María Elvira Samper

MARÍA ELVIRA SAMPER

Las Memorias conversadas® son historias de vida escritas en primera persona por Isa López Giraldo.

Soy una persona común y corriente, con su paquete de virtudes y defectos incluido. No soy activista de ninguna causa, pero desde mi trinchera defiendo los derechos de los demás, la libertad de conciencia y de expresión. Estoy a favor del aborto, de la eutanasia, del divorcio, del matrimonio entre personas del mismo sexo.

Nací y me crie entre periodistas, pero lo curioso es que mi primera inclinación fue por la educación, tal vez como reacción a la mediocre que recibí en el colegio, donde nos trataban como si nuestro destino ineludible fuera tener hijos y ser madres y esposas sumisas. Donde no había espacio para la discusión y el pensamiento libre. O tal vez también porque mi tío abuelo, Agustín Nieto Caballero, fue en su momento un gran innovador al introducir modernos modelos pedagógicos en el anquilosado y conservador sistema educativo. Creí que podía hacer alguna diferencia, pero fracasé en el intento.

Pertenezco a una generación de cambio, de transición. A la generación de la revolución sexual y los derechos de las mujeres, del movimiento estudiantil y la revolución cubana… La mayoría de mis compañeras de colegio fue a la universidad. Queríamos ser profesionales. Soy una privilegiada. Aunque no todo ha sido miel sobre hojuelas, he tenido oportunidades que millones de mujeres en este país no tienen o no han tenido.

ORÍGENES

RAMA PATERNA

ELENA GOMEZ

De la familia paterna conocí solo a mi abuela, Elena Gómez. Casada primero con mi abuelo Alberto Samper Sordo, y luego con un señor De Brigard a quien no conocí y de cuyo nombre no me acuerdo. Cuando enviudó empacó maletas y se fue con sus siete hijos para los Estados Unidos. En Bogotá vivía en un apartamento en un primer piso, con un patio interior lleno de luz en el que unos pericos volaban a sus anchas. Un verdadero jolgorio. Amaba los pájaros y no los tenía enjaulados.

Le encantaba arrendar fincas para las vacaciones en tierra templada. En El Ocaso, La Capilla, Santandersito. Tengo muy buenos recuerdos de esas vacaciones, en especial porque las pasaba con mi prima Juanita Santamaría, la más cercana.   

Viajaba mucho y siempre traía algo de sus viajes. Era cálida y alegre, y su brillante pelo blanco era muy bonito. Tengo pocos, pero muy bonitos recuerdos, y la última imagen que conservo de ella es recostada al lado de mi papá, enfermo de cáncer. Fue un domingo, lo visitaron también sus hermanas y cuñados, tal vez presintiendo que sería el último. Esa noche se puso muy mal y murió pocos días después, el 14 de abril de 1960.

ABUELO SAMPER

A mi abuelo Alberto Samper Sordo no lo conocí. Solo tengo muy pocas referencias y sobre todo muy generales. Era parte de una de las familias, como las del ex exministro Rafael Pardo y los Nieto Caballero, que fundaron el Gimnasio Moderno. La misma familia del llamado “gran ciudadano”, Miguel Samper Agudelo. Una familia liberal de políticos, literatos, industriales y comerciantes que, entre otras cosas, creó la empresa origen de la Empresa de Energía de Bogotá, y montó la fábrica de Cementos Samper. Todos los Samper tenemos las mismas raíces, somos la misma familia.

ALEJANDRO SAMPER GÓMEZ

Alejandro Samper Gómez, mi papá, era lo que se llama una buena persona. Cariñoso, sencillo, amable, discreto, y con mucho sentido del humor. Sus hermanos lo adoraban. Fue educado en los Estados Unidos, donde mi abuela lo matriculó en una academia militar para disciplinarlo, también hizo estudios en Londres. Le tocó vivir sin mi mamá los hechos violentos del 9 de abril, pues ella había tenido que viajar a México, donde mi abuelo era embajador, porque había sufrido un infarto.

Yo estaba ceca de cumplir un año y me cuentan que en esos días mi papá tuvo que recorrer tiendas en busca de tarros de leche en polvo para mis teteros y que, como mi cuna estaba junto a su cama, yo dormía con la mano agarrada a la suya. De ahí, supongo, nació mi vínculo tan fuerte con él.

Tuvo un almacén de materiales de construcción, “Manufacturas de Cemento”, pero un día se aburrió de la ciudad, vendió nuestra casa con todos los muebles y arrancó con mi mamá, mis hermanos Alejandro y Nohra, y yo, a montar una finca en los Llanos. Mi tío Alberto aportó la plata, mi papá el trabajo. La casa quedaba cerca de la base aérea militar de Apiay, cuando para ese entonces quedaba en el infierno.

