Mauricio Silva

MAURICIO SILVA

Las Memorias conversadas son historias de vida escritas en primera persona por Isa López Giraldo.

Solamente soy un tonto con suerte.

Mi trabajo han sido mis hobbies: el deporte, la música, el cine y la cocina. Mis hobbies me hicieron periodista.

ORÍGENES – RAMA PATERNA

Mi abuelo, Felipe Silva, se casó con Mercedes Silva. Un par de viejos profundamente cachacos, de clase media, asentados en el viejo barrio del Divino Salvador. Gente muy sencilla, en todos los sentidos de la palabra.

Algo que me marcó profundamente de mi abuelo fueron dos enseñanzas. La primera, la poesía, me leía versos de diferentes autores de la lengua castellana. La segunda, que me enganchó con más amplitud que la primera, fue el amor por la música clásica. Mi abuelo tenía una cualidad muy particular. Alguna vez mi tío propuso que le hiciéramos una prueba. Puso cualquier ópera de las 50 que el viejo tenía, algunas de ellas en acetatos de 78 revoluciones, y le dijo: “Viejo, ¿qué está sonando?”. Mi abuelo contestó: “La Traviata. Acto segundo. Aria tal”. Quedé muy impresionado con su oído, me asombró siempre.

Mi abuela, una tremendísima cocinera de la cocina tradicional bogotana: de piquetes, sancochos, pucheros y asados. Preparaba empanadas con unos ajíes increíbles para acompañarlas. No he hecho cosa diferente que buscar ese ají: le he dado mil vueltas a la receta tratando de que se le parezca, pero me duele saber que, creo, ese golpe de gusto no voy a recuperarlo nunca más al no saber qué era lo que le ponía.

Mi papá, Jaime Silva Silva, cumplió 90 años en abril pasado. Es un chapineruno en su más profunda definición, un hombre de gabardina, sin muchas ambiciones, sencillo, sobrio y tranquilo. Hizo parte del equipo de contabilidad de la Shell Colombia, donde trabajó toda su vida y de donde se pensionó.

A él también lo ha acompañado un tremendísimo gusto por la música clásica, ya no la ópera, sino la sinfónica, y por el jazz. Y sí, por los deportes, en especial por el fútbol, por Millos. Fui su fiel acompañante al estadio El Campín desde muy niño. Mi papá no era un fanático a diferencia de mi tío Ricardo (otro familiar que me marcó mucho) y de mí mismo, pues, la verdad soy un pobre fanático sin remedio, de lo cual no me arrepiento, aunque en ocasiones pienso que resulta exagerado.

ORÍGENES – RAMA MATERNA

Mis abuelos maternos, Fernando y Clarita, fueron una pareja bogotana de clase media con una historia de vida maravillosa.

En principio, mi abuela cosía ropa para sus hijos, pero, gracias al éxito de su diseño, comenzaron las vecinas a pedirle que confeccionara para los hijos de ellas. Comenzando los años 60, abrieron un pequeño almacencito en Chapinero de ropa para niñas. Mi abuela diseñaba y mi abuelo administraba. Con esta actividad, juntos crecieron hasta convertirlo en un negocio importante.

Mi abuelita Clarita fue una mujer extraordinaria, de los seres humanos más inteligentes que he conocido. Con un gusto enorme por la vida y, literalmente, de muy buen gusto. En sus años otoñales, decidió darle la vuelta al mundo y lo hizo un par de veces. Recuerdo que, al regreso de sus viajes, cuando yo era un adolescente, siempre le preguntaba qué había comido y en qué lugar específico.

Mi abuelo, por su parte, tuvo aficiones que heredé y, también, por los gustos compartidos, fui muy compinche en sus cosas. Lo primero, la glotonería. Recuerdo que, cuando niño, trabajaba con él los diciembres en el almacén de ropa y lo acompañaba a recoger las telas, a buscar los botones, los hilos; íbamos por las costureras y entrábamos a comer en metederos de la calle, sensacionales, que él conocía.

