Mauricio García

MAURICIO GARCÍA

Las memorias conversadas son historias de vida escritas en primera persona por Isa López Giraldo.

Soy lector y escritor. Me gusta pasar muchas horas en medio de los libros, en una buena biblioteca, leyendo, pensando y tomando apuntes. Siempre llevo una pequeña libreta en el bolsillo para anotar las ideas que se me ocurren. Tengo gustos algo monacales que se sintonizan con mi carácter reflexivo y soy poco dado a las emociones explosivas. Además de los libros, me gustan el arte, la pintura, el campo, las montañas, tallar en madera, subirme a los árboles, verlos crecer, y caminar. Pero, sobre todo, me gusta disfrutar del afecto de mi familia y el de mis amigos.

ORÍGENES

Tuve cuatro abuelos maravillosos.

RAMA PATERNA

De mis ancestros paternos se sabe relativamente poco. Jesús María García Ospina, mi abuelo, fue hijo de un carpintero. Nació en Neira, un pueblo del norte de Caldas. Tuvo una educación muy básica, pero le gustaban los números y era muy juicioso y ordenado. Alguien le enseñó contabilidad y eso le permitió hacerse a una profesión que lo llevó a trabajar como contador de Bavaria, en Manizales. Era una persona bondadosa, muy pacífica, nunca se exaltaba o por lo menos ni yo ni mis primos ni mis tíos fuimos testigos de eso.

Pasé todas mis vacaciones en La Matilde, su finca, cerca de Manizales, hasta que cumplí veintitrés años y me fui del país. En esa finca nos reuníamos tres meses al año, en vacaciones de julio y de diciembre, más de treinta personas, entre abuelos, tíos y primos. Mis tíos, los hermanos de mi padre, eran once, pero solo cuatro, cinco con mi padre, tuvieron hijos. Los demás, es decir, siete, tomaron el camino de la Iglesia. La casa era grande, pero se quedaba pequeña para acomodar a tanta gente. Tengo un recuerdo maravilloso de esa época y el mismo recuerdo lo tienen mis primos y mis tíos.

Inés Isaza, mi abuela, la esposa de Jesús María, era una mujer inteligente y severa. Ella comandaba, con talento y eficacia, esa tribu familiar. A pesar de su férrea autoridad y de lo estricta que era, nunca fue injusta ni arbitraria. Mis tíos cuentan que, cuando eran niños, ella los castigaba, a veces por cosas menores, sin mayor importancia. En ocasiones, dicen ellos con algo de burla afectuosa, ella castigaba a alguno sin reparar que había sido otro el que había cometido la falta. “Pero yo no fui”, decía el castigado. Y ella respondía que bueno, y agregaba esto: “esa le vale por otras pelas que no le he dado”. De todos modos, agregan mis tíos, eso no pasó muchas veces.

En hipotético el escudo de esa familia grande las palabras que regían eran orden y afecto. Para esos dos ideales había una clara división del trabajo: a mi abuelo le correspondía el afecto y a mi abuela el orden.

Mi abuela era buena panadera. Hacía mojicones y rosquillas, con abundante azúcar y mantequilla. Por muchos que hiciera nunca daban abasto entre tanto niño. Teníamos pocas golosinas a la mano y por eso esos panecillos nos encantaban. Mi abuela escondía los tarros de mojicones y de rosquillas, pero esa precaución no era suficiente porque siempre alguno de los nietos encontraba el escondite. Mi abuela regañaba al ladrón, sin demasiada dureza y después, sin que la vieran, se reía.

Con el paso de los años mi abuela se fue liberando de su severidad y terminó siendo una vieja tierna y dulce, con sus nietos y sobre todo con los biznietos.

Mis abuelos fueron católicos fervientes, a tal punto que la religión era lo más importante de su matrimonio. Como ya lo dije, siete de sus doce hijos siguieron el camino de las órdenes religiosas, con cinco curas y dos monjas. Otros dos de sus hijos alcanzaron a ir al seminario, pero se arrepintieron a último momento. La mayor de todos es Lilia, una monja amable e inteligente que trabajó en París como visitadora general de su comunidad, la de San Vicente de Paul. Hoy tiene noventa y ocho años. Jesús María e Inés murieron de avanzada edad: él a los ciento cuatro y ella a los ciento tres años.

