Álvaro Forero Navas

ÁLVARO FORERO NAVAS

Las Memorias conversadas® son historias de vida escritas en primera persona por Isa López Giraldo

“Tres pasiones simples, pero abrumadoramente fuertes, han gobernado mi vida: el anhelo de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por el sufrimiento de la humanidad”. Bertrand Russell.

Recuerdo que un cura de mi colegio, el Agustiniano Norte, alguna vez nos invitó a hacer la reflexión de quiénes éramos y ahora, después de tantos años, le respondería con un puñado de palabras simples, como dice Russell, pero fundamentales, palabras que se me representan como cortes al microscopio o como fotografías de mis yos más constantes, palabras transversales a mi recorrido en el tiempo.

La primera palabra con la que me defino es la de profesor; en efecto, ya llevo casi 30 años en los que me he ido formando para serlo. Estoy dedicado no solo a la enseñanza sino también al aprendizaje, que forzosamente hace parte de la docencia. La manera más dilecta de aprender es enseñar, decía Thomas Hobbes, y puedo decir que mi vocación tiene una herencia genética clara.

Mis dos apellidos son españoles, de origen judío sefardita, de los conversos que fueron expatriados de España en 1492 por la Corona de Isabel de Castilla, cuando empezó la expulsión de los moros.

A mi abuela paterna le tocó ser telegrafista, por allá en los años 30, porque enviudó siendo muy joven pues mi abuelo murió de tifo a sus tempranos treinta años y ella quedó con siete hijos a los que tuvo que sacar adelante. A mi papá le tocó, pues, desde muy niño, empezar a ayudarle a ella y a sus hermanos.

Mi papá, Pablo Forero Romero, nació en 1908 en Facatativá, fue un buen pensador, elocuente expositor, con cierta actitud pedagógica y un político de estirpe muy liberal. Realmente, más que de ideas liberales, fue socialista y participó en la fundación del Partido Comunista colombiano, lo que supe hace relativamente poco, a través de un primo hermano, Gabriel Restrepo Forero, exprofesor de la Universidad Nacional y asesor en temas de paz.

Mi padre se casó de treinta y seis años con una mujer muy hermosa y tuvo en pocos años una familia muy numerosa, así que las veleidades de hacer la revolución se volvieron agobiantes, más que eso, imposibles. Le tocó asumir la realidad impostergable de la vida con diez hijos y, entonces, se vio forzado a cambiar su perspectiva, ya no la del que sueña románticamente con grandes ideales, sino la visión pragmática que brinda la cotidianidad con todas sus inmensas dificultades. Eso lo forzó a alejarse de los riesgos de la política militante de izquierda.

Hipólito Navas, mi abuelo materno, fue un hombre conservador del Huila y empresario fundador del negocio de la marquetería en Colombia. Sus hijos Ignacio, Isidro, Isabel, Alfonso y Carlos, comenzaron el primer comercio masivo del arte en el país aunque en los últimos cuarenta años se vino a menos.

Así resultó que un hombre liberal, socialista, ateo, se casó con una mujer de ascendencia conservadora y católica, lo que significó entre ellos diferencias abismales en credo y costumbres. Mi mamá, Rosita Navas Borrero, tuvo siempre un gran sentido artístico, estético, pues sabía coser y bordar, y así formó a mis seis hermanas que estudiaron con monjas en el colegio de María Auxiliadora.

En mi casa los hermanos mayores fueron tres hombres, después vinieron cinco mujeres, luego nací yo y después otra mujer, es decir, quedé fracturado generacionalmente de mis hermanos varones. Entonces mi mamá, seguramente por economía procesal como dicen los abogados, me crio como una hija más; yo sé bordar, sé tejer, aprendí a cocinar, sé hacer todas las actividades de la casa, por eso les decía a mis exesposas y exnovias que nunca he buscado una mujer para que haga cosa distinta a solo hablarme y quererme.