Llegar por carretera desde Bogotá era una odisea. Fue en tiempos de la violencia liberal-conservadora, mucha gente había sido desplazada a las ciudades y había miedo de invertir en esas tierras. Mi papá se arriesgó. Fue como una especie de colonización, estaba todo por hacer, y él, con ayuda de mi mamá quien llevaba la contabilidad, montó una ganadería. Se llamaba “La Libertad” (no la del escándalo)

Durante la presidencia de Alberto Lleras, el primer Gobierno del Frente Nacional, el Ministerio de Agricultura compró la finca para convertirla en una granja experimental del ICA. Entonces mi papá invirtió en una tierra cerca de Acacías, y como ya era hora de que mi hermana Nohra entrara a colegio formal (a mi hermano Alejandro ya lo habían devuelto y vivía conmigo donde mis abuelos), también compró una casa en Bogotá en lo que hoy es el Chicó, una zona que entonces era de potreros. Otra colonización.

Iba y venía de la finca y allá pasábamos las vacaciones. Durante ese tiempo nacieron mis hermanos Lina y Ernesto, que no alcanzó a conocerlo. Cumplió un año cuatro días después de morir mi papá. Perder a mi papá tan joven, de cuarenta y cinco años, fue muy traumático para todos. A mi mamá, de treinta y tres años, le tocó echarse a cuestas la crianza de cinco hijos.

RAMA MATERNA

LUIS EDUARDO NIETO CABALLERO

Luis Eduardo Nieto Caballero, LENC, mi abuelo materno, fue escritor, político, diplomático, profesor y sobre todo periodista. Estudió Ciencias Políticas en París. Defensor a ultranza de las ideas liberales y la libertad de pensamiento. Era masón grado 33. Y fue, con su hermano Agustín, uno de los fundadores del Gimnasio Moderno. Codirector de El Espectador con Luis Cano en los años 20, luego escribió para El Tiempo durante muchos años, hasta su muerte.

Escribía en una Remington negra enorme o a mano con letra diminuta en pequeños rectángulos de papel (partía en cuatro las hojas tamaño oficio). Recortaba de los periódicos las columnas y los artículos que le interesaban y los pegaba en unos libros grandes de tapas negras. Generoso como el que más, siempre les dio la mano a sus amigos más necesitados. Adoraba a mi abuela a quien la dejó ser y no le puso freno.

Le encantaban las hormigas culonas que le mandaban sus amigos de Bucaramanga. A los nietos nos las empacaba en unos cucuruchos de papel que armaba con las hojas donde escribía. Debido a su interés por los problemas del país y la política lo visitaban con frecuencia personajes como Alberto Lleras Camargo, Carlos Lleras Restrepo y Darío Echandía, entre otras figuras liberales. Su casa era un hervidero político y durante la dictadura de Rojas Pinilla fue víctima de la censura, pero aun así circularon sus famosas cartas clandestinas en las que denunciaba la corrupción del régimen. Él mismo las entregaba en palacio a un soldado de la guardia Presidencial. Me acuerdo de mi abuela diciéndole cuando salía a llevarlas: “¡Cuídate, Luis Eduardo!”.

Escribió varios libros, entre ellos, “Ideas liberales contra el intervencionismo”; “El dolor de Colombia” sobre la pérdida del Canal de Panamá; “Vuelo al Orinoco”, “Por qué soy liberal” y “Frente a los jesuitas”.   

Fue siempre una figura destacada y respetada del Partido Liberal (cuando el partido era respetable) y sobre todo en los tiempos de abusos de poder y de censura de prensa. Defensor de la separación Estado-Iglesia, y de la educación laica, fue blanco de críticas y diatribas de miembros de la iglesia que consideraban al liberalismo como la encarnación del mal. Tengo muy presente, porque me impresionaba mucho, una caricatura que tenía enmarcada en su biblioteca en la que aparece un obispo apuñalándolo por la espalda. Si no estoy mal, el famoso y cavernario monseñor Builes, el mismo que consideraba escandaloso que las mujeres usaran pantalones y montaran a caballo como los hombres.

Murió de un infarto el 7 de mayo de 1957, tres días antes del golpe que derrocó a Rojas Pinilla. Por la casa desfilaron todo tipo de personas para darle el pésame a mi abuela. Entre ellas, el entonces mayor Álvaro Valencia Tovar. Llegó de uniforme, no de civil, un gesto valeroso en plena dictadura que mi abuela agradeció después al votar por él en las elecciones del 78, cuando compitió por el Movimiento de Renovación Nacional, un movimiento de derecha.

El arzobispo de Bogotá, Crisanto Luque, prohibió la entrada del ataúd con los restos de mi abuelo a la iglesia de Sandiego donde se iba a celebrar una misa. Un río de gente lo acompañó hasta el Cementerio Central. Su entierro fue una manifestación política. Las fotos son impresionantes. Conocidos dirigentes liberales hablaron frente a su tumba. Conservo un libro con esos discursos llenos de elogios por lo que representó, por la defensa de las ideas liberales y de la democracia. Su muerte fue mi primera gran pérdida.