JAIME GARCÍA

Jaime, mi padre, el tercero de los hijos, fue el único de su familia que no asistió al seminario. De niño era creyente y piadoso, como sus hermanos y como lo exigía el ambiente familiar, pero nunca mostró algo cercano a una vocación sacerdotal. En cambio, le encantaban los animales: coleccionar insectos, criar palomas, observar pájaros y cosas de esas. Esas aficiones lo mantenían un poco distraído de la fe católica.

En una familia tan religiosa el amor por la naturaleza era inevitablemente menos apreciado que el amor por Dios. Por eso mi padre sintió siempre que mis abuelos lo querían y lo apreciaban, pero nunca tanto como a sus hermanos sacerdotes.

Cuando se fue para Bogotá a estudiar veterinaria en la Universidad Nacional descubrió un mundo totalmente desconocido para él: una libertad y un desenfreno pasional que nunca antes había imaginado.

Por esa época empezó a interesarse por la lectura, sobre todo por la historia. De ellas extrajo una identidad de hombre liberal, amante de la ciencia, de la tolerancia y gran admirador de Darwin. Se volvió escéptico en asuntos religiosos, receloso de la Iglesia, sobre todo de sus intervenciones en la política y tal vez por eso se alejó afectivamente de Manizales, de sus corridas de toros, de su españolidad franquista y de su ambiente católico y conservador.

Pero al regresar a su ciudad natal, al inicio de la década del cincuenta, conoció a mi madre. Ella venía de una familia burguesa, con una lejana tradición intelectual, y en la que lo español y lo católico eran valores centrales. El amor por mi madre no le hizo perder su recelo por lo español, mucho menos por la Contrarreforma española, pero le hizo descubrir el encanto por la zarzuela y por la música popular española. Por ese camino terminó siento un agnóstico manso, que no hablaba mal de la religión ni de la Iglesia.

Era una persona austera. Solo compraba lo que necesitaba y nunca se interesó por aparentar lujos ni por acumular objetos. A decir verdad, así eran los viejos de antes: había algo de veneración en ellos por el recato y la moderación, como si hubiesen sido educados en familias protestantes.

RAMA MATERNA

La familia de mi madre se preciaba de ser culta, no solo en los asuntos de las buenas maneras y del seguimiento de las reglas sociales, sino en el hecho de haber tenido en sus ancestros a algunos intelectuales que eran buenos lectores e incluso alguno buenos escritores.

El abuelo de mi madre se llamaba Alfonso Villegas. Llegó a ser doctor honoris causa de la Universidad Nacional. Sylvio Villegas, uno de sus hijos y hermano de mi abuelo, se desempeñó como embajador en Paris. Escribió varios libros y fue uno de esos conservadores caldenses que pensaban que todo se había venido a menos con la Revolución francesa. Por eso simpatizaba con el franquismo y no tenía ninguna duda en que la Iglesia debería indicar el camino por el cual transita la sociedad.     

Efraín Villegas, mi abuelo, era una persona gentil y amorosa. Nunca se exaltaba, siempre pensaba lo mejor de todos y cuando había desavenencias familiares, muy escasas por cierto, sufría más que con las enfermedades. Le gustaba la música y traducía óperas del italiano al español. Fue ingeniero de la Escuela de Minas, universidad muy prestigiosa, sobre todo en aquellos años. Durante su ejercicio profesional ayudó a la construcción de la vía Manizales Mariquita.

Efraín, como Jesús María, mi otro abuelo, tenía un temperamento bondadoso. Ambos eran conservadores y votaban por ese partido en todas las elecciones, pero no les gustaba hablar de política. Efraín murió de cáncer de páncreas cuando yo era muy niño. Recuerdo el dolor inconmensurable de mi madre al recibir la noticia.

De mi abuela materna no tengo mucho que decir, salvo que era una señora típica de la burguesía manizaleña, muy apegada a las formas sociales, a la buena mesa y al status social. Gobernaba sobre mi abuelo y sus hijas con la certeza de no recibir el menor reproche por eso. Pero también podía ser dulce y afectuosa, sobre todo con sus hijas, que eran cuatro, y con sus nietos.

SILVIA VILLEGAS

Silvia Villegas, mi madre, tuvo el temperamento de mi abuelo, su padre. Veía el bien en todas las personas. Se empeñaba por expresar amor incondicional a todos los miembros de su familia. Pensaba que las personas malas lo eran porque las circunstancias los habían conducido a eso y por esa razón no cría en los castigos, el del mismo infierno entre ellos. Era la hija mayor, la más juiciosa, la más disciplinada y la preferida de su padre. Quiso estudiar arquitectura en la universidad, pero se casó demasiado joven y la sociedad en la que nació no la animó para que lo hiciera.