Mi abuelo sabía dónde vendían un buen liberal o el mejor pastel Gloria o la mejor empanada (ya ninguno de esos lugares existen). Y con él no solo probé la comida popular, sino que me di el gusto de comer cosas especiales: bizcochos árabes, salsamentaría europea, cosas así. También tuvo un enorme gusto por la música clásica y la Zarzuela, en particular. Alguna vez me llevó a una tienda que tenía Colsubsidio en el Teatro Arias Pérez, donde uno encontraba una colección de música clásica, económica y maravillosa, pues hicieron la tarea de popularizarla en casetes. Recuerdo que, cuando me preguntó qué quería, le respondí algo así como: “Sería chévere tener el “Barbero de Sevilla” de Rossini y “El Caballero de la Rosa” de Strauss.

El viejo quedó aterrado, preguntándose qué pasaba conmigo, un peladito de doce años con esos gustos. Ahí mi abuelo empezó a alimentarme el entusiasmo por la música clásica y el oído. Empezamos a asistir a eventos juntos y acompañados de mi papá. Íbamos al Teatro Colón a ver ópera y conciertos sinfónicos y, cuando llegó el betamax, con él la ópera “en vivo” a la casa. Era un parche excepcional que a mis hermanos les parecía lo más aburrido del mundo y a mí, en cambio me parecía del putas.

Y por supuesto que escuché otra música, porque, por fortuna, a mi hermano Jaime, que es pintor, le gustaba el rock desde niño y paralelamente la música clásica. Viví esa fiebre con él. De hecho mis primeros baretos fueron con mi hermano, a los 15 y 16 años, oyendo en la grabadora de nuestro cuarto a Pink Floyd. ¡La explosión de la cabeza! ¿Se imagina escuchar por primera vez el “Dark side of the moom” con uno de los primeros baretos? ¡La locura!

Mi mamá, Amanda Guzmán, es una mujer muy admirable. A finales de los años setenta, abrió un almacén de ropa para mujer en Chapinero y lo atendió al tiempo que a sus cuatro hijos. Cuatro niños seguidos. Fue una mujer muy laboriosa que siempre estuvo muy pendiente de nosotros. Y sin duda, es la mejor cocinera del planeta, porque nada más rico que lo que prepara mi mamá. Su ajiaco es el mejor del mundo. Reto al que quiera.

CASA MATERNA

Mis papás se conocieron de la manera más divina del mundo. Mis abuelos, Felipe y Mercedes, vivían en una casa en el Divino Salvador, de esas de estilo inglés y construidas en los años 30. Siempre me ha parecido muy curioso saber que esas casas tan grandes y bonitas se hayan construido dentro de un proyecto de vivienda popular para los empleados del Estado, con el que trabajó mi abuelo.

El tema es que, con el tiempo, por la generosidad del espacio, mi abuelo decidió dividirla, para arrendar la otra parte. Así que se ubicaron en la parte de arriba y adecuaron la planta baja para arrendarla. Y quienes llegaron fueron mis abuelos maternos.

Mi papá y mi mamá, según me contó mi mamá, empezaron a coquetearse: él desde una ventana, arriba, que miraba al patio de abajo. Todo empezó por un bolero que hizo famoso Olga Guillot, Qué sabes tú, y que mi mamá le ponía a mi papá sin que ninguna de las familias supiera, porque, finalmente, era un mensaje cifrado. Pero cuando se enteraron ese romance no les gustó ni a los de arriba ni a los de abajo.

Así que se volaron y se casaron a escondidas, cerca a Chapinero, en la iglesia Gerardo Mayela, muy próxima al Campín. Cuando volvieron, ya con la bendición del cura, las familias tuvieron que aceptar ese amor y pronto se hicieron muy amigas. La razón del disgusto era la diferencia de edad, pues mientras mi papá tenía 31 años y mi mamá tan solo 20.

INFANCIA

El primer embarazo de mi mamá fue poco después de la boda, cuando todavía vivían con mis abuelos. Pero para el segundo bebé, mi papá se lanzó a una casa muy cerca, en el barrio San Luis. Entonces crecimos en ese barrio, que colinda con el Divino Salvador. Pasamos de la calle 56 con carrera 16, a la calle 58B con carrera 18. O sea, al lado. Mi mamá, entonces, puso su tienda de ropa en la zona comercial de Chapinero, en la Calle 60 entre 13 y 9ª (ahí no hay carreras 10,11 o 12).