MARÍA CALDERÓN DE NIETO CABALLERO

María Calderón de Nieto Caballero, mi abuela, fue una mujer fuera de serie, llena de vida, carismática, divina, elegante, cariñosa, liberal. Fumó cuando las mujeres no fumaban, manejó carro cuando las mujeres no manejaban. Fue una de las primeras mujeres que participó en campañas políticas. Lo hizo en la de Olaya Herrera y cuentan que fue ella, durante un viaje por el río Magdalena, la que medió para que Olaya y López Pumarejo, que tenían sus diferencias, limaran asperezas. En la crisis del 29, mi abuelo quebró y ella, para contribuir a los gastos de la casa, se dedicó a hacer muffins para vender en el Hotel Granada.

Fue activista contra la dictadura de Rojas Pinilla junto con mis tías María Paulina y Clara, y su sobrina Elena Calderón, la mamá de Pacho Santos. Las llamaban “Las Policarpas”. Pintaban las paredes de rojo con frases contra la dictadura e imprimían panfletos contra Rojas Pinilla en un mimeógrafo que les guardaba un amigo en el barrio Santa Fe. Conspiraban día y noche.

Tengo muy presente el día en que llegaron unos detectives del SIC (el DAS de entonces) a requisar la casa. Vestidos de oscuro y con sombreros Borsalino, se veían miedosos. Mi abuela señaló una poltrona y ordenó que me sentara y no me moviera. Cuando los tipos se fueron, me paré del sillón y descubrí que debajo del cojín había una ruma de panfletos. Donde mi abuela se organizó la famosa manifestación de las mujeres contra Rojas, que fue disuelta a punta de manguerazos de agua. Llegaron empapadas, pero orgullosas de haber retado en las calles al “jefe supremo”.

En su casa había una especie de institución que era el tinto después de almuerzo. Todos los días llegaban a pasar la tarde mis tías Calderón y casi siempre Berta Puga de Lleras, una mujer cariñosa y dulce a quien recuerdo tejiendo. Y también amigas, todas liberales. Hablaban especialmente de política y despotricaban contra los godos.

Pintaba en porcelana, oficio que aprendió en Ginebra (Suiza), donde mi abuelo era ministro Plenipotenciario antes de estallar la segunda guerra mundial. Al regreso empezó a dar clases y enseñó hasta los ochenta años o más, de lunes a viernes por las mañanas. Incluso ya muerto LENC, siguió siendo muy activa en política y su casa centro de reuniones. Murió en octubre de 1990 a los noventa y cinco años. Otra gran pérdida. Ella iluminó nuestras vidas.

LUCY NIETO DE SAMPER

Lucy Nieto de Samper, mi mamá, es seria, discreta, austera, tímida y a veces indescifrable porque es muy reservada y difícilmente habla de cosas personales, de su pasado, de sus recuerdos. Su fortaleza y tenacidad para sacarnos adelante cuando quedó viuda es algo que sus hijos admiramos y agradecemos profundamente. Lo hizo a punta de tecla, escribiendo para varios medios, por lo general free lance. El tac tac tac de su máquina de escribir, una Olivetti portátil Lettera 22, nos acompañaba todo el tiempo. Y como vivía de escribir (no fuimos una familia rica, aunque nunca nos faltó nada) y poco tiempo le quedaba para pararnos muchas bolas, tuvimos a Tránsito Vargas, una especie de ama de llaves que mandaba en la casa.

Mi mamá tenía dos herramientas claves para lidiar con nosotros: el diccionario y el mejoral. Por ejemplo, a una pregunta sobre qué significaba una palabra contestaba: “Busca en el diccionario”. Y si nos quejábamos de algún dolor, decía: “Tómate un mejoral”. Le tocó muy duro, Tanto, que recuerdo un par de veces en que la acompañé a una oficina prendaria del Banco Popular (su hermano era el presidente) a empeñar el juego de té de plata para poder terminar el mes. Y cuando tenía que pedir crédito en el banco, se aseguraba de que la suma no pasara de cierto límite, para que mi tío no enterara porque, según ella, seguro le negaban el préstamo. Así era y es de estricta mi familia.

Asumió la viudez y las dificultades y circunstancias difíciles con mucha fortaleza y coraje. Gracias a su incansable trabajo –siempre mal remunerado y, con excepciones, por lo general free lance– todos fuimos a la universidad y estudiamos lo que quisimos, sin presión alguna. Y se dio mañanas para que todos estudiáramos un año por fuera. Aceptó nuestras disfuncionalidades, nuestros divorcios, nuestras nuevas parejas. Sus hijos no tenemos cómo agradecerle lo que hizo por nosotros. Lo que sacrificó y se sacrificó por nosotros.

No fue a la universidad por cuenta de la segunda guerra. Mis abuelos vivían en Ginebra y regresaron antes de la declaración oficial. Mi mamá y su hermana Clara se quedaron empacadas y con los crespos hechos. Se frustraron los estudios que planeaban hacer en Europa.