Recuerdo cómo mi mamá me hacía dibujos de muñequitos en una tela para que los bordara. Lo que quiero decir es que fui criado de una manera muy femenina y, como cosa curiosa, mi mamá me obligaba los domingos a ponerme pantalón corto, hasta mis siete u ocho años, y yo los halaba por la incomodidad y por el pudor que me generaba mostrar las piernas, me sentía completamente desnudo y avergonzado.

Así pues que tuve una educación femenina tradicional, mi mamá me cuidaba como a las mujeres, es decir, yo tenía que pedir permiso para salir, tenía que llegar a cierta hora, no fui un muchacho de novias, ni de amigos, ni callejero. Mi papá, por su parte, me consintió muchísimo, fui su acompañante y su protegido.

De pequeño me gustaron mucho los carritos y, sobre todo, moría por las niñas, sentí una poderosa atracción, inclinación y devoción por esos extraños seres que han marcado mi vida, más que ninguna otra cosa en el universo. A mis siete años ya había una niña que me encantaba, pero no solo a mí, sino a dos amigos más, ella era la reina. Parodiando, yo no le he tenido miedo nunca al rayo homosexualizador y si alguien estuvo bajo ese riesgo fui yo. Así diría que la segunda expresión que me define es la de adorador de la mujer.

Crecí en La Castellana, un barrio moderno, de clase media, que tenía un teatro en el que proyectaban cine y cerca quedaba el colegio de las señoras Chávez Posada donde cursé mis primeros años de primaria. Mi infancia fue muy feliz, mi compañera de juegos era mi hermana menor, yo la ponía a jugar con mis carritos, también jugué mucho con canicas, tubinos de hilo, tablas y palos de la marquetería con los que construía obras de ingeniería infantil.

Después nos fuimos a vivir a Chapinero por lo que tuve que cambiar de colegio. Estudié en el Agustiniano de San Nicolás del centro, que era muy grande para mi gusto, donde me encontré con cientos de muchachos, de los que si uno no sabe defenderse lo avasallan y, como no fui corpulento sino flaquito, me tocó evitar la pelea a través de mi habilidad con la palabra y de cierta capacidad histriónica.

Fui un estudiante juicioso y consagrado que hacía chistes y ponía apodos, bueno para los números y de los mejores bachilleres del país de mi promoción (logré un puntaje de 97% con calificación muy superior en el ICFES).

Diría que mi tercer rasgo de personalidad es que soy un solitario. Fui un buen lector que desde muy niño se instaló en la biblioteca de su papá. Cuando los negocios de mi mamá comenzaron a ser prósperos, ella dedicó una parte importante de sus recursos a comprar libros y enciclopedias, y recuerdo de manera muy particular la enciclopedia Jackson, de grandes autores y pensadores, clásicos griegos y romanos, la Ilustración, etc.

A mis trece años cayó en mis manos el texto Escritos Filosóficos de Diderot, el que me impresionó profundamente. Nunca fui religioso, tuve una relación muy tenue con la religión, pero al leer estos libros me convirtieron en un ateo irredimible. Paradójicamente los libros comprados por mi madre católica consolidaron un ateísmo casi que genético, desde muy pequeño Dios no me cupo en la cabeza.

Mi papá durante años cultivó en mí la idea de que me fuera a estudiar a la República Checa (en esa época Checoslovaquia), porque uno de mis primos mayores estudiaba allá, Alberto Forero, quien fue de los primeros ingenieros cibernéticos colombianos de la Universidad de Praga, en la misma época de la invasión Soviética del año 68.

Y es que mi papá fue uno de los primeros colombianos que inició el comercio con los países socialistas, ya que después de la segunda guerra mundial vio en ello una posibilidad de subsistencia vinculada a sus ideas. De Checoslovaquia se importaban productos automotrices e industriales, llantas para camiones, carros Skoda y algunos productos de usos médicos.

