quinta edición, por lo que hicimos algo parecido con la Asociación de Medicina Interna con la que colaboré. Esta es otra pasión que no se me ha quitado.

En julio del año 75 me llamó uno de los fundadores de la Fundación Santa Fe de Bogotá (FSFB), Alfonso Esguerra (mi pariente) a contarme del proyecto y a invitarme a que me vinculara. Estaban pidiendo un aporte, quizás de sesenta mil pesos que para mí significaban mucho, y como no tenía la plata no me interesé.

La Fundación surgió como idea en el año 72 y la seguí a través de las noticias que daban los medios de comunicación. Pero en el año 80, el pariente me volvió a contactar para decirme que para la vinculación ya no era requisito el aporte económico y me preguntó si estaba interesado.

Me vinculé hacia finales de 1981, y sin retirarme del Hospital Militar, comencé a ayudar como jefe de medicina nuclear, luego lo fui de toda el área de imágenes diagnósticas (radiología). En octubre del 82, en vísperas de abrirse, renuncié al Hospital Militar y vine a lo que aún estaba en obra, me instalé a un oficina diminuta y en febrero del año 83 comenzamos a atender pacientes.

PROMOTORES DE LA FUNDACIÓN SANTA FE

Sin ninguna duda, la Fundación ha tenido un impacto enorme en la salud de los colombianos, es uno de los íconos de la medicina. Y fue creada por seis personas.

Gloria González de Esguerra, que donó el terreno (esposa de mi pariente primer director); Pedro Gómez Valderrama, abogado que hizo los estatutos; y cuatro médicos: José Félix Patiño, Alejandro Jiménez Arango, Enrique Urdaneta y Alfonso Esguerra.

Todos ellos fueron igual de importantes, tuvieron la visión de hacer una empresa de este tamaño, cada uno aportó algo y realmente fueron necesarios. Tal vez el más conocido por su trascendencia nacional sea José Félix Patiño porque además de haber sido un médico muy respetado, fue rector de la Universidad Nacional entre muchísimos aspectos que vale la pena resaltar.

El camino ha sido largo, en él han participado muchas personas y me gusta ser reiterativo al decir que el papel de cada una de ellas fue fundamental y vital para la Fundación.

Enrique Urdaneta, era el médico de Don Moris Gutt y Doña Tila, su esposa (abuelos de Daniel Haime), les contó que estaban haciendo un proyecto de un nuevo hospital para Bogotá. De allí nació la donación, que en nombre de don Moris y doña Tila Gutt hizo realidad don Carlos Haime, su yerno. La donación estuvo representada por la construcción y dotación de la Clínica de Urgencias, que ha seguido contando con el apoyo generoso de la familia en forma permanente. En los últimos años Daniel Haime Gutt ha mantenido ese apoyo de la familia a la Fundación, con lo que, sin la menor duda, los convierte en los mayores y más importantes benefactores de la FSFB en toda su historia.

LA FUNDACIÓN SANTA FE

A este hospital le costó mucho trabajo arrancar, no había la afluencia de pacientes como se tenía previsto y la razón de esto era netamente administrativa.

La Fundación se hizo realidad basada en unos estudios de factibilidad de acuerdo a información tomada por los médicos que se esperaba se unieran al proyecto. El número de pacientes resultó inflado y los médicos al comienzo no cerraron sus consultorios, lo que competía con el hospital. A la gente no solo le da cierto temor ensayar, sino que cambiar de hospital y de médico no es una decisión fácil por el vínculo tan fuerte y de larga vida que se teje, por lo mismo, los pacientes siguieron yendo a Marly, a Palermo o al Country. Esto era lejos de todo, en esta zona solo se encontraban Unicentro y La Fundación Santa Fe, lo demás eran potreros. Así pues que fue imposible que se cumplieran las proyecciones financieras generándose una crisis importante.

Yo estaba concentrado en el ejercicio de la medicina cuando me pidieron que asumiera la jefatura del departamento de Imágenes Diagnósticas. Luego me nombraron director médico asociado y luego director médico, la posición de más responsabilidad después de la dirección general. Simultáneamente seguí como médico, haciendo investigación y escribiendo el libro que mencioné. Fue una etapa de mucho aprendizaje.

Pero empezó la Fundación a tener problemas muy serios, especialmente económicos y administrativos. En ese momento desde la Dirección Médica tuve bajo mi cargo a todos los médicos, la coordinación científica, debía propender porque todos publicaran, por una excelente atención al paciente entre una larga lista de responsabilidades, para resumir, era el director de orquesta médica. No era un cargo administrativo sino que se ejercía al tiempo con la profesión. Estuve casi dos años con unos doscientos médicos a cargo en una estructura muy plana.

Cuando los problemas hicieron crisis, me llamaron para que ocupara el cargo de director general en reemplazo de mi pariente, aunque seguí muy activo en la parte médica. La condición que puse para aceptar fue precisamente esa, la de ejercer mi profesión mínimo medio tiempo.

LA FUNDACIÓN SANTA FE COMO CASO EMPRESARIAL

Es una empresa que se funda con mucha ilusión, estuvo totalmente quebrada, clínicamente desahuciada, con los santos óleos puestos, completamente muerta y resucitó para ser lo que es hoy. Esta es la historia de cómo se logra rescatar una empresa en la que el país tenía una gran ilusión que se ve desbaratada de un momento a otro.

El director general había perdido su autoridad ante el sector financiero que estaba cerrado a seguir financiándola pues se tenía una deuda en dólares muy grande. El hospital en los primeros años arrojaba pérdidas, no llegaba a punto de equilibrio y la brecha se ampliaba aún más cada período. Los médicos empezaron a tener desconfianza, pues no se veía posibilidad de recuperación ninguna.

Ante semejante escenario, no había quién se le midiera al cargo por lo que la única opción fue acudir a quien ocupaba la segunda posición en la organización. Me vi así en una posición muy difícil pues si no me arriesgaba se perdía el esfuerzo de una cantidad de gente que se la había jugado por este proyecto, que había renunciado a sus empleos en otras partes, médicos muy calificados que quedarían naufragando y se sacrificaría a las familias que dependían de esta institución. Quizás fue un acto de irresponsabilidad desde el punto de vista administrativo y financiero, pero acepté pese a que lo más fácil hubiera sido devolverme al Hospital Militar de donde con insistencia me llamaban para que regresara.

Llegué a empaparme de la verdadera situación, la que de alguna forma conocía, pues a mi pariente durante los meses anteriores lo habían secuestrado y entre varios asumimos su cargo. El reto era muy grande, sentí mucha fuerza para asumirlo, debía encontrar soluciones y tenía ideas desde el punto de vista médico, la primera era atraer más pacientes. Pero yo nunca imaginé lo que había detrás y todo lo que representó en adelante.

Un 24 de julio 1985 asumí la dirección general lo que me obligaba a obrar como representante legal. Al día siguiente subí a la oficina, me senté en el escritorio y la pregunta fue: ¿Ahora qué? Entró el director de finanzas a informarme que no había plata para pagar la nómina, que los bancos nos tenían cerrados, que los proveedores habían dejado de despachar y que no había cómo pagar los servicios públicos. Una dificultad adicional era el ser pariente del anterior director, pues generé aún mayor resistencia en los bancos y con los proveedores pues, por llevar el mismo apellido, pensaron que sería más de lo mismo.

Recuerdo que la sociedad bogotana, que es ácida, dura y mala cuando quiere criticar, llamaba a la Fundación: Donde los ricos también lloran y en todas las reuniones sociales se hacían apuestas a que no sobreviviría sino días o semanas.

Para ese momento era presidente Belisario Betancur y lo recuerdo porque el gobierno nos prestó una ayuda importante. El secretario económico de presidencia, Diego Pizano, que ha seguido muy ligado a la Fundación desde entonces y, de la mano del ex presidente Carlos Lleras, lograron que la Junta Monetaria (antes de que asumiera el manejo el Banco de la República), tomara una medida de salvamento para proteger de la devaluación acelerada de ese año a las empresas más grandes del país que teníamos un endeudamiento importante en dólares, entre ellas, Avianca, la Fundación Santa Fe, Cementos Samper y otras más.

El otro reto era ganar credibilidad con los bancos y lograr que me recibieran, igual los proveedores. Con los médicos me fue mejor porque eran mis compañeros de todos los días, sabían de mi compromiso con ellos y eran mi principal activo junto con todas las personas que trabajaban en la Fundación; con ellos me veía a las dos de la mañana o a las tres de la tarde porque pasaba todo el día, todas las noches y amaneceres, si era necesario, trabajando hombro a hombro con la gente.

En mi primer día de trabajo y afrontando semejante situación tan extrema, me informó el cardiólogo que había llegado Julio Mario Santo Domingo a urgencias con un dolor en el pecho que parecía infarto. Dije que hicieran todo para que le fuera muy bien, agradecí que me avisaran y lo recomendé. Efectivamente le fue muy bien y antes de irse pidió hablar conmigo, subió a mi oficina, tuvimos una conversación de diez minutos en la que me felicitó por la atención y me preguntó si había algo que él pudiera hacer por nosotros. Le dije:

— Sí. Como usted sabe estamos en una dificultad grande, yo me acabo de posesionar de esta dirección, necesito un aire para saber qué voy a hacer, pero no tengo con qué pagar la nómina de este mes que vale veinte millones de pesos.

