María Antonia Pardo

MARÍA ANTONIA PARDO

Las Memorias conversadas® son historias de vida escritas en primera persona por Isa López Giraldo.

Más que una periodista, soy una ciudadana. Uno nace intentando descubrir quién es y va por la vida dando tumbos buscando esa respuesta. Por mucho tiempo, lo confieso, me sentí perdida. Hasta ahora, a mis cuarentas, es que estoy comenzando a encontrarme, a descubrirme, a permitirme ser quien soy.

ORÍGENES

Mi historia arranca en Cartagena en los setentas en el seno de una familia algo disfuncional, cero típica. Mi mamá, Amelia Jiménez, se casó a sus dieciséis años con un primo suyo. Fue un matrimonio arreglado, pues mi abuelo, en el afán de sacarla de la casa pues allí era maltratada, y a pesar de que el plan de mi mamá, la persona más inteligente que conozco, no era formar un hogar sino irse a estudiar a España, optó por la solución que le pareció más sensata: entregarla en matrimonio. Así que terminó en el altar sin graduarse de bachiller.

Mi papá, Antonio Pardo, quien para el momento era un estudiante poco aventajado de medicina, siguió estudiando, mientras mi mamá trabajaba, y logró graduarse varios años después de urólogo. Ese matrimonio duró diez años a los trancazos, década durante la cual engendraron tres hijos: Gonzalo Antonio (1970), Antonio Rafael (1973), y yo, María Antonia (1976). Un día cualquiera mi mamá montó sus motetes en un camión rumbo a Barranquilla y decidió decirle adiós a Cartagena, a mi papá y a ese matrimonio en el que se estaba ahogando. Así que cuando mi papá llegó a la casa la encontró vacía. De ese episodio no recuerdo nada, ocurrió cuando yo tenía tres años, por lo que no es extraño que me sienta más barranquillera que cartagenera.

Mi mamá, una comerciante con un olfato increíble y una inteligencia fenicia envidiable, sacó adelante a sus tres hijos sola. Vendió muchas cosas: enciclopedias, seguros, ropa, chance, antes de decidirse por continuar con el legado de su padre. Desde los años noventa, Prefabricados Amelia Jiménez e hijos, el negocio familiar del combo Pardo Jiménez, hace los mejores prefabricados en concreto de la costa. Actualmente somos especialistas en mobiliario urbano y es muy probable que si usted vive en Barranquilla, se haya sentado por lo menos una vez en la vida en nuestras bancas de parque.

Es la típica mamá berraca colombiana que hace de todo por sus hijos, que no se le arruga a nada. Nos tuvo en muy buenos colegios y vivimos siempre en buenos barrios aunque por épocas nos quedamos sin nevera o sin televisor. Nada de lujos, pero tampoco nada de penurias. Muchos viajes, eso sí. Creo que la herencia de mi mamá será esa, enseñarnos que el mundo es más que un mapa. Ella es de esas personas que son como hormigas que trabajan y ahorran a la par, que no despilfarran y que están siempre preparadas para cuando lleguen las vacas flacas.

INFANCIA

Soy una sobreviviente, pues los médicos han intentado matarme desde que tengo memoria. De ahí me viene la fobia a los consultorios, los estetoscopios y el olor a hospital. Desde muy chiquita me desahuciaron por un supuesto problema renal que obligaba a que me hospitalizaran cada quince días, me radiaran, me hicieran dolorosas dilataciones. Mi abuelo, Gonzalo Jiménez, me envió a Bogotá para salvarme la vida pues los médicos en Cartagena no daban cinco pesos por mí.

En ese entonces, hablo de mis dos años, el único urólogo pediatra del país trabajaba en la capital. Hasta él me llevó mi mamá y fue como si se me apareciera la virgen pues el doctor dio con el chiste. Resulta que mis riñones no eran los del problema, sino un defecto anatómico de las vías urinarias. Me operaron y hoy, aunque debo tomar un medicamento de por vida, tengo dos riñones funcionando adecuadamente. Aparte de las infecciones urinarias recurrentes, también soy asmática y sufro de toda clase de alergias. Una simple aspirina podría matarme. Si algo me duele, me lo aguanto. Lo único que puedo consumir es acetaminofén, así que ya se imaginarán qué pasa conmigo cuando el dolor requiere algo más que un Dolex.