En la medida en que los negocios fueron creciendo y como él no tenía la capacidad para atender todos los frentes, los fue cediendo a comerciantes con capital, para especializarse en correas de caucho y lona para maquinaria y un par de cosas más. Pero también estuvo en adornos de fantasía, bisutería, textiles y encajes en hilo y como mi mamá sabía de costura, aprovechó esa línea y en últimas fue ella quien hizo la plata en la casa. Todas las profesionales de la moda en Colombia la conocieron porque a mi casa iban, Gloria Valencia de Castaño, Amalín Hasbún, Pilar Castaño, Silvia Tcherassi.

El cuarto elemento que creo que me define y que responde a la pregunta de quién soy, tiene que ver con mi obsesión por los temas de la filosofía moral y de la justicia social. Diría que soy un moralista, entendida la palabra como el intento de siempre referenciar la conducta humana dentro del binomio de lo bueno y de lo malo. Cuando terminé mi bachillerato me llegó el momento en que tuve que decidir entre el mundo de la ciencia y la tecnología, que me atraía muchísimo, y el del derecho. Me quedé en el segundo pensando en que podría ayudar a arreglar y enderezar el mundo.

Me presenté y pasé en tres universidades, en el Externado y en la Libre para Derecho y en la Nacional para economía. La balanza se inclinó por el Derecho dada mi vocación de justicia, como mencioné, y por el Externado al considerarla una universidad liberal y laica. Con el tiempo, vine a comprender que esa casa de estudios, como la llamaba Hinestrosa, no era ni tan liberal ni tan laica, era más bien una sociedad bien constituida de elogios mutuos.

Fue en el Externado que conocí a mi primera novia, la primera mujer que me prestó atención, que me habló, que me besó y con quien me casé antes de terminar el primer año de carrera. Yo creí que un beso era un compromiso irredimible. Éramos muy jóvenes cuando decidimos iniciar un proyecto de vida juntos, creíamos en la revolución y quisimos contribuir a ella. Yo había sido alimentado toda la vida por las ideas socialistas de mi papá y por la resonancia ideológica de la revolución cubana.

Con esto yo pensaba que estaba complaciéndolo y pretendí, estando ya casado, seguir bajo su dependencia económica, pero él me dijo: “Mire, mijo, usted no entendió, la revolución supone, primero, que uno tiene que hacerse cargo de sí mismo y no puede cambiar el mundo a costa del papá y de la mamá”.

Ahí conocí lo que implica hacerse cargo de la subsistencia, sin un título profesional, sin herramientas ni recursos suficientes para salir adelante. A pesar de que mi papá me siguió ayudando tuve que retirarme por tres años de la universidad, en los que me dediqué a ir a barrios populares, a hablar con obreros y campesinos. No éramos más que un ridículo grupo diminuto de jovencitos maoístas jugando a hacer la revolución y corriendo, sin saberlo, inmensos riesgos.

El primero de enero de 1979, durante la Presidencia de Julio César Turbay Ayala, el M–19 se metió al Cantón Norte al famoso robo de los fusiles. Un golpe meramente propagandístico a la moral de la comandancia del ejército, pues el M-19 no tenía a quien darle esas armas, se trató de un simple acto de provocación al orgullo castrense. El establecimiento militar forzó una feroz reacción del gobierno, se produjo la institucionalización de la tortura y del asesinato extrajudicial para todo a lo que sonara a izquierda.

Para ese momento yo pertenecía a un grupúsculo llamado Antorcha Roja, con Francisco Gutiérrez Sanín (actual columnista de El Espectador, asesor de Paz en el gobierno Santos) y Mauricio Martínez (fotógrafo y artista plástico) y otros jóvenes.

En mayo de 1979 los tres fuimos detenidos por estar vendiendo periódicos en un bus en la avenida Caracas con calle 39, nos llevaron a la Brigada de Institutos Militares en el Cantón Norte, nos retuvieron por once días, nos torturaron con ahogamiento en los bebederos de los caballos, nos golpearon, no nos dejaban dormir, nos pusieron una pistola en la boca y nos mantuvieron a la intemperie. Realmente llegué a pensar que moriríamos y que no conocería a mi hija mayor, pues para ese entonces Cristina tenía seis meses de embarazo.