Me preguntó qué ayuda necesitaba pero yo no sabía qué contestarle, entonces me dijo:

— Le voy a ayudar pero no es una donación. Vamos a manejarlo como un prepago de servicios médicos para la empresa. Mañana, a las ocho de la mañana, envíe a Bavaria por un cheque por el valor de la nómina.

Esa fue una ayuda providencial que no se conoce mucho en los anales de la historia de la Fundación porque por respeto a la persona, mientras estuvo viva, nunca lo publicité. Y no fue por su magnitud sino por la oportunidad; si esa plata no llega, la Fundación no existiría, fue el oxígeno que nos dio tiempo para gestionar. Desde ese día hasta hoy, la nómina nunca se ha dejado de pagar a tiempo. Este ha sido un reto que hemos cumplido históricamente.

Me fui para el Banco de Bogotá (líder de todo el tema y probablemente la entidad más dura para negociar), me presenté, di la cara y asumí como me correspondía. Juan María Robledo me atendió y delegó en Fernando Suescún todo el manejo con los demás acreedores financieros, para convertirse en alguien muy importante en todo cuanto siguió. Fernando empezó a trabajar con nosotros en la búsqueda de alternativas de solución. Hablé un par de veces con Luis Carlos Sarmiento, quien estaba muy claro en que había una deuda que debíamos pagar, me recibió pero más allá de eso no hubo mucho.

Logré que se reactivaran las discusiones de un acuerdo con acreedores y empezamos a tener unos puntos de contacto con los banqueros antes de que terminara el mes.

El otro problema eran los proveedores. Consideré que también era importante ponerles la cara y pedí que reunieran a los principales, lo que muchos consideraron un suicidio pues estaban muy agresivos, pero yo no tenía alternativa. Nos sentamos con todas las multinacionales grandes que estaban completamente cerradas y sin ninguna disposición de ayudar. Fue una reunión muy difícil en la que era evidente su malestar pues ya se les había incumplido, repetidas veces, promesas de pago, se habían vencido plazos y estaban en un punto donde no querían escuchar más. Más de uno se levantó a decir: A mí me pagan o no les despacho nada y los invito a todos a que obren igual. Insistieron en lo mismo durante horas. Cuando iba a cerrar la reunión, pues no vi posibilidad de nada, alguien desde atrás levantó la mano y le di la palabra temiendo lo peor. Era un gringo que dijo:

— Miren señores, realmente no entiendo lo que está pasando acá, quizás es por el idioma o porque soy gringo. El señor que tenemos en frente nos está pidiendo un plazo para enderezar sus temas y la única manera de lograr que nos paguen es que este hospital se salve. ¿Acaso ustedes no entienden eso? Si nosotros no les despachamos los insumos y medicamentos que requieren, esa plata se pierde. ¡Los invito a que reflexionen porque se están suicidando señores! En mi país la discusión no sería distinta al plan de trabajo que él quiere plantear.

Se trataba Kenneth Forbes, presidente de Travenol (empresa que luego pasó a ser Baxter). Esta fue la segunda aparición milagrosa, logró que todos se alinearan y nos prorrogaran dándonos tiempo de mostrar una tendencia favorable.

Estos son los actos que a veces la historia no recupera y no recuerda, porque la Fundación no es la obra de una pareja de esposos que participó en su fundación sino el producto del trabajo y la dedicación de muchísima gente, de personas que lo han dado todo por esta institución. Al señor Julio Mario Santo Domingo en vida, la Fundación nunca le reconoció su papel, ni a Kent Forbes, que cambió su rumbo, ni a tantos médicos, ni al personal comprometido con el hospital.

Esas actuaciones nos permitieron pasar ese primer mes, con suministros para atender pacientes y con recursos para pagar la nómina, y le dieron a la Fundación lo que necesitaba para seguir navegando y cruzar al otro lado.

El Presidente Lleras Restrepo fue fundamental también. Las primeras lecciones que me permitieron entender las finanzas y la administración las recibí personalmente de él en su casa, porque me enseñó el A B C, el paso a paso, me dedicó muchísimo tiempo y esfuerzos. El ex presidente Lleras trabajó incansablemente por esta causa, fue presidente de la Junta Directiva de la FSFB entre 1977 y 1991 y asistió sin falta todos los martes a las 6 de la tarde a las reuniones, dedicó tiempo y esfuerzo de una manera generosa y ejemplar.

Otro hombre al que se le debe hacer todo el reconocimiento, que es importantísimo en nuestra historia, presidente de la Fundación entre 1991 y 1997, es el doctor Carlos Upegui Zapata (ejecutivo de la Organización Ardila Lule, mano derecha de Carlos Ardila). Se dedicó a acompañarme durante todo el proceso, fue otro gran maestro de lo que debía ser la administración y un amigo excepcional.

Hay muchos nombres de personas anónimas que han sido muy valiosas. Sin su cuerpo médico, la Fundación Santa Fe hubiera sido un edificio vacío, tal vez un hotel en medio de la nada. La gente empezó a reconocer que aquí había médicos comprometidos, estudiosos, que producían buenos resultados en función de la excelencia, que trabajaban con toda su pasión en función del hospital.

Algo muy similar ocurrió con Carlos Pacheco, presidente de la Corporación de Ahorro y Vivienda Colpatria, con quien habíamos firmado un acuerdo de pago. Fueron muchas las veces que almorcé con él, nos dio la mano y dejó un legado que continúan sus hijos, pues esta relación sigue siendo muy cercana y sólida a través de Eduardo, quien actualmente hace parte del consejo de la FSFB. Se pasó de una posición muy agresiva y radical, a una muy de confianza y amistad.

A Pacheco le pedí consejo así como al doctor Carlos Lleras y a Upegui. Todos ellos contribuyeron de diferentes formas. Así que otro mensaje que quiero consignar es que las cosas se logran con la ayuda de mucha gente, si uno cree que puede solo reformar el mundo, no lo va a lograr.

Caigo en cuenta aquí de una curiosidad y es que, entre tantas personas que me ayudaron durante mis dos períodos como director de la Fundación, hay muchos Carlos. Ya mencioné a varios de ellos, al Presidente Carlos Lleras Restrepo, a Carlos Upegui Zapata a Carlos Haime y a Carlos Pacheco Devia, pero me faltan dos que no son menos importantes.

Carlos Ardila Lulle fue excepcionalmente generoso en tiempo, en apoyo económico, en querer estar siempre al día en lo que estaba pasando y, además de que me había “prestado” a Carlos Upegui para que me apoyara, en realidad toda la organización estaba lista para lo que se necesitara. Me seguí viendo con él ocasionalmente y ya no tanto por su lugar de residencia, pero fue una persona excepcional. Con él creamos el instituto de cáncer que lleva su nombre, fue una ayuda muy importante pero no se limitó a eso, porque en lo personal conversábamos de todos los temas, de política, del país, de empresas y, por supuesto, de la Fundación.

Carlos Lleras de la Fuente, mi gran amigo, además de ser un hombre extraordinariamente inteligente y con un gran sentido práctico, era el abogado de la Fundación en ese momento y fue fundamental para proteger sus intereses en un embate de los acreedores financieros. Tal vez la institución no conoce hoy la importancia de Carlos en su historia .

Y como mencioné en un comienzo, don Carlos Haime, que, aunque por circunstancias diversas vivió temporadas largas fuera del país, siempre estuvo en contacto con todas las cosas, excelente consejero y visionario sin par, cuando se necesitó su apoyo lo obtuvimos con generosidad y oportunidad. Daniel, su hijo, continuó con ese legado pleno en generosidad y buena proyección que ya se materializó de muchas maneras.

Se implementaron una serie de acciones complementarias requeridas para salir de donde estábamos. Trabajamos en equipo con la orientación de los expertos, con algunos miembros de la Junta Directiva y con el Comité Financiero. Porque así como aprendí medicina, aprendí administración y finanzas, con los mejores maestros.

Le tomé gusto a estos temas y entendí su lógica para lo que me ayudó mucho el modo de pensar del internista que hace primero el diagnóstico y luego establece un plan de tratamiento, como ocurre en administración. Apliqué el mismo método, implementé priorizando temas y recortando costos de operación pues los estándares del hospital eran muy altos, nunca antes vistos en Colombia. Por ejemplo, las enfermeras eran profesionales sin excepción, lo que no aguanta ningún presupuesto, así que incorporamos enfermeras auxiliares.

Si bien no nos atrasamos en pagarle a los empleados su nómina, desafortunadamente sí lo hicimos con los médicos por un tiempo porque la plata se recuperaba lentamente y no alcanzábamos a atenderlos pero ellos se mantuvieron firmes, aguantando, decididos, comprometidos y no titubearon jamás. Solo unos pocos se retiraron, pero de doscientos tal vez perdimos diez, lástima pero bien idos, pues en ese momento no podíamos navegar sino con gente dispuesta a entregarlo todo.