Empezó a escribir cuando enviudó. Lo hizo para Cromos, entonces propiedad de Jaime Soto y Jaime Restrepo, y a mediados de los 70 para Vanidades, con sede en Miami e invitada por su amiga la periodista Elvira Mendoza. Tuvo un programa de radio en Caracol, “Contrapunto Femenino”, por iniciativa de Jaime Soto que hacía el muy famoso “Contrapunto” en esa cadena. Y también uno de televisión, “Algo para recordar”, que creo que ni ella recuerda. Sin embargo, su casa periodística fue El Tiempo. Empezó en la sección de Sociales. la sección que encargaban a las mujeres, pero a raíz de un accidente en el carro y luego de los mil trámites que tuvo que hacer, logró que Enrique Santos Castillo, editor del periódico, la dejara escribir sobre el horror de la tramitomanía y los problemas de Bogotá.

Se apartó así de los temas triviales y fue incursionando en otros de mayor calado, como la desigualdad de las mujeres, el medio ambiente y el derecho a morir con dignidad. Fue pionera en la defensa de los anticonceptivos y de la libertad y autonomía de las mujeres para decidir sobre su cuerpo y el número de hijos. Apoyó al doctor Fernando Tamayo, fundador de Profamilia, y eso la convirtió en blanco de críticas y diatribas de monseñor Ernesto Solano, el párroco de la Iglesia del Chicó a donde íbamos a misa los domingos. En no pocos sermones, el cura levantó su dedo acusador contra ella por defender lo que la iglesia consideraba pecado. No volvimos a esas misas.

Fue secretaria de prensa de López Michelsen y jefe de la oficina de prensa del presidente Barco. En este cargo duró poco porque un “genio” en publicidad asumió funciones que se traslapaban con las de ella y, contrario a lo que había vivido en gobierno de López, que la tenía en cuenta y en el que asistía a los Consejos de ministros, con el de Barco no fue así. Al sentirse al margen renunció.

Fue dos veces cónsul en Milán, nombrada por López y Barco. Dejó el consulado en el 90 luego de la muerte de mi hermana Lina. Un golpe que encajó con la entereza y el estoicismo, su sello de fábrica.

Algo que la muestra en toda su integridad y que evidencia cómo han cambiado las cosas y se han borrado las fronteras éticas, es que nunca usó el carro oficial que le asignaron para algo distinto a las funciones de su cargo. Por ejemplo, no lo usó para ir a hacer mercado, ni para llevarnos al médico o a una fiesta. Las diligencias personales las hacía en su carro, un viejo escarabajo Volkswagen azul. Sus hijos nunca montamos en el oficial.

Escribió su última columna en noviembre de 2022. La tituló “Punto final”, una emotiva despedida a los noventa y nueve años de un oficio que ejerció durante sesenta. Creo que el periodismo colombiano le debe un reconocimiento.

HERMANOS

Alejandro, el segundo, fue el “buen salvaje” de la familia. Auténtico, sencillo, austero, noble, reservado, amante de los animales y de la música, con habilidades de artesano y mucho sentido del humor. A todo el mundo le ponía apodos, y muy buenos. Estudió los años en el Anglo Colombiano y se graduó en el San Carlos. Hizo estudios de Arquitectura, pero terminó en Buenos Aires graduándose en Técnicas Agropecuarias. Trabajó en el Inderena donde conoció al sabio Jorge Hernández, creador de los Parques Nacionales en Colombia.

Luego se dedicó a administrar fincas. Echó raíces en el Llano donde vivió más treinta y cinco años y le tocó lidiar con las Farc y los paramilitares. Murió de un infarto en plena pandemia, en mayo de 2020. Dejó una hija, Laura, y una nieta, Gaelle, sus dos amores.

Nohra, la tercera, es la que congrega a la familia, la que organiza la Navidad y los cumpleaños de todos en su casa. Alegre y con mucho sentido del humor, siempre mira hacia adelante, siempre anima a los que están bajos de nota. Cocina como los dioses y es de una generosidad sin límites. Hizo estudios de Diseño, pero se graduó en Comunicación en la Tadeo. En el 94 le tocó vivir el secuestro de quien era su esposo. Su hijo Nicolás de nueve años, estaba presente. Lo secuestraron en una finca que tenían en San Martín (Meta).

Una situación muy compleja en la que demostró su entereza y capacidad para mantenerse en control y delegar la negociación en las personas idóneas. Fue secretaria general de Fedemetal durante varios años y gerente de Leasing del Valle en Bogotá. Hizo estudios de alta gerencia en Los Andes y hoy trabaja en una firma de finca raíz. Tiene una nieta, Eloísa, un terremoto que es su adoración.

Lina, la cuarta, murió muy joven de cáncer, en enero del 90. Divertida, cariñosa, tierna, necia para la comida y amiguera, tuvo mucho éxito, sobre todo entre los amigos de mi hermano Alejandro. Adoraba a los niños, estudió Psicología Infantil. Dejó dos hijos, Camila y Felipe, quienes viven en el exterior, pero están siempre en contacto con nosotros. Con los mellizos de Felipe y Mylene, y el hijo por llegar de Camila y Micahel, mi mamá suma seis biznietos. Fui muy cercana a Lina. Su muerte me partió el corazón.