De adolescente solía celebrarle el día del padre a mi mamá, pero con el tiempo entendí que la cosa no funciona así: o se tiene papá o no se tiene, y el rol de la mamá es ser mamá, ningún otro. Creo que en mi casa lo hicimos bastante bien, no hubo grandes dramas que yo recuerde, aunque con esto no digo que no sea necesaria la figura paterna. Lo es, y mucho. Pero cuando no la tienes tampoco es el fin del mundo. En últimas este es un país de niños sin papá.

Después de la separación de mis padres, de varios años, volví a ver a mi papá. Tenía como siete u ocho años. Se presentó un día en mi colegio y fue muy raro todo, pues no lo reconocí. ¿En serio ese es mi papá?, recuerdo que le pregunté a la profesora con mucha desconfianza. Ese arranque fallido marcó toda nuestra relación hasta el día de hoy. Las pocas veces que lo busqué fue para pedirle que se responsabilizara por nosotros, para hacerle reclamos pues se hizo experto girando cheques chimbos. Todo con él fue una lucha, un desgaste, hasta el día en que mi mamá decidió que no le insistiríamos más. Total, no dio ni amor ni plata. No estuvo.

Aprendí a lidiar con eso, aprendí a no extrañar lo que jamás había tenido, aprendí a cumplir años sin esperar tarjetas o llamadas de mi progenitor, aprendí que a veces en la ruleta de la vida a algunos nos toca el típico padre de papel, de registro civil, el que te da el apellido, pero no te da besos ni te ve crecer, y aprendí que eso no puede destruirlo a uno.

Crecí rápido para ayudar a mi mamá con los asuntos de la casa: que la señora del aseo hubiera atendido sus labores como correspondía; que mis hermanos, aunque mayores, hubieran hecho sus tareas; y también me encargué de niña de tareas como hacer el mercado. No fue algo traumático, por el contrario, me ayudó a madurar, a desenvolverme con facilidad en cualquier situación y a ser responsable.

La complicidad con mi mamá fue ejercida en todos los niveles. Me dio confianza siempre. Por ejemplo, supe como a los seis años que me gustaban los niños. Se lo conté a ella y no se escandalizó. Le conté de mi primer beso a los trece años, de mi primera agarradita de mano. Ella era mi confidente. Por muchos años fue mi compañera de lucha, tomábamos las decisiones de manera democrática, nunca le pedí permisos, solo le decía “mami, el viernes tengo fiesta que cumple Sutanita” y el viernes me conseguía la pinta más bonita y me llevaba.

Tuve llaves de mi casa desde los doce años. De alguna manera vivió a través mío lo que ella no pudo, pues creció en una familia en donde la religión impedía celebraciones y música. Era feliz viéndome bailar y salir.

En los años 90, mientras en el país Pablo Escobar ponía bombas, en Barranquilla se bailaba como si nada estuviese pasando. Fuimos muy ajenos a la realidad nacional, no tuvimos verdadera conciencia de lo que ocurría, había cierta indiferencia. Ese terror no nos tocó.

ACADEMIA

En los primeros años del colegio cualquier actividad física me daba asma, por ello fui más bien ratona de biblioteca. Sin embargo recuerdo que celebré como si me hubiese ganado una maratón el primer día que salté cuerda sin agitarme ni sentir que el corazón se me salió por la boca.

Aparte de mi ya probada enclenclitud, de mis constantes hospitalizaciones, mi niñez fue como la de cualquier otro niño. Lo único raro es que no tenía papá. Pero era raro para los demás, para mí era lo normal, aunque todas mis amigas sí tenían papá y mamá en casa. Cuando estaba en primero de primaria, la profesora nos pidió que hiciéramos un dibujo de nuestra familia. Presenté el mío jurando que me iban a felicitar pues mis matachos estaban realmente bellos. No fue así.

La profe se escandalizó porque en mi retrato familiar había sacado adrede a mi papá. Ahí, junto a mi mamá y hermanos, estaban hasta las dos morrocoyas (tortugas de patas rojas y botones amarillos en el caparazón), pero papá nanaicucas, ni en las curvas. A ella eso no le pareció normal así que citó a mi mamá y me remitió a la psicóloga del colegio. Nunca entendí el malestar: ¿para qué incluir en mi familia a un padre ausente?

Aprendí a leer a mis tres años gracias a las clases que recibía mi hermano Antonio de una tutora. Ocurrió de chiripa, por pura y física casualidad. Así llegaron las letras a mi vida, de la nada. La idea era que aprendiera mi hermano, que me lleva tres años, porque él ya estaba en primero de primaria, pero fui yo quien salió leyendo Nacho Lee de esas clases prácticamente sin darme cuenta. Desde entonces nunca he parado de leer.