La Fundación vio el negro en sus estados financieros solo a finales de 1986 cuando comenzó a escribir una nueva historia. Logramos la confianza de los bancos, de los proveedores y de los pacientes, firmamos más contratos, uno con el ISS que nos dio mucho volumen y progresivamente empezó el hospital a crecer.

Sin temor a equivocarme diría que soy un coordinador que respeta a cada líder de proyecto dentro de su equipo de trabajo, dejándolos trabajar sin perturbarlos. Todos, con una autonomía muy grande, caminamos en el cumplimiento de las metas. Así lo hice en mis dos administraciones (en la primera estuve por nueve años).

Considero que una institución, tan compleja y tan grande como esta, necesita gente empoderada que lleve su filosofía a cada uno de los funcionarios replicando las técnicas y talleres de planeación estratégica.

En el año 91 establecimos por primera vez su misión y su visión, revisamos y renovamos los planes y constituimos la primera misión de calidad que hubo en un hospital en el país, liderada en un comienzo por la enfermera Elsa Durán. Soy un convencido de que la calidad debe revisarse así todos demos por sentado que hacemos las cosas bien, pues esta no florece de manera espontánea.

La dinámica hizo que los procesos fueran confiables y que la gente estuviera razonablemente segura de lo que se ofrecía. Cambiamos una actitud prepotente, insolente, fría, antipática y distante por una más humana, aunque fue muy difícil lograrlo en una cultura que estaba tan arraigada y que venía desde arriba.

También nos empezamos a comparar con grandes referentes y con nuestros pares en el país con quienes establecimos relaciones, como con la Fundación Cardioinfantil, con el Valle del Lili y con el Hospital Pablo Tobón Uribe. También nos medimos la temperatura con instituciones internacionales.

Otro hecho muy importante y también resultado de una casualidad, ocurrió en una reunión de la Fundación Morir con Dignidad en el Gun Club, a la que Isa Fonnegra de Jaramillo me invitó y asistimos unas cuarenta personas interesadas en hablar sobre la muerte, tema que ella ha desarrollado haciendo una aproximación que propende por ayudar a la sociedad (eran finales de los 90 y comienzos del 91).

Llegué un poco tarde y me senté al lado de un “gordito”. En algún momento Isa hizo una referencia a la Fundación Santa Fe, sin mencionarme ni mirarme siquiera, y este gordito empezó a decirme cosas negativas de la institución. Guardé silencio pero muy molesto por todo cuanto le escuché y una vez terminada la reunión lo abordé, le pregunté por su experiencia con la Fundación y él se abrió en críticas. Dejé que hablara y al final lo invité a mi oficina, me presenté como el director de esa entidad a la que él tenía en tan pésimo concepto.

Efectivamente me visitó y pudo comprobar de primera mano cuán equivocado estaba, le mostré lo que éramos y al final me agradeció y me propuso que trabajáramos juntos. Ese gordito era Julián Efrén Ossa, presidente de la Aseguradora Gran Colombiana, una persona muy importante dentro del Grupo Gran Colombiano (como se llamaba en esa época) y se convirtió en uno de mis grandes amigos.

De esa reunión salió FESALUD, empresa de medicina pre pagada que creamos entre las dos instituciones y los médicos de la Fundación. Fue exitosísima y le empezó a traer al hospital un gran número de pacientes que cuando uno revisa los números, es clarísimo el despegue que significó en términos financieros pues generó un nivel de ingresos como el que necesitábamos. Fue magnífico para la historia de la Fundación Santa Fe, una relación de la que nos beneficiamos por muchos años (hoy día es de Colpatria pero la sigue proveyendo).

La mayor lección fue la de cómo volver una situación desfavorable y desafortunada en algo positivo y constructivo. El desenlace pudo haber sido otro, pude ganarme un enemigo, haber desaprovechado a un aliado, cerrar las puertas a un observador, que en algo le asistía razón y por lo mismo pudimos mejorar y, lo más grave, es que hubiera podido perderme de un gran amigo.

Para retomar la historia, eran tres los ejes fundamentales que requerían control: el médico, el financiero y el administrativo. Del primero ya hablé pero dejé por fuera a los dos Directores médicos que me acompañaron, inicialmente Eduardo Vallejo Mejía, pereirano que había sido mi maestro, de gran reconocimiento nacional e internacional y un hombre que ejerció un liderazgo muy importante. Lo sucedió Francisco Cavanzo Cadena, patólogo quién con su visión pragmática y su gran experiencia hizo enormes aportes a la organización.

En el segundo debo mencionar a Catalina Vásquez, mi esposa, en ese momento tesorera de la Fundación a la que todos reconocen su contribución porque fue muy importante, al grado que con el tiempo llegó a ser directora financiera, artífice de la transformación de la Fundación en ese frente y, durante los últimos años en que estuvo vinculada, dirigió con mucho éxito el Hospital. También a Antonio Gómez Rodríguez, meonatólogo chocoano, gran médico y administrador, quien por varios años dirigió con éxito el Hospital Universitario, complementaban el equipo en la División de Educación inicialmente Gustavo Quintero Hernández y posteriormente Roosevelt Fajardo, fundamentales en el nacimiento de la Facultad de Medicina.

Cuando nos fuimos a casar hablamos con las directivas y fundadores para decirles: “Pasa esto, creemos que nos tenemos que ir ambos, pero si ustedes consideran que alguno de los dos debe quedarse para continuar lo que estamos haciendo, escojan y estamos dispuestos a respetar lo que decidan”. Fue muy bonito porque inmediatamente todos, sin excepción, dijeron: “La decisión está tomada. Se quedan ambos. No hay discusión”. Eran alrededor de veinte personas, todas muy distintas, de muchos orígenes, en cualquier caso no resultaba fácil ponerlos de acuerdo pero en esta ocasión ocurrió.

Y en el tercer eje fundamental están los seres anónimos, los que uno puede olvidar con el tiempo pero que merecen capítulo aparte, como los camilleros, el personal de aseo, las enfermeras. Todos ellos conforman un equipo fundamental.

Lo cierto es que superada la crisis y cuando la Fundación empezó a volar alto, reuní a la Junta y le hablé sobre el compromiso que había adquirido y los resultados que se habían generado, pero también les manifesté que quería volver a mi medicina, me hacía falta, por lo tanto esperaba que el día en que cumplía nueve años, pudiera entregarle la responsabilidad a un nuevo director.

No fue fácil encontrarlo porque todavía la gente le tenía miedo al riesgo que significaba pero la tendencia positiva que llevaba no debía parar. Fue nombrado Julio Portocarrero después de haber revisado nombres como el de Juan Luis Londoño (a quien postulé pues le había colaborado en la construcción de la Ley 100 pero no aceptó porque en ese momento le surgió una beca para estudiar Gobierno en Harvard).

Volví a concentrarme en la medicina, aunque realmente nunca la abandoné lo que fue fundamental para mantener la fe y la pasión en todos al ver al director general haciendo turnos en las tardes y a las tres de la mañana atendiendo pacientes en urgencias. Nunca me aislé ni me reduje a una oficina, conocí al personal del día pero también al que trabajaba en la noche. Tuve siempre los pies en la tierra, lo que me concedió una autoridad enorme, pues no solamente solucioné el problema grande sino el del día a día con los pacientes. Esta experiencia me dio una visión muy completa, no me llegaban deformadas las realidades, yo sabía lo que todos pensaban y lo que estaba pasando en cada rincón, mundos que normalmente están aislados y que son distintos. Este es un consejo que siempre doy, el no dejar de ejercer, porque hacerlo da criterio.

El 24 de julio de 1994 terminó esta etapa que duró nueve años. Regresé a la medicina nuclear, que me estaba esperando, con la ilusión de sumergirme de nuevo en ella. No sentí nostalgia por lo que dejaba, en cambio sí estaba muy contento por haber logrado en equipo, bien rodeado, una cosa que parecía imposible, y con la satisfacción de cerrar un capítulo de la vida con una misión cumplida.

No mantuve ningún vínculo con la administración, pasé de general a soldado, entregando un mensaje muy importante porque en la mayoría de las organizaciones colombianas, que son jerárquicas, ocurre que el único paso siguiente es para afuera. El mensaje que yo quería enviar era: el que tiene la experiencia puede volver al origen, los generales pueden quitarse los soles y ponerse una gorra para ir al campo de batalla.

Me embebí en la medicina nuevamente. Volví a la esencia sin hacer sombra porque una de las cosas que hay que cuidar cuando uno se retira de un cargo, es precisamente esa, dejar trabajar al que llega. Trabajé mucho con el doctor Gonzalo Ucrós, lo había conocido cuando estaba terminando sus estudios y llegó como especialista a trabajar conmigo, asumió el servicio y siguió dirigiendo, porque yo no llegué a ser jefe.