Ernesto, el menor, es reservado, estricto, discreto, austero, buen lector, de pocos, pero muy buenos amigos, y amante del fútbol (hincha de Millonarios y del Real Madrid). Estudió Relaciones Internacionales en la Tadeo, trabajó varios años en Carbocol y fue consejero en la Embajada en Washington. Ahora se dedica a la traducción. Es un super papá, el papá de Gabriela.

INFANCIA

De los primeros años de infancia, antes de ir a vivir a la finca en los Llanos, me acuerdo de mi bisabuela materna, una viejita divina vestida siempre de negro con una espesa trenza blanca; de mi casa de estilo español con jardines y patio interior en la que viví hasta los siete años; de los perros de mi papá; del miedo a los bigotes y del terror al carbonero que llevaba el carbón en una zorra para venderlo en las casas y nos decían que se robaba a los niños que se portaban mal.

Recuerdo los juegos en la calle con los vecinos y al tendero de la esquina, don Jorge, que nos fiaba chocolates y colombinas. Inolvidables los almuerzos del domingo donde mis abuelos maternos y las obras de teatro que montaba mi primo Juan Caro, y los disfraces con las pieles y los sombreros de mi abuela, mientras los grandes jugaban cartas.

No olvido las vacaciones en fincas que arrendaba mi abuela paterna en tierra templada (La Capilla, Santandercito y El Ocaso), donde mi papá nos enseñaba a nadar en unas piscinas de piedra con musgo en las paredes y el agua helada. Y también los viajes a Mesitas del Colegio a la finca de Luis Cano, casado con Paulina, la única hermana de mi abuelo. Impajaritable la mareada en esa carretera llena de curvas, por lo general a la altura del salto del Tequendama. Mi abuelo me tranquilizaba diciendo que el velo de mi vestido de primera comunión iba a ser como ese salto.

La pólvora no podía faltar en Navidad. Mi abuelo compraba cajas de pólvora llenas de volcanes, velas romanas y luces de bengala. En la del 55, el hijo mayor del mayordomo quiso asustarme con una luz de bengala prendida, se le salió de la mano y me quemó el ojo izquierdo. Casi lo pierdo. Lo salvó el doctor José Ignacio Barraquer, que en ese entonces atendía en unos consultorios en la parte trasera de la Clínica de Marly. Me han hecho más de seis operaciones, soy parte del inventario de la Clínica Barraquer.

De mi vida en los Llanos, recuerdo la casa sobre la carretera Villavicencio-Puerto López. Una casa vieja, sencilla, con techos de tejas rojas de zinc, muros blancos y ventanas protegidas con angeo. Tenía tres cuartos y un solo baño. No había servicio público de energía, sino una planta que funcionaba con ACPM, que prendían solo en la noche. La nevera era de petróleo y la plancha de carbón. Un molino de viento bombeaba el agua de un pozo profundo a un tanque instalado muy alto para que el agua llegara por gravedad. Muy elemental todo. Infaltable cada ocho o quince días una pastilla de Aralen para evitar el paludismo.

Llegar a los Llanos fue como llegar a la selva. Por primera vez vimos culebras, güios, chigüiros, venados, iguanas, micos, dantas y sapos enormes. Nos vestían con jeans y camisas de manga larga abotonadas hasta el cuello para que no nos picaran los bichos. Pero nos picaban las garrapatas y las picadas nos producían ronchas que se infectaban. A las cinco de la tarde, la hora de la curación, mi mamá, aguja en ristre, las pinchaba, limpiaba las heridas con agua oxigenada y remataba con merthiolathe. Y si nos invadían las coloraditas, unas garrapatas minúsculas, nos pasaba por las piernas un paño humedecido en agua con petróleo, y santo remedio.  

Ya aclimatados, fuera pantalones y camisas de manga larga. Andábamos de arriba para abajo con los hijos del mayordomo, nuestros mejores amigos. Vivíamos trepados en los árboles, jugando con los perros, cogiendo guayabas, mangos y guanábanas, montando a caballo. Aprendimos a montar al estilo llanero con los vaqueros de la finca. Teníamos un cementerio de animales y fabricábamos las lápidas con cemento que robábamos del depósito. Grabábamos con un palito sobre el cemento fresco las siluetas de los animales enterrados (ratones, sapos, culebras, pájaros, lagartijas…) No había piscina, la nuestra era un bebedero para del ganado que quedaba a pocos metros de la casa.

Fue una época feliz. Éramos libres. Acompañábamos a mi papá a errar, bañar y vacunar el ganado, y a revisar las cercas y las salineras en los potreros. Cada potrero tenía un nombre, pero recuerdo uno especial que mi papá bautizó “el sol de los venados”, el más lejano de la finca, sobre el río Ocoa. Nos llevaba a veces a las cinco de la tarde para ver pasar las manadas. Y allá fuimos un día a dejar un venadito que mi papá encontró herido y lo curó. Queríamos quedarnos con él, pero no dejó. Nos dijo que su vida estaba con la manada.