SUS PADRES

Cuando yo tenía seis años vivíamos en Manizales y mi padre recibió una oferta de trabajo de Jorge Rodríguez Arbeláez. Jorge era el dueño de una hacienda en el oriente antioqueño, muy conocida, que se llama Quirama, en la que hoy se hacen eventos sociales y académicos. Mi padre era experto en conejos y la idea era hacer un proyecto de cunicultura, pero al cabo de seis meses hubo un desacuerdo entre ellos y desistieron del asunto. Con esto mi padre se quedó sin trabajo, en Rionegro, lejos de su familia y con cinco niños pequeños.

Mi papá quiso regresar a Manizales, pero mi mamá le dijo que no, que por ningún motivo iban a regresar fracasados. Que lo mejor era seguir en Rionegro y buscar un nuevo trabajo. En las situaciones difíciles mi mamá era de una gran fortaleza. Fue así como mi papá decidió montar una conejera para vender carne de conejo y curtir las pieles.

HERMANOS

Soy el mayor de mis hermanos. Me sigue Lina María, quien estudió educación preescolar, es mamá de Manuel, un ingeniero ambiental que vive en Alemania. Mi hermano Eduardo, abogado ambientalista,  tan austero o más que mi padre, vive en el campo. Su compañera se llama Viviana. Martha Cecilia, también abogada, y amante de los animales y del campo, está casada con Miguel Ángel, un consultor internacional en asuntos de  medio ambiente. Tienen un hijo que se llama Mateo. Clara Inés, la chiquita de la casa, tiene un negocio de repostería, está casada con Santiago Isaza, un ingeniero, y son padres de Carolina y de Alejandro.

PILARES DE FAMILIA

En mi casa el ambiente familiar estaba comandado por mi madre. Las peleas familiares eran escasas y mal vistas. Mis padres se querían mucho y cuando discutían nunca lo hacían de mala manera. En esa casa nunca se gritó ni se insultó. Alzar la voz era incluso desaconsejado por mi madre. 

Yo mismo soy una persona que le huye a los enfrentamientos airados. Soy incapaz de gritar en situaciones de rabia o incluso de susto, como lo hace tanta gente. Vivo el enojo internamente y no se me pasa fácilmente. Siento repulsión por las situaciones en que las personas se exaltan y se gritan o se insultan. Mis hermanos tampoco saben gritar. Tal vez tenemos los genes de nuestros abuelos, nada podemos hacer. Heredamos ese carácter pacífico y sereno. No es un mérito, es una condición natural que determina nuestra existencia.

Mis dos últimos libros, sobre las pasiones tristes (el odio, la venganza, la envidia, el resentimiento…) están inspirados en esos genes mansos de mi familia y en particular de mi madre. Ella siempre decía, como Espinoza, el filósofo del siglo XVII, que quien odia sale perdiendo, sobre todo cuando deja que esa emoción se desborde. Mi padre, que era una persona muy razonable, seguía a mi madre en todo eso de los afectos, sin ser él mismo una persona muy dada a los cariños, al menos cuando éramos niños, sobre todo conmigo y mi hermano.

A pesar de haber sido educado en una familia muy católica, según las creencias de mi madre, la idea de pecado y de castigo no estaba presente. Enjuiciar a alguien con severidad y tratar de imponerle una pena por eso, era algo que se veía con recelo y tal vez por eso en mi familia era mal visto hablar excesivamente mal de alguien.

PRIMEROS AÑOS

Nací en una finca. Mi padre siempre estuvo vinculado con el campo. Desde muy niño aprendí los oficios de las granjas, como enlazar ganado, vacunar novillos, usar el machete, el azadón, tumbar un árbol, cosechar café y cosas de esas. 

Celebrábamos las navidades con un pesebre al que le poníamos musgo para imitar el pasto y con un árbol recién cortado y roseado con espuma blanca que imitaba la nieve. Mi abuelo y mis tíos hacían coplas en las que relataban los eventos familiares, hablaban de los ancestros y tenían un gran talento en ese oficio. También se disfrazaban. Hacían dulce de cáscara de naranja agria, natilla, buñuelos, rosquillas. Los niños armábamos partidos de fútbol con los jóvenes de la finca vecina. Hacíamos excursiones por los bosques. No teníamos bicicletas, pero caminábamos, hacíamos fogatas, jugábamos con lazos, nos subíamos a los árboles y cantábamos.