Fue una época de mucha productividad, innovación, de mucha actividad médica, de congresos, de cursos. Estaba en lo que me gustaba y tan desconectado de la administración que seis años después de retirarme, algunos de los fundadores y su presidente, Fidel Duque Ramírez (que había sucedido a Carlos Upegui Zapata), me buscaron porque estaban preocupados con el rumbo de la Fundación, se había bajado el ritmo de crecimiento, los resultados financieros se estaban reversando y por primera vez en tantos años la Fundación mostraría rojo en sus estados financieros. Me mostraron las cifras y evidentemente había un retroceso, tuvimos un par de reuniones más, lo que ocurrió entre finales del 2000 y comienzos del 2001. Me dijeron que harían un cambio y me pidieron que volviera.

Les dije que me sentía feliz ejerciendo mi profesión de médico. Realmente no quería volver a ocupar ese cargo, sin embargo, ellos siguieron insistiendo y había mucha presión de la gente que estaba preocupada porque veían que la Fundación perdía ritmo, los médicos también me buscaron a pedirme que aceptara el reto. Todo esto me convenció de volver y después de pensarlo mucho, de sentir una responsabilidad aún mayor que la del 85 porque esta vez sí tenía el conocimiento para nuevamente darle rumbo a la institución, entendí que sería egoísta quedarme en lo que me gustaba y desentendiéndome de lo que pasaba.

En ese momento consideré que una posición muy importante era la del director médico, entonces les pedí que me permitieran consultar una cosa antes de dar mi sí definitivo. Tenía claro que si aceptaba, necesitaría como director a un médico que fuera muy respetado dentro de la Fundación, un ejemplo para todo el cuerpo médico. Tenía muy claro el nombre, alguien que había sido mi discípulo, el neurólogo Jaime Toro Gómez.

En junio del 2001 Jaime estaba de vacaciones, pero logré contactarlo por correo y le comenté que mi decisión dependía de la suya. Ya él me había dicho que jamás ocuparía un cargo administrativo, que eso para él sería una negativa. Él no me contestó pronto y temí que me diría que no, lo advertí a las directivas y nos dimos un plazo. Finalmente quedó de hablar conmigo a su regreso en julio y aceptó. Simbólicamente quise que la fecha de posesión se repitiera, por lo que asumí un 24 de julio del 2001, como la primera vez.

Regresé con el mismo equipo básico. La dirección financiera la ocupaba Catalina, claramente manifesté que estaba bien que hiciera parte del equipo pero no quería que dependiera de mí sino del Presidente de la Fundación, como quedó estipulado. No cambié a nadie, entonces todos continuaron en sus cargos.

Esta dirección fue muy distinta a la primera, como mencioné, yo ya no era virgen en el aspecto administrativo y financiero, ya tenía una cancha de nueve años, tenía los contactos, conocía a la gente del sector y de los bancos y sabía que de necesitar a mis asesores, podía contar con ellos. Todo esto hizo que me sintiera muy seguro y tranquilo. Muy rápidamente hice unos ajustes y al final del año la Fundación estaba otra vez creciendo, otra vez mostrando números en negro, por lo que se enderezó sin problema.

Sabía que debía hacer más cosas, debía crecer e innovar. Lo primero que se me ocurrió fue retomar el tema de la facultad de medicina. La Fundación y la Universidad habían tenido unos acercamientos con la idea de crear una facultad, pero no se llegó a nada pues se estrellaban con dos realidades. Una, financieramente era muy difícil mantenerla según los estudios de factibilidad realizados a finales de los años ochenta. Dos, la universidad era muy fuerte en ingenierías y había empezado la facultad de Derecho que en lo financiero había sido un trauma. Por todo esto, nunca estuvieron muy convencidos.

Pero en este momento de la historia, el rector de la Universidad de Los Andes era Carlos Angulo y sentía que una universidad sin una facultad de medicina estaba coja y que la dinámica interior podría beneficiarse mucho con ella. De modo que, superado ese momento inicial de volver a enderezar las cosas, retomamos unos estudios que la dirección anterior generó en su intento de reanudar el propósito. Conocía a Carlos, aunque no éramos cercanos, le pedí una cita y lo invité a que se comprometiera con esta causa.

Siempre tuve la convicción de que una clínica privada, a la que van todos los ricos a curarse, no ofrece lo mismo que un hospital en el que hay docencia e investigación. La mayor riqueza la tiene quien cuenta con la presencia de los estudiantes. Sabía que era el momento para evitar que se quedara corta la Fundación y yo quería que fuera un centro de producción intelectual, uno en el que se investigue y con profesores al interior. Lo vi como una necesidad del Hospital.

Resolvimos después de surtir los procesos internos, tanto en Los Andes como en la Fundación, reanudar y poner a marchar el proyecto. No fue nada fácil porque al interior del universidad mucha gente lo veía con recelo, prevención y algo de miedo. Y en la Fundación pensaban que era el error más grande del mundo, que cuando los pacientes vieran esto lleno de niñitos estudiantes no iban a volver. Yo argumentaba, con estudios que demostraban lo contrario, que el estudiante jalona la buena calidad, que se vuelve un incentivo para que los demás médicos estudien más y que se vuelve también un auditor por observación. Este proceso duró un par de años hasta que Carlos al interior de Los Andes y yo aquí, liderados por un médico excepcional como el doctor José Félix Patiño, lo hizo realidad y actualmente el convenio es vitalicio lo que garantiza una visión y una dinámica distinta.

Cuando llegué a mi segunda administración, encontré que el doctor José Félix estaba exiliado, ya no hacía parte. Se había ido a trabajar al instituto de cancerología porque sentía que la Fundación había perdido su rumbo y yo lo llamé a comprometerlo en regresar y fue una de mis condiciones para asumir el cargo nuevamente. Le dije que nunca había debido irse de este lugar al que él pertenece, que haríamos la facultad y lideró todo el proyecto.

Corolario, hoy existe esa facultad de medicina con un impacto importantísimo en la educación médica. El Hospital nunca se desocupó, por el contrario, tuvo más gente y la calidad, sin ninguna duda, mejoró muchísimo. Como Jaime Toro compartía mi visión, hicimos un estudio prospectivo sin saber qué resultado iba a dar. Esta experiencia, la de insertar una facultad en un hospital, no sucede todos los días, por lo mismo lo documentamos, hicimos encuestas de satisfacción, antes y al poco tiempo de que funcionara. El resultado fue positivo y demostró los argumentos que teníamos para insistir en la idea.

Tomamos todas las precauciones para que los estudiantes no hagan cosas para las que no están entrenados pero tampoco autorizados, porque sabemos que no se trata de que reemplace al médico, pero su presencia ayuda muchísimo, eso sí, a excepción de dos áreas muy específicas como ginecología y urología que por el grado de intimidad que involucran, una tercera persona es mucho más difícil de manejar (aunque hay técnicas para hacerlo).

He sido profesor de ética de la facultad pues he querido estar presente en este tema, porque se trata de revisar los principios de convivencia, de hacer lo correcto. Un valor universal es el respeto a la vida, porque como decía Aristóteles, ser feliz es obrar bien, vivir bien.

Simultáneamente trabajamos en otro proyecto. Los hospitales son tan complejos que requieren un buen manejo en los sistemas de información por lo que tomé el reto de volver este un hospital sin papel digitalizándolo por completo, garantizando todo el control de la operación para que no se perdiera. Y fue el primero en América Latina, lo que tuvo un impacto en el resultado financiero.

Había procesos que no iban tan bien como se pensaba, como pérdidas de materiales o de medicamentos, cuentas que no se procesaban porque no aparecían los soportes, cosas muy complejas de detectar si no se cuenta con un proceso tecnológico. No fue fácil lograr que los médicos quisieran cambiar su tradición de escribir en la historia clínica y pasar a hacerlo en un computador. Esta fue toda una proeza, pero lo logramos.

Nos dimos el lujo de empezar a invertir. Por ejemplo, en el edificio nuevo que es la sede de la Universidad de Los Andes dentro de la Fundación Santa Fe, con salones de clase lindísimos, biblioteca para los estudiantes y un número importante de parqueaderos (600 puestos) vitales para la operación. También quedó todo el diseño para hacer una ampliación, se compraron las casas del frente para hacer otro edificio, que está por arrancar, donde quedará el centro ambulatorio.

En Unicentro, más que un satélite se tenía el nuevo concepto de salud, quizás muy adelantado para el momento. Vida Activa hacía la simbiosis entre la medicina tradicional y las nuevas técnicas, como el yoga, algo de acupuntura, lo que estaba demostrado científicamente que servía. Se trataba de impartir bienestar en todos sus conceptos, lo que nadie había implementado en el país pero luego decidieron volverlo un centro de atención del hospital.

También se empezó a mirar hacia otros horizontes, por lo tanto se hizo un centro ambulatorio en Madrid Cundinamarca, era la primera vez que la Fundación salía de su sitio con un pequeño hospital de primer nivel. También hay puntos de atención en centros comerciales y en el sur de Bogotá. Pero este fue el reto más interesante, atender a una población pequeña y por fuera de la ciudad.