Solo pudimos tener un mico (estaba cuando llegamos). Se llamaba “Bejuco”, andaba por todas partes y hacía desastres en la cocina. Y recuerdo un pechirrojo, regalo de un amigo de mi papá, que vivía suelto, pero que si lo llamaba aparecía y se me paraba en el hombro. Tuve un caballo que se llamaba “Charro Negro”, como el legendario guerrillero. Un día lo mordió una culebra y “Don Braulio”, un curandero que vivía en un caserío cercano, lo rezó y lo salvó. También rezaba al ganado enfermo. Eso era normal para nosotros. Crecimos oyendo cuentos sobre la “llorona”, la “patasola”, la “bola de fuego” y la “madre monte”, mitos llaneros.   

En el 55 mi papá y mi tío importaron ganado Santa Gertrudis de los Estados Unidos para aclimatarlo en la finca, donde la mayoría era de raza cebú. Trajeron un semental que se llamaba Pitbull, y en una feria en Villavicencio –la primera a la que íbamos-, el general Rojas Pinilla, quien estaba presente y era “aficionado” a las reses y a las tierras, mandó un “propio” para insinuarle a mi papá que se lo regalara. Se negó, claro está, pero fue muy incómoda la situación. Eran tiempos de la dictadura.

Derrocado el general, me acuerdo de haber acompañado a mi mamá a votar en el plebiscito del 57 para avalar el Pacto del Frente Nacional. Era la primera vez que votaban las mujeres. Y tengo dos recuerdos que pueden parecer fantasiosos. Uno es el humo que salía de la casa de Carlos Lleras Restrepo cuando la incendiaron. El mismo día en que incendiaron la del expresidente López Pumarejo y las sedes de El Tiempo y El Espectador (6 de septiembre de 1952). Tenía cinco años, pero me acuerdo.

No sé por qué estábamos mi papá, mi mamá y yo donde mis tíos Ernesto Caro y María Paulina Nieto, que vivían a dos cuadras de Lleras. Amigo de la familia, mis tíos recibieron a su hijo Fernando para protegerlo. Lo recuerdo tocando piano mientras ardía su casa, una escena surrealista, y también me acuerdo de haber acompañado a mi papá a buscar unas camisas que tenía sin estrenar y una máquina de afeitar para llevárselas a Lleras que se había refugiado en la Embajada de México.

Y no olvido el autógrafo de Guadalupe Salcedo, jefe de las guerrillas liberales del Llano. Mi mamá se lo pidió para mí, coleccionista de autógrafos, en una reunión donde mi bisabuela, pocos días antes de que lo asesinaran. Lo perdí, pero tengo muy presente su firma. Remataba con unas lazadas en la parte inferior que, según decía, representaban su mano protectora sobre el Llano. 

Muchos recuerdos… También las vacaciones con mis primos Samper en una finca en Armero. Dormíamos todos en el mismo cuarto, en catres de lona, y pasábamos muy malas noches por la cantidad de murciélagos. Les teníamos pánico. Nos ofrecían un peso por murciélago que cogiéramos. Sobra decir que nunca cogimos uno. Íbamos al río a fumar cigarrillos robados y con chicle o crema dental disimulábamos el tufo. Allá aprendí a hacer pandeyucas y melcochas con mis primas.

ACADEMIA

En el colegio, confesional y más papista que el papa, fui una permanente piedra en el zapato, sobre todo en el bachillerato que lo pasé con matrícula condicional y castigada casi todos los sábados por estupideces. Lo que no era pecado estaba prohibido. Todo era de memoria, teníamos que copiar lo que nos dictaban en un cuaderno.

No son muy buenos los recuerdos de ese colegio. Me comparaban con mi prima Juanita a quien destacaban como “un dechado de virtudes”, mientras a mí me consideraban una “líder para el mal”. No encajaba en el molde de niña buena, destinada al hogar, a cuidar hijos y a la sumisión. En sexto de bachillerato, y sabiendo que quería estudiar Filosofía y Letras en los Andes, la rectora me montó la cacería para que estudiara en la Javeriana porque de lo contrario iba a perder la fe. Y la perdí y me liberé de las telarañas de la religión católica que nos metieron en la cabeza.

UNIVERSIDAD DE LOS ANDES

Estudié Filosofía y Letras en la Universidad de los Andes. Fue difícil al comienzo, pues, aunque había pasado con buen puntaje, me sentía por debajo del nivel de mis compañeros. No tenía método, no sabía cómo tomar apuntes, cómo hacer notas de pie de página, pero poco a poco aprendí. Entonces no había internet ni celulares ni computadores personales. Los de la Universidad eran unas consolas enormes celosamente guardadas en un cuarto refrigerado, una especie de santuario al que no tenían acceso los estudiantes. Su “sumo sacerdote” era Javier Caro.

Tuve excelentes profesores como Danilo Cruz, decano de la Facultad y uno de los más eminentes filósofos colombianos a quien le teníamos temor reverencial; Eduardo Camacho, el mejor profesor de literatura que he tenido; Andrés Holguín, Abelardo Forero Benavides y Jorge Restrepo, entre otros. Y como compañeros en algunas clases recuerdo muy bien a Gustavo Cobo Borda, quien usaba un abrigo negro enorme que le servía para esconder los libros que se robaba en la Buchholz; a Jorge Plata, Guillermo Alberto Arévalo y Ricardo Camacho, fundadores del Teatro Libre de Bogotá, y a las escritoras Piedad Bonnett y Laura Restrepo.