DECISIÓN DE CARRERA

En el año 93, sin computador en mi casa y sin información, debía tomar la decisión de qué estudiar. Yo quería irme del país, quería verlo desde afuera e independizarme (siempre dormí en el mismo cuarto con mi mamá). Quería demostrarme de lo que era capaz. En el colegio, estando en recreo bajo un almendro, llegó a mis manos un folleto del Externado gracias a que el papá de una amiga fue a buscarle información de universidades a Bogotá. Me enamoré de lo que vi, de la universidad, de su campus, del hecho de que fuera laica, de su espíritu liberal. A mi mamá le costó desprenderse de mí, quiso retenerme, pero no pudo.

Finanzas y Relaciones Internacionales fue una creación de la Universidad Externado y la elegí precisamente porque no había cómo estudiarla en Barranquilla, pero también porque era como un arroz  que tenía de todo un poco. La carrera era una mezcla entre ciencia política, derecho, economía, finanzas e historia, así que me sentí como pez en el agua dando clases tan dispares como sociología y matemáticas financieras. Con el tiempo entendí que ese arroz con mango no es tan bueno, pues una carrera así, en la que aprendes de todo un poco, pero mucho de nada, suele requerir a la larga que te especialices en algo, que profundices.

UNIVERSIDAD EXTERNADO

La historia de mi ingreso a la universidad es muy cómica. Viajé a presentar la entrevista y, para sorpresa mía y de mi enorme ego, no pasé a pesar de estar entre los cinco primeros Icfes. A mí me habían advertido que el Externado era una universidad liberal, pero seria, que los hombres iban de saco y corbata y que las mujeres de sastre. Como yo era llevada de mi parecer, no atendí los códigos porque no me parecían lógicos: ¿qué costeño tiene un sastre en su armario? ¿Por qué una jovencita de 17 años debe emperifollarse para ir a una entrevista universitaria?

Me presenté en la sala de la entrevista ante el decano en jean roto, tenis, cara lavada y cola de caballo. Respondí con irreverencia a una pregunta que me formuló sobre Gabo. Con los años entendí que los filtros son necesarios (eso aún me cuesta). Cuando supimos que no estaba en las listas de admitidos, mi mamá llamó al rector, Fernando Hinestrosa, para reclamarle y decirle que no podía perderse a semejante alumna (ya saben, toda mamá cree que sus hijos son genios y la mía no es la excepción), le contó el milagro de mi vida y le recordó mi resultado en el ICFES. Él pidió el reporte y le concedió la razón, no sin antes advertirle que me hiciera entender que somos nosotros quienes debemos encajar en el mundo, no al revés.

Inmediatamente mi mamá mandó a hacer sastres para mí en una sastrería de hombres en Barranquilla, donde no tenían idea de eso, así que esa ropa no sirvió para nada. Platica botada. A pesar de la ninguneada entré al Externado. Apenas pisé Bogotá empezó la pesadilla pues descubrí que no sabía hacer nada, ni un tinto. La ciudad por poco me traga.

Viajé con mi mejor amiga, tomamos en arriendo un apartamento en Colina Campestre (si hoy es lejos, en esa época lo era aún más), un barrio que en ese tiempo era un peladero lleno de potreros y vacas por el cual solo pasaba una ruta de bus del norte al centro cada hora. No olvido esa época en la que los buses tenían pulgas, las sillas eran de espuma que se calentaban hasta decir no más, la gente colgaba de las puertas e íbamos todos ensardinados. Además eran absolutamente lentos y destartalados.

BOGOTÁ

En Bogotá me di cuenta que yo, la que se creía la más más, la que juraba que podía con cualquier molino de viento, podía quebrarse con poco, hasta por estar dos horas en un bus. Al principio lloraba todos los días en esos recorridos infernales en buseta pulguienta. Allí conocí los “corrientazos”, aprendí a hacer filas, a esperar bajo la lluvia, a rogar para que no me robaran. Algún día, en medio de un aguacero, me vi gritándome a mí misma: “¿en qué momento se te ocurrió, pelá de mierda, la genial idea de venirte a esta porquería de ciudad?”

A Bogotá le debo ser quien soy pues me llenó de herramientas de supervivencia que de otra forma no hubiera aprendido a desarrollar jamás. En las burbujas los hijos no crecen. En Bogotá dejé de ser la hija de mami, de ser Nany, y me convertí en María Antonia. Por eso a Bogotá la amo tanto. Por eso a Bogotá le debo tanto.