Quisimos que esta no fuera una marca elitista a la que solo un muy reducido número de la población puede llegar y, con esto, la empezamos a volver mucho más cercana a la gente, pero también impactamos a los estudiantes de la facultad que solo conocían el hospital en el norte de Bogotá, obligándolos a desplazarse a otros lugares.

En esa segunda dirección activé lo que se llamó el Patronato de la Fundación. Un sitio donde se reunían los que habían sido los grandes benefactores, presidido por Daniel Haime Gutt. Muy pocos años antes, don Carlos Haime empezaba a dejar a Daniel a cargo de todo, y su hijo mostró sus cualidades de empresario y también las personales, para convertirse en líder.

Cualquier día en una de esas reuniones les conté, con realizaciones, sobre la situación de la Fundación y su proyección. Daniel dijo que creía que ya era hora de que la Fundación pensara en salir de Bogotá. Me miró y me dijo: “¿Por qué no desarrollamos la idea de otro hospital en Cartagena?”. Yo sin dudarlo le dije que sí.

Este fue el comienzo del Centro Hospitalario Serena del Mar. Muy rápidamente empezamos a trabajar en los primeros estudios de factibilidad que hicieron coordinadamente Bruce MacMaster (desde Inverlink) e Iván González (hoy viceministro de salud). Estábamos en otro buen momento para la Fundación, en la que podía mirar el futuro con tranquilidad.

Yo había tenido a Juan Pablo Uribe trabajando conmigo un tiempo antes de decidir regresar al Banco Mundial, le escribí y le dije que era hora de volver. Nosotros estábamos pensando en un cambio pues yo sentía que ya podía nuevamente retomar mis cosas. Me retiré en diciembre del 2010 después de pedirle a Juan Pablo que viniera a reemplazarme. Una vez entrego el cargo, a Catalina la nombraron directora del hospital donde estuvo muchos años.

Cierro así mi vinculación con la Fundación Santa Fe de Bogotá, a la que le dediqué buena parte de mi vida, me siento feliz de haberla dejado sólida , reconocida nacional e internacionalmente, con una alianza con la Universidad de los Andes y su Facultad de Medicina. Quiero reiterar una vez más, que este es el resultado del trabajo, dedicación y compromiso de muchísima gente y no simplemente el legado de una pareja adinerada.

Desde mi retiro de la FSFB me dediqué a ayudar a materializar el sueño del hospital Serena de Mar que hoy es una realidad y que lleva el nombre “Hospital Universitario Carlos Haime”.

En Cartagena tienen el chiste de que el mejor hospital de la ciudad está en el aeropuerto, pues cuando se sienten enfermos, toman un avión a otras ciudades donde sí puedan ser atendidos. Esto no está tan lejos de la realidad pues tienen un déficit de dos mil camas hospitalarias aproximadamente y la atención médica es muy precaria.

La familia Haime, ha querido retribuirle a una ciudad a la que le han tenido un especial afecto y con la que han tenido un vínculo muy fuerte de toda la vida. Este desarrollo transformó unos potreros sin vacas en una solución a un tema fundamental de los colombianos en una ciudad que no le ha brindado la atención que este frente requiere.

Así fue como una institución que ya tiene toda la experiencia y trayectoria, operará el hospital más lindo que existe en toda América y que cuenta con un diseño exquisito de un arquitecto muy reputado. Además respaldada con un equipo médico de altísimas calidades que garantiza la mejor atención.

Ha sido una experiencia extraordinaria trabajar con Daniel Haime, él un hombre excepcional en muchísimos sentidos, un creador de patria en términos estrictos, un visionario del país. Voy a seguir ayudándolo, seguramente desde la junta directiva del hospital, pero el trabajo del día a día le corresponde a otros. Sí quiero anticipar que el “Hospital Universitario Carlos Haime”, que será su nombre como primer componente del “Centro Hospitalario Serena del Mar”, será no solo el hospital más bello sino el mejor de esta parte del mundo.

CÁNCER

Durante este período (2001 al 2010), se manifestó mi enfermedad siendo yo director de la Fundación en el año 2005. El hallazgo de mi cáncer fue una situación totalmente circunstancial porque me sentía completamente bien, no presentaba el menor síntoma de nada y vivía uno de mis mejores momentos de salud. Pero un tío había presentado un cáncer de colon que tiene una incidencia claramente familiar. Cuando una persona lo presenta, uno como médico está obligado a revisar todo el entorno del paciente, dada la carga genética.

El gastroenterólogo de la Fundación, un gran médico como lo es Fernando Sierra, vio a mi tío y un día nos encontramos en el pasillo y me dijo: “Doctor Esguerra, usted tiene que hacerse una colonoscopia porque debemos descartar”. Así me tuvo semanas o meses pues yo no hacía caso, hasta que un día ya por pena, le dije que programáramos el examen. Me contestó: “El próximo lunes lo espero a las 7 de la mañana”.

Ese día tenía almuerzo con el gobernador de la Florida Jeb Bush, en el Country Club, al que fui después del examen. Estando allí recibí la llamada de Fernando al celular. Al mirar la pantalla supe que había una mala noticia. Le pregunté: “¿Tengo cáncer?”. / “Sí. Tiene cáncer”. Colgué, me senté, me comí el postre, me despedí de la gente y me fui para la clínica a hablar con el médico.

Entré a una colonoscopia y resulté con un cáncer de estómago. Cuando el doctor Sierra me durmió, le pidió autorización a mi señora para verme el estómago porque sabía que era el momento, de otra forma no lo iba a lograr nunca. Me salvó la vida de manera milagrosa.

Encontró un tumor muy grande en estado avanzado. Le dije que si esa era la situación, yo prefería que no hiciera nada. Hablé con mi señora, que me ha acompañado desde hace treinta y un años y que estaba muy afectada, le pedí que llamáramos a los hijos para contarles por la noche. Les dije que no quería que se hiciera nada y que nos preparáramos para lo que venía.

Ese era mi deseo y así lo manifesté. Claro que la reacción inmediata fue que debíamos hacer todo lo posible, pero yo insistí en que lo que había que hacer era no hacer nada, que no valía la pena pues yo no estaba dispuesto a someterlos a ellos y someterme a mí a cosas que no llevarían a nada.

Fue tanta la presión diciéndome que por lo menos me hiciera unos exámenes adicionales que acepté. Los hicimos, en unos parecía que había invasión de otros tejidos y dije que en esas circunstancias yo no seguiría adelante con más. Sin embargo, Fernando dijo que hiciéramos una laparoscopia, es decir, mirar el estómago desde adentro y le dije que sería lo último que me haría pero que si no salía bien les pedía que paráramos ahí.

No se trataba de una posición ideológica, lo decía con conocimiento de causa porque yo sabía que si era esa la situación, mi expectativa de vida no superaría los cinco meses y yo no quería que me alargaran la vida porque yo quería vivir lo que me quedaba con alguna calidad. Soy un apasionado de la vida y no quiero que se me acabe, pero si esta era mi realidad, lo que debía hacer era prepararme en la mejor forma posible, también para ayudarle a mi familia. Lo inevitable hay que afrontarlo.

Sentí mucha tristeza porque quizás estaba en el momento más productivo de mi vida y acababa de nacer mi primer nieto, pero nunca se me pasó por la cabeza el porqué a mí y porqué no a otro. Eso jamás se me ocurrió, como lo manifesté en entrevistas que me hicieron en ese entonces.

Estuvimos todos de acuerdo, me sometí a ese examen y mostró que la parte exterior del estómago estaba intacta. Tomaron muestras de ganglios en toda la región, más de treinta, y buenas noticias, no había metástasis. Con eso me animé y me sometí a que quitaran el estómago, una cirugía muy grande.

Amigos muy queridos me dijeron que me fuera al mejor sitio para atender estos casos como en Estados Unidos. Mi respuesta fue que cómo podía hacer eso el director de un hospital, cuál sería el mensaje para los médicos que trabajan acá y para los pacientes que atendemos. En ningún caso consideré semejante alternativa, aunque todos muy generosos y queridos, con buena intención pero no era opción para mí.

Lo único que hice, fue llamar a mi amigo Francisco Holguín, médico de la Fundación que estaba transitoriamente en Cartagena. Le conté y pregunté si me operaría, viajó y con Eduardo Londoño, otro gran cirujano, me hicieron una cirugía que me tiene vivo quince años después.

Estuve una semana incapacitado, luego volví a trabajar y, mientras lo hacía, me sometí a quimioterapia que fue terriblemente dura pues hace quince años era mucho más difícil de lo que es hoy en día. Tuve unos momentos de desespero, me sentí muy mal, tanto que llegó el momento en que dije que no aguantaba ni una más, que en la siguiente quedaría muerto. Esto fue algo que me golpeó mucho.

Un día de semana santa, estaba saliendo de una quimio y Gloria Arias me preguntó si aceptaba que me enviara a un amigo con la comunión a mi casa. Le dije sí. Me visitó Monseñor Suescún, me dio la comunión que me produjo un efecto muy importante de paz, de tranquilidad, de optimismo también, de que esto era pasajero. He sido católico siempre pero no apasionado, y esto me brindó un estado excepcional como lo que necesitaba en esos días.