Alcancé a pensar que había sido una vida totalmente inútil, experimenté una sensación de pánico y de vacío indescriptibles, supe lo que era el terror. De semejante experiencia salí muy acobardado, es la verdad.

Muchos de mi generación fuimos torturados en el gobierno de Turbay Ayala, cuando el procurador era Guillermo González Charry; fue la época de Camacho Leyva y Vega Uribe. Vega Uribe luego fue comandante de las Fuerzas Militares y ministro de Defensa en el gobierno de Belisario, cuando se dieron los hechos del Palacio de Justicia. La tortura por parte de los militares es un hecho innegable de nuestra historia.

Una vez recobré mi libertad, después de hacernos firmar un documento en el que nos hacían declarar que habíamos recibido buenos tratos, busqué a Cristina, mi esposa, en nuestro apartamento de la calle 42 junto a la Javeriana. Pero un mes más tarde me volvieron a detener por cinco días en una estación de policía por vender periódicos a la salida de una empresa de flores en Suba. Ahí sí tomé la decisión de retirarme definitivamente de la militancia de izquierda. Cuando lo hice no me justifiqué, ni argumenté diferencias ideológicas, simplemente pensé que la “revolución” no merecía el sacrificio y perdió todo el sentido continuar.

Gracias al apoyo económico de mi papá, pese a alguna resistencia de la familia, pude regresar a la Universidad y culminar la carrera de Derecho.

En mis últimos años de estudio fui alumno de María Cristina Mejía de Mejía en la clase de Derecho Constitucional y ella fue nombrada viceministra de Comunicaciones por el presidente Belisario Betancur y una vez en el cargo me nombró su asistente, mi primer trabajo “formal”, lo que significó un salvavidas fundamental para ese momento.

Puedo decir que ahí hice una carrera muy interesante. Fui jefe de la oficina jurídica y secretario general hasta el inicio del gobierno Gaviria.

En el gobierno Barco me fui a estudiar a Francia con una beca que me gané en el Instituto Internacional de Administración Pública de París, gobierno Mitterrand. Viajé con mi esposa y mi hija, y a nuestro regreso la niña ingresó al Liceo Francés. El gobierno Mitterrand terminó de moderarme en asuntos ideológicos, pues me mostró cómo un gobierno socialista más maduro había asumido definitivamente los valores de la democracia y renunciado a todo discurso de gobierno de partido.

Con muchos más conocimientos y elementos críticos pude renegar de la ortodoxia marxista, ya con plena madurez y conciencia, y aunque nunca estuve de acuerdo con los grupos violentos, de alguna manera sí justificaba la violencia como último recurso.

A finales de la década de los ochentas y comienzo de los noventas, inició para mí un proceso de revisión, pero no solo ideológica sino personal. Mi matrimonio se debilitó hasta acabarse y me dediqué a la docencia en la Universidad Jorge Tadeo Lozano, donde conocí a mi segunda esposa. Yo había sido monitor de Derecho Constitucional en la Universidad Externado, trabajé con Carlos Restrepo Piedrahita que fue director del departamento Derecho Público y tuvimos un grupo de gente que hizo la tesis sobre la Constitución de 1886, todos muy conocidos hoy en día: Néstor Osuna, Sandra Morelli, Jaime Orlando Santofimio, etc.

Después de haber desconfiado tanto del Derecho, de haber dudado de que fuera un instrumento que realmente sirviera para resolver los problemas de la justicia, siendo que también es justificativo de un sistema de opresión, desigualdad, de riqueza y beneficio para los más poderosos, poco a poco empecé a creer en él, a estudiar otra de sus facetas. En Francia descubrí un aspecto de la filosofía política muy interesante, en autores como Jürgen Habermas de Alemania, John Rawls de Estados Unidos, y varios otros. Además, ya había conocido la institucionalidad desde adentro.