Fuimos cuatro hijos: Clemencia, Carolina, Jaime y Mauricio. Soy el menor. Solo tengo muy buenos recuerdos de mi niñez, cuando los barrios eran completamente residenciales y se podía jugar a la pelota afuera, pues era una eventualidad que pasara un carro. Con los vecinos cerrábamos las calles para jugar fútbol. Recuerdo, también, la Navidad cuando iluminábamos las calles con velas. Eran tiempos en los que, por la carrera 17, circulaba el trolley-bus. Imagen inolvidable.

Fui hiperactivo y terco. Comía poco y, cuando todos terminaban el almuerzo, a mí no me permitían levantarme de la mesa hasta tanto no acabara. Entonces recuerdo que, algunas veces, empataba el almuerzo con la comida por estar castigado.

Los domingos bajábamos con mi taita al Campín, a acompañar al equipo. Me volví un hincha muy entregado de Millos. Eran los tiempos del famoso BOM en Millonarios, por Brand, Ortiz y Morón. Willington Ortiz era mi delirio. Tenía su foto en mi cuarto y su balón: “el balón del viejo Willy”. 

Al ser el menor, supongo, fui visto por mi papá como su más cercana compañía. Creo que estaba cansado de criar, entonces conmigo fue más compinche, más flexible. Y como nos identificamos profundamente en temas como el fútbol y la música, pues fuimos muy llaves.

COLEGIO

No me gustaba nada de lo académico, además de que tuve –y aun tengo– serios problemas de concentración. No pensaba en cosa diferente a jugar a la pelota y al fútbol con los amigos.

Me he encontrado con profesoras de la primaria y del bachillerato a las que les he preguntado sobre mí y coinciden en recordar que yo no paraba de reírme. Creo que he sido así desde niño. Es que la gente simpática me parece muy poderosa. Hacer reír es un don que siempre he agradecido profundamente y por eso busco la risa, porque la necesito.

Pasé por varios colegios. Perdí tercero y cuarto de bachillerato. Me fue bien en las pocas materias que me interesaron, las humanidades, por ejemplo. La historia, la geografía y la literatura me gustaron porque me estimulaban. Fue un cariño genuino y sincero. De resto, ¡qué desastre!

Mi ICFES, tan centrado en las áreas que detesté, fue muy pobre. Por eso su resultado no me permitió aspirar a carreras importantes. Para hablar con honestidad, terminé en la UNIVERSIDAD DE LA SABANA en Comunicación Social y Periodismo.

Había pensado estudiar Arquitectura, pero tuve que descartarla por mi pobre ICFES. Decidí Comunicación Social porque, por un lado, tenía áreas de mi gusto y por otro, una cantidad de costuras que la hacían más amable: como la apreciación musical. Y era una carrera muy involucrada con la redacción en la que ya había hecho pinitos en el colegio cuando hacíamos periódicos de una hoja.

Debo decir que fue una carrera sin mayores retos y que pasé con cierta facilidad.

La universidad fue una bellísima época de mucha fiesta: salsa y rock and roll. Y música mamerta, por supuesto. Disfruté muchísimo los primeros semestres, pero un día me aburrí profundamente. Incluso, en algún momento pensé en abandonar la carrera pues no comulgaba con la ideología de la Universidad, que es del Opus Day y que impedía, por ejemplo, que se leyera a Gabriel García Márquez. Eso me parecía inaudito. Y me sigue pareciendo.

VIAJE A SURAMÉRICA

Estaba en séptimo semestre cuando, haciéndome preguntas existenciales y sintiendo que en mi entorno no pasaba nada, decidí revolcar mi vida. Pensaba que, de seguir así, iba a terminar muy pronto casado, con una casita, unos chinos y un perro y eso me daba pánico.

Así que decidí poner un anuncio en la cartelera de la Facultad, que era de corcho, y que quedaba en la cafetería:

“ME CANSÉ DE ESTA FACULTAD. ME VOY A ECHAR DEDO. SI USTED CONOCE A ALGUIEN EN CUALQUIER DESTINO DE SURAMÉRICA, POR FAVOR DÉJEME EL DATO”.