Mis años en la Universidad fueron de agitación estudiantil, de la de la primera huelga de los Andes, del surgimiento del MOIR y la Revolución Cultural China; de la guerra de Vietnam y el peace and love; de la invasión soviética de Checoslovaquia y la Primavera de Praga; de la liberación sexual, la minifalda y los anticonceptivos; del movimiento contracultural de mayo del 69; de la llegada del hombre a la luna; del fraude en las elecciones del 70 y el surgimiento del M -19, del UPAC y el Renault 4, amigo fiel. La universidad me abrió otros mundos. Estudiar Filosofía me dio estructura mental

TRAYECTORIA PROFESIONAL

MONITORA

Mi primer trabajo, si así puede llamarse, fue como monitora de español en la Universidad. Me pagaban quinientos pesos el semestre. Terminada la universidad y mientras hacia la tesis de grado, dicté clases de Historia del Arte en el Liceo Boston

COLEGIO COLSUBSIDIO

Recién graduada y recién casada, a comienzos de los años 70 dicté clases de filosofía en el Colegio de Colsubsidio, un colegio para niñas de bajos recursos. Me botaron a los dos años por “anarquista”, en medio la sesión solemne, frente a todas las alumnas y los padres de familia. Nunca supe qué entendían por anarquismo, pero me pusieron de paticas en la calle. Estaba embarazada. En esos dos años, con Gloria Nieto de Arias, una mujer amorosa y muy culta, y María Mercedes Gómez, compañera de universidad y profesora de literatura, escribimos el libro “Qué leer”, una guía de grandes autores con su obra más destacada. La idea era estimular la lectura entre los jóvenes.

ESTUDIOS EN CIENCIA POLÍTICA

En el 75 nos inscribimos con Laura Restrepo para hacer un máster en Ciencia Política en Los Andes. Era un programa nuevo de un año, semi-desescolarizado (dos semanas de clases presenciales y dos meses de lecturas y trabajos en la casa), que dirigía el profesor Francisco Leal. Casi no nos recibe porque no sabíamos de estadística. Lo convencimos a punta de carreta y nos admitió. Logramos pasar la materia gracias a Juan Samper, entonces esposo de Laura, quien nos hacía los trabajos. Nosotras nos fajábamos con los marcos teóricos y las definiciones conceptuales. Tuvimos entre los profesores al exministro Fernando Cepeda y a Paul Oquist, autor de un libro sobre violencia y política en Colombia quien terminó después defendiendo a Daniel Ortega.

Con Laura nos hicimos amigas de Carlos Eduardo Jaramillo, después asesor y consejero de paz del gobierno Gaviria. Y recuerdo entre los compañeros a Galo Burbano, catedrático de varias universidades, exdirector del ICFES y de la Universidad Pedagógica; a Carlos Ortiz, conocido historiador de la violencia en el Quindío, y a Rodolfo Uribe, exdirector del DANE. No me gradué porque no logré combinar tesis, trabajo, hijo y matrimonio.

INRAVISIÓN

Trabajé a mediados de los 70 en el Fondo de Capacitación Popular (dependencia de lo que entonces era Inravisión), en programas de educación a distancia. Estuve en comisión de la Pedagógica. Escribía libretos sobre literatura colombiana para el bachillerato por radio y programas para la primaria por televisión. Me hicieron la guerra unas profesoras que trabajaban en comisión del Distrito. Decían que yo quería hacer telenovelas, no enseñar. Y es que, para no replicar las clases presenciales de tablero y tiza, montaba minidramas con ayuda de mis compañeros de producción para explicar, por ejemplo, las partes de la oración (sujeto, verbo, complementos…) y aprovechaba para tratar temas como la violencia doméstica.

También hice un programa cultural, Media Hora, como parte de un plan para ampliar la programación del canal oficial. En esa época me separé, empaqué maletas y arranqué con mi hijo Andrés, de tres años, rumbo a Milán donde mi mamá era cónsul y vivía con mis hermanos Lina y Ernesto. Al regreso encontré que me habían quitado la comisión. Entré en pánico, pero a los pocos días me llamó el director de Capacitación y me enganchó en la nómina.

CONTRAPUNTO

A comienzo de los años 80, Jaime Soto me propuso trabajar en el Noticiero Contrapunto, del cual era director. Acepté feliz y trabajé dichosa durante cerca de ocho meses. Mi primer informe fue sobre niños polvoreros de un barrio del suroriente de Bogotá. Las familias vivían en condiciones de pobreza extrema, guardaban la pólvora debajo de las camas, sin seguridad alguna, y encontré varios niños quemados, algunos sin uno o dos dedos de las manos.