En La Matilde crecimos en un ambiente en el que la pereza era mal vista. Cuando alguno de los nietos estaba distraído o sin hacer nada, mi abuela o mis tíos le decían: “ Coja oficio mijo. Haga algo”.

Siempre sentí la presión, que yo mismo redoblaba, no solo para hacer las cosas bien sino para lograr buenos resultados. Me preocupaba mucho fallar, no estar a la altura. Recuerdo un comentario de mi abuela Cecilia en el que me decía que Germán, un primo segundo de mi edad y de la familia Gonzales ya sabía leer La Patria, el periódico de Manizales, y yo no. Tuvieron que pasar muchos años, décadas, para que yo me diera cuenta de que no hay que comparar tanto, sobre todo con los niños. Cada uno es distinto y, hasta cierto punto, hay que aceptarlo como es.

Me gusta hacer cosas con las manos. En el colegio les hacía las tareas de pintura a los compañeros. Pintaba en colores y en lápiz, algo en acuarela. Después empecé a tallar, en madera (todavía  conservo algunas piezas), y a los trece años soñaba con ir a Florencia para estudiar pintura. Pero un poco más tarde empecé a interesarme por la filosofía y la lectura fue poco a poco desplazando la pintura y la talla. Uno tiene que escoger un par de hobbies, no hay tiempo para más. Ahora, muchos años después estoy tratando de volver a la talla.   

ACADEMIA

Mi afición por la academia…

ESCUELA EN LLANO GRANDE

Empecé la primaria en una escuela rural de Llano Grande, con compañeritos campesinos, muchos de ellos muy pobres. Cuatro años después, ya viviendo en Medellín, mis padres me ingresaron al Gimnasio Los Alcázares, un colegio de clase alta, regentado por el Opus Dei, muy conservador y muy católico. Ese contraste de clases sociales me hizo tomar conciencia de lo determinantes que es el dinero y también el capital social y cultural, en el destino que corremos las personas en la sociedad.

En los países desarrollados la educación pública es la mejor y a ella acuden todas las clases sociales. Nuestra situación, de segregación educativa, es anómala. Una especie de sistema de apartheid en donde los niños estudian por separado, según su condición económica, y reciben una educación diferenciada en términos de calidad. Ese es, a mi juicio, uno de los peores problemas que tiene Colombia.

LOS ALCÁZARES

La educación que recibí en Los Alcázares fue un choque social y moral muy fuerte en mi formación. Soy hijo de un padre escéptico, de una mamá muy religiosa pero alejada de todo dogmatismo. Algunos de mis tíos simpatizaron con la teología de la liberación, otros fueron muy conservadores. En el colegio nos impartían una educación de la España franquista, conservadora, centrada en el pecado, en el castigo de los placeres corporales y en el miedo al infierno.   

Esta diversidad de interpretaciones religiosas me confundió terriblemente. Entonces me interesé por la teología. Mi papá me recomendó leer a Teilhard de Chardin, un jesuita muy importante en esa época, paleontólogo, autor de un libro que se llama El fenómeno humano en el que busca adaptar la teología católica a la teoría de la evolución. Seguí a ese jesuita con pasión y también a un colega suyo que se llamaba Ignace Lepp, escritor francés que había empezado siendo marxista. Creo que leí todos los libros de Leep que se conseguían en Medellín en esa época.

A los trece años mi papá se dio cuenta de que sus hijos estaban siendo educados por franquistas españoles. Puso el grito en el cielo, pero ya era demasiado tarde. Nosotros le dijimos que no queríamos cambiar de colegio porque teníamos muchos amigos. Hizo entonces un gran esfuerzo para que no creyéramos en la doctrina que nos impartían nuestros profesores, especialmente en lo referente al tema sexual.

Fui compañero y amigo de Héctor Abad Faciolince en el colegio y desde entonces somos amigos muy cercanos, como hermanos. Estando en tercero bachillerato, con otro compañero que se llama Esteban, fundamos un periódico al que le pusimos el nombre de Criterio. Héctor lo dirigía, yo era el jefe de redacción y Esteban Echavarría se encargaba de algunas secciones del periódico. Mi primer artículo, que se llamó Contra la parapsicología y lo escribí muy influenciado por mi padre y por la aversión que él le tenía a la charlatanería.