Un buen día mi amiga Martha Luz Monroy me dijo: “Silva, ¿usted ya vio la cartelera?” Fui y me encontré con treinta papeles, que era el  WhatsApp de nuestra época. Los mensajes eran algo como: “Tengo una tía en Santa Cruz de la Sierra… Tengo un primo en Salvador Bahía… Tengo un tío vive en Montevideo”.

Entonces hice una fiesta de la facultad en un bar enorme para reunir fondos y así logré una suma astronómica de 240 dólares con los que arranqué. El único vuelo que tomé fue Bogotá – Leticia. Entonces, comencé a navegar el río Amazonas, pasando por Manaos hasta su desembocadura en Belén de Pará, donde ya se me habían agotado los recursos.

Ahí comenzó una de las aventuras más lindas de mi vida que fue haber recorrido Suramérica en once meses, a dedo, sin plata, desde Belén de Pará, pasando por Recife, entrando a la zona de Brasilia, luego Bello Horizonte, Sao Paulo, Río, Florionópolis y la Pampa Gaucha en Brasil.

De ahí entré a Paraguay por Ciudad del Este y pasé un tiempo en Asunción. Luego bajé a Uruguay y de allí, en Colonia del Sacramento, hice el cruce a Buenos Aires. Bajé hasta el Sur. Pisé muchos lugares precisos de la Argentina andina. Luego crucé la cordillera de Los Andes, estuve en Chile y comencé a subir por Serena, Antofagasta, San Pedro de Atacama, hasta Bolivia, donde entré por Uyuni. De ahí a Perú, Arequipa, Lima, Cajamarca; finalmente Ecuador. Entonces entré de nuevo a mi país por Pasto, Cali y, de nuevo, Bogotá.

Hoy me asombro de mí mismo, de mi valentía. Supe de qué se trata la supervivencia y que bajo ese esquema uno es capaz de todo. No hay nada más cobarde que un burgués, el que hoy soy. Recuerdo haber dormido en estaciones de bus, en parques, en playas, en montañas, completamente solo, aferrado a mi morral.

Debo decir que, en el barco cruzando el río Amazonas, a un holandés le gustó la camiseta que yo llevaba puesta. Había pintado sobre una franela, blanca y vieja, la bandera de Colombia y por fuera una mano haciendo pistola. Me ofreció 20 dólares por ella y se la vendí.

En ese mismo instante, me arrodillé a contemplar la paleta de colores que ofrecía ese atardecer en el río, levanté el billete de una manera dramática, como ofrendándolo al cielo, y pedí que se multiplicara para acometer lo que quedaba de mi viaje, que apenas estaba comenzando.

En lugar de gastarme esa plata, la invertí en camisetas que pinté y vendí. Así puede viajar. Y como llevaba las direcciones de tantas personas, quizás cien, todas organizadas en una libreta muy pequeña, me presenté ante ellas tocando a su puerta sin avisar.

Así, por ejemplo, en Brasilia, llegué a la casa de una compañera de estudio que me abrió su puerta sin tener idea de mí. En cada casa me presentaba, pedía comida o estadía. Contaba que recorría Suramérica a dedo y sin plata.

También aprovechaba para preguntarles si tenían ropa que nunca hubieran usado, pues con ella yo me ayudaba para seguir andando. Así acomodaba un morral en mi pecho con el negocio y otro en la espalda con mis cosas de uso personal.

También llegaba a hostales de media estrella y a la dueña del lugar le ponía sobre el suelo las camisetas pintadas o las prendas que me habían regalado y negociábamos una o dos o tres noches de estadía con desayuno.

Conocí de primera mano la solidaridad del pueblo latinoamericano, en especial de las clases menos favorecidas. Estuve en muchas favelas de Brasil, en barrios pobres de las grandes ciudades: Lima, Belén, la Paz, Salvador, Santiago, Guayaquil. Por el camino encontré personas que, sin tener casi nada, me abrieron las puertas de sus casas aún en las más humildes condiciones.

Era imposible no volverme un tipo de izquierda. Viví y entendí la injusticia social del pueblo latinoamericano, que es idéntica en todos lados, pero, con y por la inmadurez del momento, a mi regreso volví a la fiesta y a la anarquía. Luego la izquierda en Colombia me decepcionó profundamente, hasta que me volví en un descreído político.