Aquí, en la capital, al principio, me sentía muy sola pues no había acompañamiento de la universidad para quienes llegábamos de afuera. Recuerden que entonces no contábamos con la tecnología actual. No había Waze ni Google Maps. Estuve a punto de tirar la toalla, pero el orgullo impidió que me regresara con el rabo entre las patas. Para mí Barranquilla, como para todas las princesitas, eran tres barrios nada más, pare de contar; en cambio a Bogotá la conocí bastante bien gracias al transporte público, a andar de bus en bus, de buseta en buseta, de colectivo en colectivo.

La ciudad se aprehende cuando la recorres de norte a sur, de oriente a occidente. Me tomó por lo menos un año adaptarme, sentirme cómoda, o, por lo menos, no miserable. Asumí el reto, aparté el drama y persistí. Hoy me siento cachaca también. Y de eso se da cuenta cualquier que me oye hablar porque, aunque escribo como costeño, hablo como cachicosteña.

FAMILIA

HIJOS

Cuando estaba en quinto semestre quedé embarazada del novio del colegio, el mismo con el que había bailado el vals en mi fiesta de quince. Ese hecho cambió mi vida por mi completo, mis planes. Una semana antes de darme cuenta de que esperaba a mi primer hijo, lo que estaba planeando era hacer doble programa con Derecho y Economía. A cambio de eso llegaron a mi vida pañales y teteros, noches de insomnio y los ojos más hermosos de este mundo, los de Daniel José.

Recuerdo que cuando quedé embarazada hablé con quien era mi pareja para que buscáramos un médico que lo solucionara pues consideraba que yo no podía tener un bebé en ese momento, no quería renunciar a mi carrera y tampoco quería casarme. ¡Y mucho menos por estar preñada! Pero él no estuvo de acuerdo, me dijo que luego yo no podría vivir con eso en mi de conciencia. A mí el mundo se me juntó, para qué negarlo. No veía salida.

Agmeth Escaf fue, sin duda, un gran apoyo en todo ese proceso, un gran partner. Hizo promesas que cumplió. Pagó mis estudios de pregrado y posgrado. Siempre estuvo ahí. Con él estoy infinitamente agradecida porque no es para nada fácil echarse tanta responsabilidad encima a los 23 años. Y lo hizo. Y lo hizo bien.

Daniel nació en Barranquilla en mayo de 1997. Tuve que dejárselo a mi mamá tres meses para retomar mis estudios. Lo que recuerdo es que fue muy duro. Ahora miro atrás y no sé cómo lo logré. Pero la cosa no paró ahí porque en décimo semestre quedé embarazada de Sebastián, mi hijo menor. De él también tuve que separarme un tiempo para poder hacer la pasantía. ¡Y eso que no quería hijos! Ahora que ellos tienen 22 y 19, ahora que ya puedo hacer balances, me alegra mucho haberlo hecho así. La “brutalidad” de mis años mozos me resulta una completa genialidad. La culiprontez, en últimas, me trajo más alegrías que penas. Además, ¿ustedes me ven ahora cargando con pañalera a estas alturas del partido?

AGMETH ESCAF

La historia de mi matrimonio tampoco es la clásica historia de amor juvenil. No soy de vestido blanco, de entrar a una iglesia disfrazada de merengón. No soy de “te amaré para siempre y hasta que la muerte nos separe”. Así que para ser totalmente honesta yo no quería casarme casarme, es decir, casarme con ceremonia, papeles, juramentos y parafernalia, pero terminé haciéndolo una vez nació Daniel porque Agmeth no quería que en el registro civil saliera la terrible letra escarlata que llevan todos los hijos cuyos padres andan en unión libre, que son extramatrimoniales. Vaina absurda y esa.

En todo caso el matrimonio no arregló nada pues en el registro civil de mi hijo mayor lo que sale ahora es que es un hijo extramatrimonial “legitimado”. Su pasado “oscuro” sigue ahí. Tengo un hijo legitimado y un hijo legítimo desde el día uno. Y con el mismo hombre. ¿Cuándo llegará el día en que en Colombia los hijos sean solo eso, hijos nada más?

Formar un hogar a los veinte años me llevó a ordenar mis prioridades. Con dos hijos que sacar adelante opté por dejar mi carrera y mis metas profesionales en pausa largo tiempo. Me dediqué a ser mamá y esposa, a criar a mis hijos. Los sueldos que me ofrecían en el campo laboral no compensaban los costos de tener una niñera, del transporte ni el sacrificio de no compartir con ellos. Opté por el comercio, por seguir los pasos de mi mamá. Monté un negocio de ropa y empecé a vender chiros a amigos y conocidos.