GIMNASIO LOS CERROS

Terminé el bachillerato en el Gimnasio de los Cerros, el colegio bogotano hermanado con Alcázares. Allí, con mi recuerdo de Criterio, creé un periódico estudiantil en el que trataba de ventilar mis ideas y mis dudas intelectuales. Pero soportaba mal las imposiciones del Opus Dei, sus obsesiones moralistas, su lucha contra el cuerpo y sus emociones, su clasismo y su manera de infundir el miedo al infierno. 

En medio de ese ambiente en el que yo me sentía como pez fuera del agua, fue una fortuna conocer a Roberto Zarama Urrutia. En ese momento Roberto se desempeñaba como profesor de teatro y me mostró que se podía ser un católico heterodoxo. Había estudiado en Londres y era una persona culta. Me recomendó lecturas que me sirvieron mucho. Muchos años después Roberto fue el promotor del programa Ser Pilo Paga.

UNIVERSIDAD PONTIFICIA BOLIVARIANA

Mi papá, viendo mi temprana afición por la lectura, pensó me dedicaría al oficio intelectual o a la academia. En su razonamiento, un poco simplista, pensó que la carrera adecuada para mí era el  derecho. Yo no tuve otro consejo y tal vez por eso terminé estudiando Derecho en la Universidad Pontificia Bolivariana de Medellín. Tal vez habría sido mejor para mí haber empezado por otra carrera, como historia o filosofía. Fui un buen alumno de derecho pero nunca saqué notas excelentes. Casi todo el tiempo me dedicaba a leer y estudiar otras cosas que no tenían nada que ver con las leyes.

Al final de los estudios de derecho me gané una beca de la Rotary Foundation para ir a estudiar a Bélgica. Tuve que graduarme de manera apresurada para poder viajar. Presenté los exámenes preparatorios (cinco en total) en un tiempo record. Luego me fui a una finca de un amigo de mi papá, cerca del Nevado del Ruiz, para escribir la tesis. Llegué en mula con un costal de libros y una máquina de escribir. Hice una tesis un poco absurda, sobre todo para mis limitados conocimientos de la época. Se llamaba La justicia en Nietzsche y en Aristóteles. Escribí ciento cincuenta páginas algo delirantes.

Realmente no había profesor en la facultad de derecho que leyera ese texto. Al final se la entregaron a quien había sido mi profesor de filosofía del derecho, ya estaba muy viejo y además era tomista. Claro, no le gustó y ni siquiera se hizo presente en la sesión de defensa de tesis. Yo había sido su alumno favorito y se sentía decepcionado con el rumbo que yo había tomado. Entonces el decano se apiadó de mí y consiguió que el profesor firmara el acta de tesis sin haber estado presente.

LOVAINA LA NUEVA

Mi mayor deseo, cuando estaba en la universidad, era irme del país. No porque yo viviera mal aquí, sino porque quería conocer otros destinos, salir del parroquialismo (sic) de Medellín. Cuando me anunciaron que había obtenido la beca me invadió una gran felicidad. Viajé en abril para estudiar algo de francés, idioma que no conocía. Primero llegué a París donde mi tía Lilia, quien me recibió y me llevó al convento de los vicentinos dónde recibían estudiantes. Era un sitio de gente de paso. Me dieron un pequeño cuarto de seminarista donde permanecí tres meses, alucinado con tantas cosas nuevas que veía a mi alrededor.

En abril de 1982 viajé a Lovaina-la-Neuve, en Bélgica. Lo primero que me sorprendió de ese país fue el conflicto lingüístico, que es también un conflicto nacional, entre los valones, que hablan francés y los  flamencos que hablan neerlandés. Bruselas, que es francófona en su mayoría, está en territorio flamenco, por eso es tan difícil resolver ese conflicto.

A causa de esa pelea la Universidad se dividió en dos, unos diez años antes de mi llegada. Los francófonos se fueron, pasaron la frontera e hicieron una universidad nueva en un potrero. A ese nuevo campus llegué yo, no muy acogedor, por decir lo menos, por haber sido construido un poco a la carrera. La universidad estaba llena de  latinoamericanos, quizás por el bajo costo, comparado con lo que valía la universidad en París.