REGRESO A LA UNIVERSIDAD

Después de este recorrido de once meses, fui nuevamente aceptado en la Universidad donde, no sé por qué, tan solo me atrasé un semestre.

Un día llegaron a la Universidad en busca de un practicante a quien le gustara la música clásica y que escribiera. Ni mandado a hacer. Dos profesoras me tenían referido en ese sentido y me recomendaron. Clarita Tamayo era una de ellas.

Ese fue mi primer trabajo relacionado con mi carrera (no pago, por supuesto), pues antes solo había trabajado en almacenes, durante la época de Navidad.

Así que comencé a escribir libretos de música clásica en Musicar F.M. Stereo, que narraba Gustavo Niño Mendoza, la voz de la emisora. La cosa decía así: “ACABAMOS DE ESCUCHAR, DE WOLFGANG AMADEUS MOZART, LA SINFONÍA 41, CONOCIDA COMO SINFONIA JÚPITER, COMPUESTA POR EL AUSTRÍACO EN 1.788…”

Al final me daban los créditos, lo que hacía muy feliz a mi papá que esperaba, sentado en el sofá de la sala, el momento en el que decían mi nombre: “CON LIBRETOS DE MAURICIO SILVA GIAZMÁN”.

Debo decir, además, que, durante la carrera me enganché muy fuerte con el tema del cine. Mi papá fue un hincha a rabiar del buen cine. En los años 70 y 80 era muy común que las salas de cine programan “festivales” y homenajes de grandes autores.

En diferentes salas de Chapinero, pasaban toda su obra, a las tres de la tarde, a lo largo de dos semanas: Wells, Allen, Chaplin, Bergman, en fin. Y a todo eso íbamos con mi papá. Luego yo iba al Teatro Santa Fe, donde montaron un cine club que se llamaba: Cine Club Amigos del Cine. En él vi cientos de clásicos del cine mundial, porque mi fiebre fue loca, casi obsesiva.

DIARIO LA PRENSA

Cuando cursaba noveno semestre, a través de una compañera que trabajaba en el Diario La Prensa, me dijo que se había retirado el que hacía la página de cine en su periódico y me ofreció que la hiciera. Me presenté para una prueba, con la reseña de una película, y les gustó. Entonces comencé a hacer la página de cine y con el tiempo a hacer mil temas culturales.

Fueron casi dos años sin recibir sueldo. Luego ya me contrataron por dos pesos como redactor de cultura y luego fui subeditor. Por primera vez tuve sueldo mínimo por mi ejercicio periodístico y a mí no me importaba. Era mi dicha.

EL TIEMPO

Estando en La Prensa, un buen día, después de haber lanzado una doble página de cine con un diseño muy bonito, me llamaron de El Tiempo a ofrecerme que hiciera esa misma página en el periódico.

Yo, todo orgulloso, dije que no me iría a trabajar al diario del gobierno. Entonces me dijeron al otro lado de la línea: “Mauricio, yo sé cuánto se gana usted y le estoy proponiendo cuatro veces eso”. Al otro día estaba sentado en mi escritorio de El Tiempo.

Fue una dicha encontrarme con el editor de cultura, Fernando Quiroz, con quien me había cruzado en varios eventos. Cuando me vio en el periódico, me preguntó qué estaba haciendo y le dije que la pagina de cine. Y eso era desde el departamento comercial, que fue al que llegué. Entonces él pidió mi traslado a la sección de cultura de El Tiempo.

Esta ha sido la casa editorial donde he pasado la mayor parte de mi vida laboral, que inició en el año 93 y, con un breve corte, continúa.

Comencé en tiempos de vacas gordas, en las épocas doradas de los impresos cuando los avisos llegaban a borbotones y se daban el lujo de rechazar a los que llegaban luego de las cinco de la tarde. Era el momento en el que se tenía la posibilidad de hacer reportería en cualquier lugar del planeta y sin importar el tema. Recuerdo compañeras de la sección de cultura y entretenimiento que viajaban a acompañar a la señorita Colombia a Namibia o a donde fuera.