Cuando uno está atravesando por una situación como esta y se pone en comunicación con un ser superior, como está documentado en muchos libros, evidentemente hay un cambio psicológico muy grande, lo que produce una sensación de bienestar, una actitud que ayuda mucho a la recuperación. Cuántos casos de tratamiento de cáncer han estado relacionados con experiencias de ese tipo.

Sin ninguna duda sé que estoy vivo por la ciencia, pero sin ninguna duda también, sé que eso me dio una tranquilidad de espíritu que fue muy importante. Eso no lo niego nunca, como tampoco voy a negar que en medio del desespero, busqué en la medicina alternativa alguna solución, por ejemplo, para el control de las nauseas, que con nada me las podían controlar. No sirvió pero ensayé.

Mi perspectiva personal de vida era de seis meses y si mucho consideré que podría vivir un año más. Pensé que tenía entonces que aprovecharlos y vivir al día.

Como me quitaron el estómago, surtí un proceso muy complejo como es el de volver a aprender a comer y otra cantidad de cosas que uno no se imagina. Uno no sabe medir la cantidad de comida, perdí mucho más peso aunque siempre he sido flaco.

Creo que en esos momentos el ser humano está dispuesto a dejarse ayudar en todas las formas, y lo hice de manera consciente y objetiva. Y para mí la familia fue fundamental, todos me rodearon dándome una fuerza muy grande que nació al ver la desesperanza que les causó a todos la noticia. Fue muy valioso sentir que yo era útil para mi círculo familiar, que me necesitan y quieren. El amor, en estas circunstancias, es un motor sin el cual es muy difícil salir.

Sentir que la sociedad todavía ve en uno a alguien que le pueda aportar, es también un factor que estimula mucho. Me sentí rodeado de mi gente pero también de pacientes que había atendido hacía muchos años y de personas que no conocía y que me enviaban mensajes.

En ese momento el cáncer era casi una enfermedad vergonzante, la gente lo ocultaba, lo susurraba. Yo quise ayudar a enviar el mensaje de que el cáncer es una enfermedad como cualquier otra y que tiene muchos tratamientos, no es mortal como hace muchos años sino que es una enfermedad crónica.

Cuando empecé a notar que iba a salir adelante, di un par de entrevistas que en ese momento fueron muy publicitadas. Una, a María Paulina Ortíz de El Tiempo: “El cáncer llegó en el mejor momento de mi vida”. Otra, a Margarita Vidal para televisión. Conté mi experiencia, porque a uno no se le puede acabar la vida con ese diagnóstico, hay vida más allá y aún más ahora.

Como me sentía mejor, cambió mi visión del mundo. A partir de esa experiencia veo la vida distinta, cambiaron mis prioridades, empezó a pesar mucho más la familia y los momentos con los amigos, porque antes no tenía tiempo para nada. He disfrutado lo que es un amanecer, un atardecer y la naturaleza. Me dediqué a leer libros sobre la muerte y uno muy especial es El Libro Tibetano de la Vida y de la Muerte de Sogyal Rimpoché. Me dediqué a revisar cómo veían la muerte en otras culturas especialmente en Oriente.

He tenido la conciencia de que todo puede ser la última vez por eso he aprovechado la vida de manera distinta, he disfrutado a mi nieto que ya es universitario. La muerte es algo de lo que hay que hablar, no es ajena a los seres humanos. Hay mucha gente joven que queda en estado vegetativo después de un accidente y la familia no sabe qué pensaba con respecto a ese hecho. Ha sido un tema tabú del que hay que hablar, para el que hay que prepararse.

La relación entre los seres humanos, que es tan grata, adquiere una profundidad muy potente cuando se valora la vida, cuando se tiene esa dimensión del tiempo y del estar. Todo tiene un contexto distinto ahora. Es una visión común entre quienes hemos tenido experiencias cercanas a la muerte.

Aprendí a no hacer planes de largo plazo, a vivir el hoy y a proyectar el corto plazo. El primer sentimiento que tuve fue el que está contenido en la famosa frase: “Vida nada te debo, nada me debes”. Yo me sentí en paz con ella, pensé que había valido la pena y que valía la pena vivir mucho más, pero que si era un hecho que se acabara debía afrontarlo.

Recuerdo muy levemente que, mientras mi familia me rodeaba, me pusieron los santos óleos un día que parecía que me iba a morir después de la cirugía.

Hay una diferencia entre el proceso de morirse y la muerte. Creo que en el fondo la gente no le tiene miedo a la muerte sino al proceso, al que vaya a ser una cosa muy difícil, al dolor, a la angustia. Miles de cosas pasan por la mente.

La medicina ha avanzado mucho en cuidados paliativos, es el modo de asegurarle a la gente, que está en esa transición, que sea lo más amable posible. Durante muchos años la medicina ignoró la muerte porque nos educaron a luchar contra ella por lo que siempre salimos derrotados. Hoy el médico se entrena para dar bienestar y para ayudarle a la gente al bien morir.

El moribundo es el que más tiempo necesita que se le dedique. Tengo vínculos con la Fundación Pro Derecho a Morir Dignamente y creo que cuando uno ha visto sufrir a tanta gente de manera tremenda, en casos realmente desesperados, la eutanasia es definitiva. Pero en la medida en que la medicina tiene más armas para atender a los pacientes, cada vez se va a necesitar menos. La medicina tiene recursos para tratar situaciones que son angustiosas para la familia y para el mismo enfermo.

Así como pienso que la eutanasia está reservada para casos extremos sin solución, no creo que una solución para la sociedad sea la manipulación genética. Pero ese es otro tema del que podríamos quedarnos hablando muy largamente.

SU CERCANÍA AL PODER POLÍTICO

Creo que yo no me fui haciendo sino que nací hecho y fui madurando como médico. Pero la vida política siempre me pareció interesante y las circunstancias me llevaron a conocer a muchos políticos de manera muy cercana, a todos los ex presidentes, a los vivos y a muchos de los muertos. Tal vez parodiando algo que decía mi tío Domingo Esguerra: “A mí nunca un Presidente me ha negado una cita”.

Fui cercano en los últimos años del doctor Carlos Lleras Restrepo a razón de que él fue presidente de la Junta de la Fundación Santa Fe y yo su director. Recuerdo que todos los martes iba a recogerlo a su casa, nos veníamos conversando en mi carro y en ocasiones, cuando llegábamos, él no se quería bajar para seguir hablando. Esa fue una experiencia muy interesante aunque mi pecado fue nunca haber tomado notas. Con Carlos Lleras (junior) a veces nos acordamos de cosas pero el detalle pudo haberse perdido y saber que hacen parte de la historia de Colombia, son hechos que en su mayoría la gente no los conoce (aunque Carlos publicó algunos en sus libros).

El Presidente Turbay recién elegido tuvo un desmayo en La Mesa – Cundinamarca cuando yo trabajaba en el Hospital Militar. Se asustaron tanto que la orden de la Casa Militar fue que el Presidente no volvía a salir de Bogotá sin un médico que lo acompañara. Le pidieron al hospital que le asignara uno y fuimos dos o tres los que nos turnábamos en esa tarea.

Lo acompañé durante su presidencia, tal vez hasta el momento en que ocurrieron los hechos de la Embajada de la República Dominicana cuando dejó de viajar (ya muy al final de su gobierno), pero fui con él a muchos sitios del país dentro de la comitiva presidencial. Y por supuesto hubo momentos de intimidad, por ejemplo, cuando iba a la casa de los presidentes en Islas del Rosario con tan solo dos o tres personas más. Él siempre fue muy querido conmigo y me involucró en conversaciones de temas complicados de política nacional. Fue una experiencia muy interesante que me permitió una visión muy distinta del Estado.

A ambos los acompañé después, tanto en su enfermedad terminal como en su muerte.

Sin excepción conocí de cerca a los Presidentes de los últimos cuarenta años y he tenido la posibilidad de experimentar el poder sin haberme dejado tentar y habiendo dicho varias veces: “No gracias, yo ayudo desde afuera porque lo mío está en el sector privado”.

Por eso nunca ocupé un cargo público, aunque tuve ofrecimientos generosos, interesantes, pero siempre me negué. Si bien esta es una forma atractiva de servir en la que uno puede impactar a mucha más gente, básicamente los ofrecimientos llegaron en momentos en que yo estaba muy involucrado en algún proceso que quería terminar y que no quería abandonar.

Sinceramente pensaba que podía servirle más al país desde donde me encontraba, solamente acepté estar como representante de los hospitales en el Consejo Nacional de Seguridad Social en Salud (CNSS) la primera Junta Directiva del Sistema de Salud que nombró el Presidente Gaviria siendo ministro Juan Luis Londoño, hasta que llegó el gobierno de Samper. Cuando empecé a ver lo que estaba pasando, hablé con María Teresa Forero, ministra de Salud de ese momento, para decirle: “Yo no puedo ayudar a un gobierno que moralmente no comparto. Por favor nombre a otro representante”. Más tarde estuve en esa misma junta pero en el Distrito de Bogotá.