Desde entonces tengo la convicción de que los latinoamericanos somos un mismo pueblo, dividido y amurallado por fronteras ficticias de estados y soberanías. De eso hablo en mi más reciente libro, El viejo malestar del Nuevo mundo. Allí digo que me siento más paisa que colombiano, pero más latinoamericano que paisa y que sobre todo me siento un miembro más de la especie homo sapiens. Desconfío de las patrias, de las fronteras, de los nacionalismos y de las religiones, que son como otras patrias. Me parece que el sentimiento patriótico es malsano y perjudicial, sobre todo en los momentos actuales.

PARIS II – LA SORBONA

Cuando terminé mis estudios en Bélgica me fui a estudiar Filosofía del Derecho en Paris, que era lo que yo quería, pero me encontré con una programa muy deficiente. Yo no sabía, lo supe después, que la filosofía del derecho en Francia estaba en una crisis tremenda, y que en realidad era una disciplina que nunca había sido muy apreciada en las facultades de derecho.

Hoy soy profesor visitante en esa misma universidad, a la que voy cada año para dictar un seminario de un mes sobre sociología jurídica comparada. A veces dicto clase en los  mismos salones en los que hace casi cuarenta años me aburría oyendo a mis profesores. Quién lo iba a creer. Al final, de lo malo que era el programa y de lo inútil que me sentía, decidí no terminar y me fu a estudiar inglés a la Florida.

TRAYECTORIA PROFESIONAL

MEDELLÍN

Cuando regresé a Medellín fui profesor de Filosofía del Derecho en la Bolivariana durante tres años. Esta fue una época terrible en la que mataron a mucha gente. A Héctor Abad, a Luis Carlos Galán y a otros dos candidatos presidenciales. En Medellín explotaban bombas todos los días y Pablo Escobar impuso el miedo en toda la ciudad. Héctor Abad Gómez, como director del Comité de Derechos Humanos de Antioquia, me había llamado para que hiciera parte de su institución. No alcancé a estar más de dos semanas.

Luego fui asesor de Alvaro Tirado Mejía en la recién creada consejería presidencial para los Derechos Humanos. Me trasladé a Bogotá para cumplir con este trabajo, pero solo duré tres meses. Me sentía mal, perseguido y profundamente decepcionado de mi país. Como había sido buen estudiante en Bélgica, le comenté de mi situación a uno de mis profesores quien me animó a viajar de inmediato y cuando llegué me consiguió una beca de la universidad.

BÉLGICA

En 1998 viajé a Bruselas y me inscribí en un programa de doctorado en Ciencia Política en Lovaina La Nueva. Buena parte de mi investigación la hice en la Biblioteca Real, un sitio maravilloso, junto a la Gran Plaza. La tesis que escribí se convirtió después en un libro titulado La eficacia simbólica del derecho y ese fue el inicio de una larga carrera de sociólogo del derecho.

En ese período de mi vida académica me especialicé en el tema de la cultura del incumplimiento de reglas en América Latina. Escribí varios libros sobre el asunto. Trabajé con Boaventura de Sousa Santos, un intelectual portugués con quien dirigí una investigación muy grande en la Universidad de los Andes, con muchos investigadores, que se publicó con el título de El caleidoscopio de las injusticias en Colombia.

Mi doctorado duró seis años, de los cuales solo estuve tres en Bélgica. Terminé mi tesis desde Medellín, donde fui profesor de la Universidad de Antioquia. En esa época también enseñé ocasionalmente en la Universidad de los Andes. Viajaba cada dos semanas a Bogotá para dictar clases de sociología política en la facultad de derecho.

CORTE CONSTITUCIONAL

En 1992 empezó a funcionar la Corte Constitucional luego de la recién promulgada nueva constitución. Ciro Angarita, uno de los magistrados de esa Corte, me llamó para que fuera su magistrado auxiliar y por eso me fui de nuevo a vivir a Bogotá.  

Este cargo lo ejercí durante tres años y medio. En el primero, con Ciro Angarita y en el resto con Eduardo Cifuentes. Fue una época fascinante en la que aprendí mucho de Derecho Constitucional y de cómo se manejan las cosas en las altas cúpulas del Estado.

UNIVERSIDAD NACIONAL

Me retiré de la Corte cuando me gané un concurso para ser profesor de la Universidad Nacional en 1995. Desde entonces soy profesor e investigador en esa institución.