En ese mismo sentido, yo viajé muchas veces al Festival de Cine de Cartagena, al de La Habana, al de Huelva y lo mismo con temas musicales. Hacíamos una cobertura importante que me dio mucho mundo, con el cine y con la música clásica de la que también fui responsable.

En la sección de cultura disfruté con un combo excepcional, algunos de ellos que se convirtieron en escritores muy respetables, comenzando por Fernando Quiroz, Marta Orrantia, Fernando Gómez, Mauricio Becerra y Manuel Kalmanovitz. También llevó en mi corazón a Pilar Luna, Natalia Díaz, Andrés Zambrano y tantos otros. Gente muy brillante de la que aprendí mucho. Esa escritura diaria, de aquellos días, me dio el oficio del periodismo.

Francisco Santos, hoy embajador en Washington, por aquellos años era el editor General de El Tiempo. Un día me llamó a su oficina. Me pidió que mirara una nota del New York Times para que hiciera una reseña para el periódico. Pero yo no sabía inglés. Se aterró, no lo entendió y le dije: “pero si yo nací en Chapinero”. Entonces me dijo que tenía que aprender el idioma y le contesté que precisamente lo tenía entre mis planes.

Me preguntó si iba a dejar El Tiempo, se lo confirmé y entonces me ofreció lo siguiente: “Nosotros en El Tiempo le pagamos seis meses de estudio de inglés. Escoja dónde, pero nos firma dos años de permanencia en el periódico, que empiezan a contar a partir de su regreso”. Por eso es por lo que digo que soy un tonto con suerte.

EXPERIENCIA EN LONDRES

Así que escogí Londres, la cuna de ese rock que siempre he adorado. Y no me equivoqué, llegué a una ciudad impresionante y que contenía, metro a metro, todo lo que yo amaba.

A Inglaterra llegaron Juan Pablo Montoya a competir en la Fórmula 3 y Faustino Asprilla a jugar en Newcastle. Ellos se convirtieron en mis fuentes primordiales para ser corresponsal de El Tiempo. Con eso me ayudaba a pagar la estadía y las cervezas.

A los seis meses, Pacho me recordó el compromiso y le dije: “Todavía no he aprendido inglés. Sé más italiano por la amiga con la que estoy saliendo. Lo otro, Pacho, es que tampoco he ido a Ámsterdam ni a París a visitar sus museos. Deme otros seis meses”.

Me llamó cuando ya cumplía un año y yo no quería volver. Estaba en un momento de dicha absoluta: asistí a los mejores conciertos de rock y de música clásica (la mayoría gratis). Fui a ver maravillosos partidos de fútbol. Probé todas las comidas populares y todas las drogas y todos tragos y todas las razas. Mi vida era una fiesta completa. Sin un peso, pero feliz. Cualquier cosa que surgía para mí era una aventura. Conocí varios países de Europa, gracias a los amigos que hice en la escuela de inglés. Fueron casi dos años extraordinarios. Hasta que volví a cumplir con lo acordado.

CITY TV

Regresé al año y diez meses y, a finales del 97, regresé a la redacción de El Tiempo. Conté con la suerte de que me dieron una columna deportiva, sobre Millonarios, que aun no sé por qué tuvo tanto eco. A su vez, a otro gran amigo, Eduardo Arias, le dieron la de Santa Fe y comenzamos el rifirrafe que luego se transformaría en programa de televisión.

Cuando El Tiempo compró la franquicia canadiense de City TV, me llamaron para que ayudara a idear programas. Salí de la redacción de El Tiempo y pasé a Citytv, donde inicié un programa de fútbol que llamó Sin amarillo, azul y rojo, en el que, de frente, con Eduardo, cada uno apoyaba a su equipo con la camiseta puesta. No sé qué fue lo que hicimos bien o mal, pero ese programa se convirtió en un programa de culto, porque, gracias a él, todavía la gente me identifica con eso en la calle.

Allá hice otros programas, como Ociópolis, pero hicieron un recorte tremendo y a los dos años de haber entrado, me sacaron con otros 100 empelados más.

REVISTA SEMANA

Entonces, gracias a la suerte endemoniada que he tenido, salió un trabajo precioso en revista Semana: hacer la Edición 1.000 de la revista. Me metí de cabeza, me tomó un año producir una revista de algo así como 800 páginas, que llevaba una antología periodística. Así que leí desde la edición 1 hasta la 1.000, escogiendo lo mejor que se ha publicado. Un camello estupendo. Gracias a ese trabajo, me llamaron de la Revista Cambio.