No creo que el retirarme del gobierno de Samper me trajera problemas con su hermano. Usted conoce la historia de Guillermo Perry y por lo mismo sabe quién le dijo a él que tenía que retirarse de ese gobierno, también lo hice con tres ministros distintos y todos renunciaron. Pero con Daniel nunca hablamos en ese momento, ni tampoco después y yo no quiero que lo hagamos pues es un tema completamente ajeno a nuestra amistad. Públicamente nunca tuve posición sobre el Gobierno Samper pero sí serias reservas que me distanciaron muy pronto.

Puedo decir que en todos los gobernantes vi el claro deseo de servir, con visiones distintas del Estado y manejo diverso a los problemas, pero sin excepción todos quisieron hacer patria y tuvieron el propósito de acertar, y nunca percibí una mente maquiavélica que estuviera haciendo cálculos distintos a procurar el bien.

Puede uno tener dudas sobre algunos, sobre la inconveniencia de determinadas decisiones, como es el caso de la entrada de dineros del narcotráfico a la campaña de Ernesto o como puede ser el tema de Juan Manuel Santos y los acuerdos de paz frente a la opinión mayoritaria de la gente, que no se respetó. Estos son casos puntuales, pero creo que aún en ellos hubo el deseo de acierto.

Invariablemente todos los que han pasado por la presidencia han buscado hacer lo mejor en su trabajo, porque gobernar este país es muy difícil. Cuando uno logra estar cerca y ver las tremendas dificultades que tiene un gobernante, comprende la verdadera dimensión de la que estamos hablando.

Estar cerca del poder hizo que me interesara por muchos temas de salud pública, que han sido muy importantes para todos los gobiernos porque tocan a la gente en el día a día. Pero también intervine, ayudé y me atreví a opinar sobre temas políticos, en lo que tuve aciertos y equivocaciones.

Hice parte de muchas campañas políticas desde lo técnico (no haciendo proselitismo), produciendo documentos que les sirvieran al gobierno de turno en las áreas sociales y participé en comisiones de empalme entre gobiernos (en la que estuve más activo fue en la del Presidente Duque, pero también en la de Barco y en varias otras).

El Presidente Álvaro Uribe me honró con la Cruz de Boyacá en 2007 y en el 2005, también en su gobierno, el Ministerio de Salud y Protección Social me había concedido la “Condecoración de Salud y Mérito Asistencial” Jorge Bejarano. Distinciones que aprecio como el reconocimiento de mi país a lo que le he servido.

PROYECTOS

Este año en que cumplo mis bodas de oro profesionales, ha sido especialmente emocionante, recibí del American College of Physicians el honroso reconocimiento como Mestro de Medicina (“Master”), culminamos la obra del “Hospital Universitario Carlos Haime” del Centro Hospitalario Serena del Mar y el XVII Congreso Colombiano de Medicina Nuclear, que se realizará en los próximos días en Bucaramanga lleva mi nombre como reconocimiento a mi aporte a esta rama de la medicina. Culmino de esta manera mi vida profesional médica.

Ahora voy a dedicarle más tiempo a la educación en la formación en ética desde la academia y le seguiré ayudando a Daniel con el hospital de Cartagena.

Tengo muchos libros pendientes de leer, que necesito terminar. Pienso que el final de la vida lo debe encontrar a uno con libros sin leer, este es un tema en el que uno nunca alcanza a estar al día. Procuro que los libros que tenga en la biblioteca de mi casa todos estén leídos pero hay otros que están esperando a que yo libere tiempo para dedicárselos.

También me dedicaré mucho más a mi familia porque tengo una deuda con ella en términos de tiempo que debo empezar a saldar. Mi rigor ha sido una constante en mi vida pero no tan exigente en los últimos años, porque si bien trabajo con un horario extenuante, he aprendido a respetar algunos espacios. Por ejemplo, desde hace años no volví a llevar trabajo a mi casa, solo eventualmente contesto algún correo urgente y destino los sábados, domingos y las noches a mi familia. Así cada día procuro ganar más espacio para otro tipo de actividades.

FAMILIA

Mi familia está compuesta por mi señora Catalina que llegó a mi vida hace más de treinta años y ha sido el premio estaba destinado para mí en esta tierra. Tenemos un matrimonio muy bonito, es el segundo de ambos, pero en realidad, es el matrimonio de ambos. Catalina ha sido mi compañera, como dice mi hija, en las buenas y en las malas, porque ha estado siempre a mi lado. Es el sol que ilumina mi camino.

Hemos formado una familia con los hijos de Catalina y con mi hija. María Isabel, mi hija, es el regalo mayor que me dio la vida, es ingeniera industrial, una mujer extraordinaria, de mucho valor, una madre excepcional y una gran profesional. ¡Vivo orgulloso de ser su padre!

Juan Esteban, es ahora la atracción de todos porque es el único nieto que tenemos, por ahora. Acaba de graduarse de bachiller y es mi compañero de cosas que no volví a hacer sino cuando él tuvo edad, como ir a ver perder a Santa Fe en el estadio. Esto era algo que hacía cuando joven con Daniel Samper y Tomás Rueda y lo dejé por mucho tiempo, porque es un plan que exige amigos y ese amigo hoy en día es mi nieto. Hago parte de su combo de amigos y es un encuentro con la juventud maravilloso para este momento de mi vida.

Los dos hijos de Cata, son mis hijos desde muy chiquitos, Federico y Juan Camilo. Ambos se casaron ya y completan nuestra familia íntima. Juan Camilo vive en Estados Unidos y siguió la medicina, trabaja en Nueva York. Federico es Economista y trabaja aquí en Bogotá.

Puedo decir que vivimos felices. Es una familia completamente normal, muy unida y que se complementa con los dos hermanos de Cata y con los dos míos.

REFLEXIONES
  • ¿Cómo define la felicidad?

Es un estado de completa paz y armonía con la vida. Aristóteles decía en su “Ética a Nicómaco” que la felicidad es lo mismo que vivir bien y obrar bien. Se logra con un entorno de afecto que lo brinda la familia y los amigos, aunque estos son pocos.

Cuando no se debe nada en la vida, la felicidad es acostarse y poder dormir como un niño.

  • ¿Y qué decirle a quienes conciben la felicidad como instantes?

Eso no es la felicidad, esos son momentos de alegría, de optimismo o agradables, porque la felicidad es un estado continuo que propicia una sensación de plenitud, de estar completo.

  • ¿Propicia la soledad, le abre espacios?

Yo le temo a la soledad. No quisiera pensar qué sería de mí si no tuviera a Catalina, es algo que me aterra y definitivamente yo quiero irme primero.

Estoy muy rodeado, de poquita gente, pero con un anillo de afecto grande y fuerte. Pienso que es vital sentir un vínculo con otras personas, porque la humanidad está hecha para compartir lo cotidiano y lo sencillo. Ahí esta es su esencia.

  • ¿Cuál es uno de esos imprescindibles para el equilibrio existencial?

Una de las cosas que obligan en la vida es ser coherente. Si bien uno a veces tiene que rectificar cosas porque se hace evidente una equivocación, en el fondo de todo, la coherencia siempre debe estar presente.

Debe haber coherencia en el modo de pensar, en las actitudes, entre lo que se dice y lo que se hace, y en lo que reflejan las acciones.

La autenticidad de una persona en la vida es ser coherente, transparente, auténtico, genuino, de convicciones. Podría decir, sin asomo de duda, que yo lo he sido.

  • ¿Es un enamorado de la vida?

Yo no me quiero morir Isa. Pero el día que no tenga un libro en la mano es porque no quiero seguir viviendo.

Hoy quiero seguir aprendiendo cosas, quiero seguir leyendo y quiero seguir ayudando.

  • ¿Cómo transmite el afecto y cómo lo recibe?

Lo más importante es que el afecto sea espontáneo, que no sea adornado, ni excesivo, ni escandaloso.

Se transmite con sencillez y en todos los momentos, y de muchas formas distintas: con una mirada, con una frase, con un silencio.

El verdadero afecto es discreto.

  • ¿Qué hay en sus silencios?

Reflexión. En la medida en que uno va acercándose al momento en que la vida tiene que terminarse, se piensa en el sentido de la vida, en temas de trascendencia.

  • ¿Cuál es su sentido de la existencia?

Uno no está en la vida por casualidad ni por accidente, hay algo mucho más allá de lo que percibimos.

Preguntarse por la razón de ser, por el sentido, por la misión en la vida, es inherente al ser humano, aunque probablemente uno se muere sin saber la respuesta, pero entre más se piensa, más se siente la tranquilidad de haberlo buscado y ojalá encontrado.

El mío, además del servicio, es el afecto que pueda tener con un grupo de gente, que no es muy grande, y el dejar algo que le sirva a los demás.

  • ¿Cómo reacciona ante la frustración?

Es una insatisfacción que me genera reto. Si no obtengo mi logro, debo aceptarlo. Pero cada cosa que genere frustración es un aliciente para seguir buscando, para seguir trabajando en el propósito, siempre que este tenga sentido.

El no alcanzar ese objetivo, no debe producir tristeza ni desánimo, sino persistencia.