UNIVERSIDAD DE LOS ANDES

Cuando la Universidad de Los Andes creó la maestría en periodismo decidí cursarla. Tenía veintinueve años. Estando ahí, Juanita León, directora de Semana.com, me recomendó con Rosario Córdova, la directora de Dinero, para que trabajara como coordinadora editorial en la edición digital cuando apenas la estaban abriendo los punto com. De esa experiencia me quedan gratos y no tan gratos recuerdos. Fui muy feliz allí, tuve libertad, escribí crónicas económicas, dejé mi semilla, pero mi casa se estaba reventando porque mis hijos no tenían ni papá ni mamá. El mismo mes que yo empecé a trabajar en el edificio de Semana, Agmeth empezó a trabajar en Caracol. Resultado: mis hijos no veían ni al papá ni a la mamá.

Luego de discutirlo mucho terminamos privilegiando la carrera del proveedor de la casa, así que renuncié, colgué los guayos. Tiré a la basura el trabajo soñado, el que conseguí sin haberme graduado aún de periodismo. Todavía hoy lloro al recordarlo. ¿Cuántos sacrificios femeninos están detrás del éxito de los hombres exitosos? No solo renuncié, también opté por callar, por quedarme en la sombra, por apoyarlo en silencio, por hacerme a un lado o quedarme atrás. Cualquier cosa que yo dijera podía dañar su carrera así que enmudecí. Seguí con mi negocio de ropa alejada de medios, sin opinar sobre absolutamente nada.

En el año 2016, luego de la separación, de acabar con una unión de más de 25 años, recobré, entre otras cosas, esa voz que había permanecido en MUTE. ¿Por qué hasta ahora saben de mí? Bueno, ya lo saben. Cuando eres la pareja de una figura pública, tu voz, especialmente cuando es una voz que levanta tanta arena como la mía, está secuestrada. Recuperar mi nombre y mi identidad no será tarea fácil, pero ahí voy.

PERIODISMO

Una de mis pasiones en la vida es hablar de periodismo, del oficio, de los retos que enfrenta la profesión que me apasiona. El periodismo cambió, y el mundo y algunos medios no lo han asimilado. Desde Dinero.com lo entendí muy rápido y empecé a ver el fenómeno que venía; comprendí que la gente no busca ya al medio, sino que te busca a ti, quiere que el medio seas tú, sin intermediarios, pues prefiere el contacto personal, la cercanía, que le hables con claridad, sin rodeos. Justamente ese es el éxito de las redes sociales.

La gente que consume información busca a los periodistas, no a los dueños del medio. Cada uno de nosotros tiene, ahora, herramientas y espacios al alcance de la mano para alzar su voz, para poner los puntos sobre las íes. Los micrófonos en este momento están abiertos para todos, no son exclusivos de los conglomerados económicos. Los medios van a tener que reinventarse o desaparecerán.

CIERRE

Actualmente no soy empleada de nadie, no tengo un jefe. Me invitan a escribir y a comentar en programas radiales y televisivos, invitaciones que no siempre puedo aceptar porque me muevo entre dos ciudades, no tengo residencia fija. También he hecho colaboraciones para varios portales como Las Dos Orillas y El Radical. Escribo columnas de opinión, especialmente de la actualidad política del país.

Mi estilo es coloquial, como de chica de barrio que habla a calzón quitao, que mete dichos y refranes en sus textos, que expresa sin tapujos sus conclusiones, que habla sin tantos ornamentos ni palabras rebuscadas para parecer más inteligente de lo que es. En las redes sociales he encontrado un espacio, una audiencia, y estoy profundamente agradecida con quienes me siguen y me leen. A esas personas les ofrezco independencia y sinceridad, no más que eso. No me creo el cuento de la fama. No me siento influencer poderosa, aunque muchos me vean así. Nadie es poderoso o importante porque lo lean sesenta mil seguidores en Twitter, eso sería algo así como creerse millonario gracias a las casitas y edificios del Hágase Rico.

Isa, para redondear y cerrar, quiero retomar tu pregunta inicial: ¿quieres saber quién soy yo? Soy una mujer sin muchas pretensiones en la vida, una sobreviviente más en este país lleno de sobrevivientes que aprendió hace muchos años que el día siempre es hoy. Más que una periodista, soy una ciudadana. Y no quiero ser mucho más que eso.