REVISTA CAMBIO

Un bien día recibí la llamada de Mauricio Vargas, invitándome a trabajar en esa revista que manejaban grandes periodistas como María Elvira Samper, Ricardo Avila, Roberto Pombo y Maurcio Vargas.

La propuesta era ser cronista. Así que fue así como, haciendo crónicas de la Colombia positiva en medio de semejante horror que fueron esos años de paramilitarismo, redescubrí mi país.

Hubo un tiempo, entre los viajes a Suramérica y Europa, en que me propuse a darle la vuelta al territorio nacional y logré hacer algunos viajes. Pero fue adelantando este trabajo cuando tuve ocasión de conocer mejor el territorio nacional. Ahí supe del miedo con el que vive mi país. Yo hacía historias positivas en medio del conflicto. Mi tarea era buscar cuentos bonitos de gente que estuviera haciendo patria.

Una vez, en Tierra Alta, Córdoba, a donde fui por una historia sobre la manera como desplazaron a los indígenas de la comunidad Emberá Katio, luego de hablar con un dignísimo líder indígena, en el momento en el que salí de la zona en una moto, de golpe aparecieron dos motos más que se ubicaron a cada lado y con ametralladoras. Y de esta manera nos acompañaron tres kilómetros. Fue la única que vez que tuve un susto. De resto, todo fue un lindo aprendizaje de país.  

Y como he sido un glotón, comencé a reconocer a mi país también desde la gastronomía. Sin excepción, haciendo esos trabajos, siempre pedí recomendaciones de los más populares platos de los sitios a los que iba.

Viajar por el periodismo siempre me ha parecido un privilegio. Algunas veces es agotador, pero, para mí, llegar a Sincelejo o a Barrancamermeja o a Pasto o la ciudad o pueblo que sea es una bendición.

Por eso siempre levanté la mano cada vez que decían en las redacciones: “Hay un viaje a tal lado para cubrir tal cosa”. Quería siempre echar carretera y ver nuestros ríos y nuestras montañas.

Una vez estoy volando, en medio de las nubes, cuando miro hacia abajo y veo nuestra geografía, mi estado mental cambia y mi cerebro se ubica entre una extraña melancolía y una rarísima creatividad. Ahí, por ejemplo, consigno en una libreta mis tontas ideas.

Algún día en la revista Cambio hicieron unos focus groups en los que les preguntaron a a los lectores por sus temas de interés. La gente estaba cansada de la violencia y dijo que quería mucho más sobre temas deportivos y gastronómicos.

Entonces, ante el resultado de ese sondeo, Mauricio Vargas decidió crear un par de secciones nuevas y darles un espacio fijo a los deportes –que aparecían de forma eventual–, asignándome esas páginas.

Lo mismo hizo con gastronomía. Yo le contesté que nunca había escrito sobre gastronomía y me dijo: “Usted cocina y escribe, razones suficientes para asumir el reto”. Sabía que cocinaba porque en esa época mi casa era el centro de acopio de los borrachos de Cambio, donde, en la mitad de las bebetas, yo cocinaba cositas. Así fue como, hace 15 años, comencé a hacer periodismo gastronómico.

SIERRA NEVADA DE SANTA MARTA

Pero también quise darme un año sabático y, otra vez amparado en la suerte que me ha acompañado, obtuve una licencia en Cambio para pasarlo en Santa Marta. Y me guardaron el puesto.

Allá, entre mis constantes viajes a la sierra, escribí una entrevista con el Joe Arroyo para la Revista Rolling Stone con la que gané el Premio Simón Bolívar. Luego, gracias a ese trabajo, escribí la biografía del Joe Arroyo, mi primer libro, publicado en el 2008: El centurión de la noche.

REVISTA CARRUSEL

Volví a la revista y cuando El Tiempo compró Cambio, Adriana Garzón, directora de Carrusel, me invitó a hacer una columna gastronómica en su revista. Esta columna me abrió otra ruta de conocimiento enorme. Gracias a ella, he recorrido el país y varias partes del mundo en busca de historias de cocina. Una verdadera delicia.