  • Es una persona feliz, pero ¿qué le arranca lágrimas?

Yo soy de lágrima fácil, de alegría o de tristeza.

  • ¿Qué es lo que más lo conmueve?

Las cosas buenas, todo lo afectuoso, lo que tiene que ver con mi gente. Pero también las cosas tristes, ver el sufrimiento de otros y no poder hacer nada por ayudar.

No estudié pediatría porque para mí fue muy duro en la medicina ver el sufrimiento de los niños. Siempre he pensado que los niños no se deben enfermar ni morir nunca.

Si D´s es perfecto, le pido corregir la enfermedad en los niños, en los adultos que haga lo que quiera, pero en los niños resulta muy traumático y genera un dolor infinito.

  • ¿El médico aprende a no involucrarse emocionalmente con su paciente?

No. Es imposible no sufrir con el dolor del otro, se siente igual que el primer día. Si se acostumbra, es porque perdió la sensibilidad cuando lo que debe sentir es empatía, debe sentir y vivir lo que el otro está padeciendo. La indiferencia o la retirada no están dadas a un médico.

  • ¿En qué situaciones decide que debe retirarse?

Yo no me retiro Isa. No es lugar para mí donde no me quieran o donde crean que no puedo servir, pero nunca he pensado irme de un lugar o de una situación.

Se va uno retirando de la vida porque la vida lo va exigiendo. Yo lo hice del deporte, ahora solo camino con mi esposa Catalina a las cinco de la mañana a diario, excepto si está lloviendo.

  • Usted es de muy altos estándares, pero ¿se considera una persona tolerante?

Sí. Soy intolerante con la mentira, porque quien miente no merece respeto como persona. Un mentiroso es un tramposo, un corrupto, es alguien que es capaz de hacer cualquier cosa y he tenido mis decepciones grandes con gente que he podido admirar.

No tolero la mentira y no voy a corregirme. Reacciono de manera directa o me retiro si quiero evitar un mal momento, pero generalmente dejo ver a propósito y con mi actitud, a quien trata de parecer exactamente lo contrario de lo que realmente es.

Me molesta la falta de responsabilidad y la mediocridad. Estas son cosas que me cuesta trabajo tolerar aunque en este país son aceptadas, celebradas y justificadas como actitudes normales. Parte del subdesarrollo está ahí.

  • ¿Enseñar ética le genera aún más exigencia sobre una filosofía de vida que ya está bien y que aplica con lujo de detalle?

Me pudo haber pasado en alguna época de la vida en la que fui muy auto castigador, pero con la edad cada vez menos pues ya no se necesita. Pero la ética siempre se podrá enseñar mientras uno sea un ejemplo de ella.

Tengo la tranquilidad de una actuación ética como estilo de vida.

  • ¿Siempre se está revisando y evaluando, hasta en las pequeñas acciones?

Sí y procuro seguir aprendiendo, corrigiendo y mejorando.

El himno del Gimnasio Moderno tiene una frase que nunca he olvidado y que busco aplicar: “Queremos ser mejores cada día”.

Ese es el verdadero compromiso con la calidad y con la perfección, y si uno se hace ese propósito, llega a la felicidad y a la tranquilidad. Es la manera de romper con la mediocridad y de acercarse a la perfección.

  • ¿Con qué es flexible?

Con lo que lo requiere. Tampoco creo que tenga normas de una rigidez extraordinaria pero sí unos inamovibles e innegociables referidos a la ética, a los principios y a los valores.

  • ¿Cómo podemos mejorar como sociedad?

Con modelos como el de Egan Bernal, esos sí son referentes para la juventud. Su éxito implica trabajo y disciplina, esfuerzo y entrega, mucho sacrificio y dedicación. Prepararse y trabajar por los objetivos es el camino que todos deberíamos recorrer.

Ojalá eso le sirva al país como ejemplo de la no mediocridad. Él es un ejemplo de sencillez, es un joven amoroso, con un círculo familiar potente por lo mismo no se puede tomar con simpleza, ahí hay un hombre muy valioso, honesto, trabajador, con un futuro grande porque su camino apenas comienza.

La educación es clave para rescatarnos como sociedad, recuperando valores, cumpliendo las mínimas reglas, con una autoridad que las hagan cumplir y con una justicia que imponga la ley. Porque pareciera que viviéramos en una sociedad primitiva colmada de carencias.

  • ¿Relaciona el orgullo con arrogancia?

Sí. Pero uno debe tener orgullo de sus verdaderos valores y debe defenderlos. Ese orgullo es sano porque está relacionado con satisfacción.

Hay otro que es vanidoso y arrogante, el que crea mundos artificiales, el que cocina sentimientos tan oscuros como la envidia, el que descalifica.

Ojalá todos nos pusiéramos la camiseta de la nacionalidad más allá de los triunfos deportivos, ojalá lo hiciéramos en función del amor patrio, ese producto de sentirlo realmente, consecuencia del conflicto que da arraigo y sentido de pertenencia.

  • ¿A qué lugar pertenece?

La sociedad colombiana está pasando por una crisis tan grande que es triste ver cómo tantos buscan tener otra nacionalidad. La gente quiere otros horizontes, por fortuna el mundo hoy está globalizado, pero nos tenemos que rescatar.

Yo pertenezco al país donde nací y en el que voy a morir. Mi rincón es mi casa, mi biblioteca, pero por sobre todo, me siento un colombiano de una generación que tienen una deuda enorme con las actuales generaciones.

Sin duda antes éramos mejores, hoy son muchos los motivos que deberían avergonzarnos, fuimos incapaces de entregar un mejor país a nuestros hijos. Por eso veo con optimismo que lleguen jóvenes al poder, desprovistos de vicios.

  • Si el legado está contaminado, si no está cimentado en valores, si todo lo que debe ser fortaleza para una sociedad no existe, ¿cómo esperar tanto de los jóvenes?

Hay que reconstruirlo rápidamente sobre bases sólidas, hay que rescatarse y tomar buenos ejemplos.

  • ¿Qué opinión le merece el que no vive con mérito propio sino de herencias y legados?

Está bien si demuestra que hace honor al nombre que lleva. En política hay una industria perversa y corrupta, por eso el reto ahí es mayor.

Hay muchos jóvenes, de la edad de mi nieto, que se están preparando para formar una clase política realmente nueva. Es una generación que está dispuesta a dar la pelea y que está hastiada de lo que ven.

  • ¿Cuál es el mejor castigo social?

El mejor castigo social es que haya castigo social. Aquí no lo hay, aquí hay doble moral.

  • ¿Qué le genera optimismo?

Ver que hay jóvenes pensando en que esto se puede cambiar. Ver algunos intentos por hacerlo aunque surjan de inmediato los enemigos. Hay que buscar una renovación, un cambio generacional que nos ayude a mirar todo distinto.

Soy optimista por eso y porque creo que la mayoría de los colombianos es gente buena y trabajadora, que hace bien lo que se propone. Pero para eso tenemos que ser exigentes reaccionando como sociedad, y hay con qué.

La pregunta es: ¿Qué valor nacional nos une? La respuesta es: ni uno solo. Además somos regionalistas, nada nos aglutina, nada nos une. Este país hay que refundarlo.

  • ¿Cómo conciliar lo irreconciliable?

Con madurez, con inteligencia emocional, sin descalificar los distintos puntos de vista, con el respeto a la diferencia sin estar por encima de los valores.

  • ¿Qué color es usted?

Si pienso en deportes, soy rojo por el Santa Fe. Si se trata de optimismo, pienso en el verde o en el azul del cielo.

Y si tengo que elegir me quedo con el rojo, por la alegría de vivir, porque a las cosas hay que ponerles corazón y todo lo que se haga hay que hacerlo con pasión, de manera comprometida y con todas las fuerzas.

  • ¿Dónde debería estar en este momento?

Donde estoy. No tengo arrepentimientos en la vida, estoy tranquilo con lo que he hecho y con lo que no he hecho.

  • ¿Y si se pudiera llevar algo al otro mundo?

Me llevaría los libros que no me he leído para no quedar con esa deuda.

  • ¿Cómo optimiza su tiempo?

Me faltan tantas cosas para hacer pero lo que he logrado es porque he organizado bien mi tiempo.

Exceptuando muy pocas cosas, mi vida se proyecta al corto plazo. Pero en mi agenda de trabajo todo está programado y tengo rutinas definidas. Dedico tiempo a todo, conservo el equilibrio porque no todo es trabajo.

  • ¿Qué es el tiempo en su vida?

El tiempo es nuestra permanencia limitada en este mundo, es el espacio en que podemos crear los afectos que perduren cuando partamos, el tiempo es la oportunidad en que podemos lograr la felicidad o simplemente pasar si haberlo intentado.

  • ¿Cuál es el sentido real de su existencia?

Parte del encontrarle sentido a la vida es que uno va entendiendo que, el verdadero, es estar en el corazón de las personas que hacen parte de los afectos.

Cuando uno se va, lo único que queda es el recuerdo, lo que uno deja sembrado en el corazón de otros.