El derecho puede ser usado para cambiar las condiciones de vida de la gente, como un instrumento de emancipación, vi que las sociedades sí se podían transformar, que el país lo había hecho en campos clarísimos como derechos fundamentales de la mujer, que hubo conquistas sociales importantísimas, mejora de las condiciones de vida, desaparición del analfabetismo. Mi búsqueda entonces fue la de la justicia social por las vías del diálogo social.

Siendo docente universitario decidí ingresar a la maestría en filosofía en la Universidad Nacional y puedo decir que es la época más feliz de mi vida, fueron mis años maravillosos. Y es que desde mis trece años me empecé a cuestionar sobre el porqué del comportamiento moral, por qué actuamos como lo hacemos, qué es el bien y qué es el mal y cómo distinguirlos. Esas reflexiones me llevaron a estudiar filosofía.

Fui alumno de Guillermo Hoyos, gran intelectual colombiano, fue él quien me formó como filósofo y uno de los mayores reconocimientos lo tuve de él, pues me cedió su cátedra de Ética de la Función Pública en la especialización de Gestión Pública de la facultad de Derecho de la Universidad de los Andes. También enseñé siete años en la Universidad del Rosario, en las facultades de Derecho y Ciencia Política, en la época de los rectores Gustavo de Greiff y Guillermo Salah.

En la Universidad Nacional estudié la teoría moral kantiana y los clásicos de la filosofía. Después de mi inmersión en la filosofía moral, mi conclusión fue que el marxismo había cometido enormes equivocaciones en su interpretación de la sociedad y del hombre.

El marxismo, Marx, en particular, no había comprendido la magnitud y profundidad de los aportes de Charles Darwin, autor al que estudié por mi cuenta, simultáneamente y en paralelo a la filosofía. Llegué a la sociobiología y a la etología cuando el estudio de la moral desde la perspectiva filosófica no me satisfizo plenamente y pensé que debía estudiarla desde el punto de vista de la biología.

Creo que la clave para entender el comportamiento de los seres vivos es la lucha por la supervivencia y la reproducción, la supervivencia del más apto, como la vio y la descifró Darwin. Él entendió que el éxito biológico de la vida consiste en tratar de mantenernos vivos el mayor tiempo posible y reproducirnos. Lo que no podemos es romantizar la condición humana y pensar que es posible cambiarla, pues somos voraces y egoístas, y la supervivencia se conjuga en primera persona.

Otro sector institucional en el que trabajé fue en sector de la vivienda de interés social como secretario general de la Caja de la Vivienda Popular. También fui asesor del padre salesiano Javier de Nicoló en el IDIPRON y fui subdirector financiero del Instituto de Bienestar Social del Distrito, durante la administración de Ángela María Robledo.

Como una de las tantas ironías de la vida puedo contar que, después de haber sido antiyanqui, trabajé con USAID (Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional) y el Congreso de Colombia, en un proyecto de investigación sobre antecedentes legislativos de muchos temas. USAID me patrocinó más de diez investigaciones publicadas por el Congreso de la República, sobre asuntos jurídicos, de derechos humanos, control fiscal, telecomunicaciones y otros.

Me defino con otra palabra que es simple e importante, la más importante de lejos: la palabra Padre.

Por dos ocasiones en la vida he sido padre, de dos mujeres inteligentísimas, maravillosas, emprendedoras y sensibles. Puedo decir que ellas han sido los dos verdaderos amores de mi vida, los más profundos, los más generosos.

En los últimos años he sido tuitero. Debo celebrar que las redes sociales hayan abierto una dimensión comunicativa nueva en el mundo contemporáneo, pues han permitido interferir rancias estructuras de poder y les han dado a muchas personas la posibilidad de ser escuchadas con amplitud, sin necesidad de intermediarios.