DEJUSTICIA

Con Rodrigo Uprimny, Juan Jaramillo, Catalina Botero y otros colegas de la Universidad de los Andes y de la Nacional creamos Dejusticia, un centro de investigación destinado a la defensa de los Derechos humanos y los valores consagrados en la constitución de 1991. El alma de este proyecto ha sido Rodrigo Uprimny un académico, activista y jurista brillante, de quien he aprendido mucho y con quién tengo la fortuna de haber construido una hermosa amistad.   

ESCRITOR

Durante mi vida académica he escrito sobre muchos temas: filosofía del derecho, sociología jurídica, ética, constitucionalismo, ciencia política, sicología evolutiva, entre otros. Tal vez si me hubiese concentrado en un solo tema habría profundizado más y habría podido alcanzar el título de especialista. Pero tengo algo de diletante y por eso terminé en el ensayo, que es el estilo de escritura que más se adapta a mis múltiples intereses temáticos y a mi temperamento, 

Hace poco escribí dos  libros El país de las emociones tristes y El viejo malestar del nuevo mundo, en los que defiendo algunas ideas de Espinoza, gran filósofo portugués del siglo XVII. Espinoza decía algo que está en los genes de mi familia : “Hay que evitar ciertas emociones, como el odio y la venganza, porque nos terminan malogrando, disminuyendo”. Esas emociones, justificadas a veces, terminan dañando a los que las sienten más que a aquellos contra los cuales se sienten. Algo así como la metáfora budista de alguien que se  toma el veneno pensando  que el que se va  a envenenar es el  enemigo.

Como digo, las consignas de Espinoza no siempre son fáciles de practicar. Depende de los contextos y de la personalidad de cada cual. Para mí es relativamente fácil porque tengo un temperamento que se adapta a esa filosofía. Eso no es un mérito mío. Soy así, en buena medida por los genes que recibí de mis abuelos y de mi madre. Si tuviera otros genes, menos apaciguados, tal vez no pensaría lo mismo.

Siempre pienso que Amos Oz tenía razón cuando dijo algo como esto: “no puedo dejar de pensar que con una leve modificación de mis genes podría ser un fundamentalista ortodoxo, podría ser alguien completamente distinto, podría ser mi propio enemigo”. Siempre pienso en eso para no caer en la indignación virtuosa o en el moralismo autocomplaciente. 

TALLADOR

Hace unos años decidí volver a comprar gubias, los aparatos que se usan para tallar la madera. Quiero recuperar ese oficio de juventud. En el 2022 hice un Quijote que no quedó mal. Mi propósito es rescatar esa afición y dedicarle buena parte del tiempo libre que me deja la escritura.

FAMILIA

ÁNGELA ARANZAZU

Viviendo en Bogotá conocí a Ángela Aranzazu, mi esposa, una paisa de Medellín muy bogotanizada que pertenece a una familia pequeña de una madre y dos hermanas. Es arquitecta vinculada al Consejo Superior de la Judicatura, encargada del diseño y reforma de los palacios de justicia en el país. Cuenta con un equipo grande de arquitectos, ingenieros y abogados que que ella dirige con talento y eficacia.

De Ángela he aprendido muchas cosas. A disfrutar el ocio, a no darle tanta importancia a los logros de la vida, a dejar pasar los rencores, a cocinar y a disfrutar de los viajes. Angela es mi polo a tierra; la persona que me conecta con la vida cotidiana; que me baja de las nubes y del ensimismamiento.  

HIJOS

Mis hijos son Julia y Emilio, ambos estudiaron en el liceo francés. Julia optó por la historia y Emilio por el periodismo. Julia obtendrá su doctorado el próximo 6 de diciembre en la Escuela de Altos Estudios Sociales de París. Emilio, cuatro años menor, está terminando su carrera en la Universidad Javeriana. Le gusta la bicicleta, la música electrónica y la ciencia. Ambos son personas maravillosas, pero yo soy el padre y no puedo ser objetivo en esta valoración.

En todo caso he sido feliz viéndolos crecer, superar etapas difíciles y madurar. A veces me invade la preocupación por el mundo tan difícil e incierto en el que les va a tocar vivir. Lo que más quisera es que fueran felices, o al menos que lograran la serenidad, que es la emoción que más se parece a la felicidad.

CIERRE

He tenido la vida que he querido. Cuando muera volveré a la naturaleza, de donde salí, con todos mis átomos disueltos en este rincón del universo. Tal vez por eso, ahora quiero volver a vivir en el campo donde pasé mi infancia. Pero no me quiero retirar todavía; espero seguir haciendo muchas cosas, hasta donde me alcancen los ánimos.