Hace quince años difícilmente había lugar para la gastronomía en los medios. Hoy es sencillamente imposible pensar en un medio de comunicación que no hable del tema.

REVISTA CAMBIO

Por presiones del gobierno de Álvaro Uribe, tal y como una vez lo contó Enrique Santos Calderón, cerraron la revista Cambio que venía destapando cualquier cantidad de escándalos como Agro Ingreso Seguro, Parapolítica y otros tantos más.

Así que sacaron a todos los periodistas, pero a mí me dejaron para iniciar otro proyecto.

REVISTA BOCAS

El nuevo proyecto era la Revista Bocas, que inició hace en el 2010 gracias al trabajo pilo y certero de María Elvira Arango y Fernando Gómez. Ahí, primero fui periodista senior por dos años y luego, desde hace ocho, su editor jefe. Ya llegamos a la edición 100. Es la única revista que existe en Latinoamérica dedicada exclusivamente al género de la entrevista. 

En BOCAS, aparte de ser editor, me he dedicado a hacer entrevistas a deportistas, un trabajo que se ha compilado en tres libros: Enséñame a ser héroe 1, Enséñame a ser héroe 2 y Enséñame a ser héroe 3, que acaba de ver la luz.

Debo decir, con abierto agradecimiento, que mi trabajo en El Tiempo me ha permitido hacer otros trabajos periodísticos, con ciertas pretensiones literarias: además de la biografía del Joe, me encontré con una historia dolorosísima sobre la muerte del cantante y todo lo lamentable que aconteció alrededor de sus últimos años. Hice entonces una especie de una ‘crónica negra’ y escribí ¿Quién mató al Joe?

Luego publiqué otro libro sobre el famoso partido de Colombia contra Argentina: El 5 – 0, que no es otra cosa que la crónica de todo lo que le pasó a esa famosa selección del año 93 y 94.

También publiqué los cien mejores momentos de la historia del ciclismo colombiano, en la La leyenda de los escarabajos. Y, luego, a ese libro, le agregué otros momentos, incluido el más célebre del ciclismo colombiano que el triunfo de Egan Bernal en el Tour de Francia 2019.

Inmediatamente después de esa hazaña, hice el libro biográfico de Egan Bernal: Egan. El campeón predestinado.

FAMILIA

Me casé, por primera y única vez, a los cuarenta años. Me divorcié a mis cincuenta, en el 2018. Actualmente vivo con mi novia y Maximiliano, un perro estupendo que adoro y que comparto con mi exesposa.

REFLEXIONES

  • ¿Qué balance haces de tu vida?

Nací en un país maravilloso, repleto de hijueputas. Así como aquí se pasa bueno un ratico, tenemos que soportar la barbarie del día a día. Yo la verdad no soporto ni acepto el desbordado nivel de violencia en Colombia. Lo he sufrido siempre y lo padezco como todos los colombianos. Me jode. No puedo ver un noticiero sin asquearme.

Me encanta Colombia, pero su vibración espiritual es muy baja. Somos una sociedad completamente permeada por el miedo que, para hablarlo claro, se transforma en horribles comportamientos cotidianos: patanería, egoísmo, oportunismo, agresividad,  maldad y, claro, mucha violencia. Todo eso es porque vibramos en miedo.

Colombia, como colectivo, creo, nunca ha vibrado desde el amor. Pero, ojo, también conozco la belleza de su gente que funciona desde su lotecito, desde ese lugar amoroso que es su pequeño entorno y que es muy lindo, pero que no ha podido ser, lamentablemente, colectivo. Ahí fallamos.

  • ¿Qué proyectos tienes?

Como mil, pero aterrizo pocos. Actualmente trabajo en cuatro de manera paralela. ¡Un desastre!

  • ¿Qué te gusta dejar en las personas que se acercan a ti?

No me propongo nada de eso.

  • ¿Cuál es tu sentido de la existencia?

A estas alturas del partido, intentar pasar sin cometer faltas e intentar anotar aunque sea un gol más o menos decente.

  • ¿Cómo te gustaría ser recordado?

Mi epitafio debería decir: “¡Que disculpen lo poquito!”.