Poseer cierta capacidad de síntesis, de escribir con precisión en pocas palabras, me ha permitido tener una mucho más amplia interlocución y llegar a una audiencia ampliada con temas de justicia, derecho, literatura, comportamiento humano, moral, política etc.

Escribir en Twitter me abrió puertas en el periodismo como analista político y así he participado en programas de radio y televisión, como RCN, NTN 24, Caracol, CityTV, Canal Capital. También trabajé en comunicaciones del Ministerio de Salud con Alejandro Gaviria.

Claro que en Twitter también he encontrado una dimensión preocupante y desalentadora de la nueva comunicación, que es la violencia verbal y la disposición al lenguaje agresivo, lleno de prevenciones y prejuicios. Resulta que todos buscamos reafirmar el propio yo, el ego, y la falta de contacto físico y visual con el otro tiende a borrar los sentimientos de piedad, de consideración y de respeto, como las armas de largo alcance o electrónicas, que reducen el acto de matar a un simple click.

Así es Twitter, se dispara sin pedir ni dar cuartel. No obstante, creo que el balance es positivo, a través de este medio tecnológico se pueden generar importantes convergencias y encuentros de vida que antes eran verdaderamente imposibles.

También soy un atleta. Después de mi segundo divorcio y de otro noviazgo apasionado y frustrado, me convertí en atleta. Sí, he de reconocerlo, inicialmente fue una acción de despecho. Empecé corriendo un día, otro, una semana, un mes, hasta que empecé a transformarlo, poco a poco, en un hábito constante. Luego de unos 4 años de estar corriendo con alguna intermitencia inicié un nuevo proyecto deportivo y vital que ya lleva 2072 días seguidos, ininterrumpidos, corriendo a diario unos 10 kilómetros y una media maratón cada semana.

En todos estos días he recorrido aproximadamente la distancia de Quito a Moscú ida y vuelta, posiblemente un récord mundial. El deporte ha sido muy buena terapia, mi salvación y me ha demostrado que mi abandono del poder y de la codicia es real. Y perdí la codicia por un acto de voluntad, no porque mi naturaleza hubiese renunciado a la voracidad humana… Decidí que mi propósito sería correr 24.000 kilómetros o más de olvido.

Otra palabra con la que me quiero definir ahora y de la que me siento muy orgulloso es: vegetariano. En primer lugar, por la influencia maravillosa de mi hija menor, que se volvió vegetariana ya hace 2 años y, en segundo lugar, por la creciente profundización en los temas de salud y de cambio climático. Las naciones unidas han recomendado otra vez, en estos días, cambiar urgentemente la actual dieta mundial y reducir el consumo de carne, para enfrentar el calentamiento global.

Sí, soy vegetariano por salud, por compromiso con el cambio climático y también como rechazo a la crueldad de la cría y del sacrificio de vacas, pollos y cerdos. La cría de animales es verdaderamente monstruosa.

La última palabra que recoge en un sonido aquello en lo que me he ido convirtiendo, poco a poco, con el paso de los años, con los fracasos amorosos y la soledad es: minimalista. Entiendo el minimalismo como una cierta actitud “diogenesiana”, de abandonar los oropeles y de desdén por el poder.

Mi sentido de la vida es básico y potente: el amor de mis hijas y tratar de ser un buen ciudadano.

Varias cosas, pues, han marcado mi vida, mis padres, mis hermanos, mis hijas, el amor a la mujer, la docencia, la justicia, la política, la soledad, la tortura, el miedo, el fracaso, el atletismo y la renuncia.

De alguna forma sigo sin responder a una pregunta extraña y fundamental: ¿Quién soy yo? Con los años que tengo a cuestas, sigo sin saberlo claramente…

Cuando me preguntan quién soy, pienso en lo que decía San Agustín del tiempo: Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé.

Infortunadamente, este diálogo con Isa López solo lo considero un atisbo.