Era la época de lo que llamábamos “moto ondas”. No había microondas, grabábamos las noticias y los informes en casetes en la sede del noticiero (calle 19 con 3), que luego un muchacho llevaba en moto hasta los estudios de Inravisión en la 24, donde se emitía el noticiero. Grabábamos incluso las presentaciones. Fui presentadora con Otto Greiffenstein. Me daba pánico, pues era joven e inexperta y él una figura famosa. Entonces él, para tranquilizarme, me daba un trago de brandy antes de empezar. Decía que la voz se oía mejor. Fue muy generoso conmigo, me enseñó algunos trucos.

Conocí a Consuelo Cepeda, hoy defensora del televidente de RCN y a la gran reportera Olga Behar, reconocida por libros, como “Días de humo” sobre la toma del Palacio de Justicia y el “Clan de los doce apóstoles”, una conversación con un mayor del Ejército que compromete al expresidente Álvaro Uribe y a su hermano Santiago con el paramilitarismo.

REVISTA SEMANA

El informe sobre los niños quemados despertó el interés de Felipe López. Me llamó y me cito en una oficina en una casa destartalada, que, según él, había sido un burdel. Me contó que estaba montando una revista y me ofreció encabezar la redacción. Quedé de una pieza, no sabía qué era una rotativa y, aparte de trabajos y la tesis de grado de la universidad, solo había escrito reseñas literarias para la revista Nueva Frontera. No estaba preparada para esa responsabilidad.

Me dijo que el periodista Plinio Mendoza venía de París para ayudarle al montaje de la revista y que quería entrevistarme. Hablé con él días después, le repetí lo que le había dicho a Felipe, pero hizo oídos sordos y me pidió un perfil del columnista Roberto Posada García-Peña, D’ Artagnan, uno de los más leídos de El Tiempo. Lo escribí y poco después me llamó para decirme que le había gustado mucho, que trabajara con ellos. Le insistí en que no sabía de periodismo. “Yo le enseño”, me dijo y acepté.

Comenzamos en una oficina en un edificio en la avenida Jiménez frente a la Buchholz y después nos pasamos a una casa en la 85 arriba de la 11, que había sido sede de la campaña de López. Nadie daba un peso por la revista, se creía iba a ser un medio partidista.

Nos acomodamos en dos salas, no había máquinas de escribir para todos, teníamos que hacerlo por turnos. Trabajar con Plinio no fue fácil por su temperamento, fuerte y muy impulsivo, malgeniado; por los horarios extenuantes y el modo de trabajar, sin orden ni concierto. Salíamos de la revista los viernes a las cinco de la tarde rumbo a una imprenta que quedaba en la m…, con las carpetas llenas de artículos bajo el brazo.

Las jornadas eran hasta las tres o cuatro de la mañana, y si a Plinio no le gustaba un artículo, rompía las cuartillas, las tiraba al suelo y zapateaba encima. Yo recogía los pedazos, los pegaba y reescribía el texto con los cambios sugeridos por Plinio. Algunas veces tuve que ser pañuelo de lágrimas de periodistas que renunciaban al ver sus artículos en el suelo hechos pedazos. Hacía de psicóloga, los calmaba, era una rabieta más, Plinio estaba de paso.

Yo también le renuncié dos o tres veces, por razones similares. Pero la temperatura le bajaba rápido y se acercaba mansito a ofrecer disculpas. Esta fue toda una escuela, escuela vieja, pero aprendí mucho con él. Era audaz en la edición de las fotos, creativo y con chispa para los titulares y las “bajadas” de los artículos y, sobra decir, que escribía en forma magistral.

Regresó a París poco después de la derrota de López frente a Belisario. Sentimos que un piano nos caía encima. Felipe ignoraba por completo cómo se armaba la revista y yo tuve que aprender a los totazos bajo la tutoría de la gerente, Verónica López, una chilena con experiencia en revistas. Con ella empezó a ordenarse el trabajo, con plazos de entrega y cierre de pliegos durante la semana, pero Felipe mantuvo la cuota de desorden. Con frecuencia llegaba los viernes después de una comida a cambiar la carátula, garantía segura de una noche infernal.

Estuve diez años en Semana con Felipe a la cabeza, una de las personas más inteligentes que conozco, con gran olfato periodístico y algo muy importante, sin odios ni rencores. A él le debo muy buena parte de lo que soy.

A finales del 85, como moderadora del programa de televisión “El Juicio” de RTI (un trabajo paralelo a la revista) entrevisté a Fidel Castro, gracias a gestiones de García Márquez. En La Habana se lleva a cabo un foro sobre la crisis de la deuda latinoamericana. Periodistas de todo el mundo cubrían el evento. La entrevista casi se frustra porque me dio una fiebre altísima, pero lo logré y con dificultad, pues Castro hablaba eterno y no se dejaba interpelar. Semana publicó un artículo sobre la entrevista, “El show de Fidel”, en el que, por obvias razones, no metí mano.

En el 86 participé con Juan Gossaín, director de noticias de RCN Radio, y Álvaro H. Caicedo, director del diario Occidente de Cali, en el primer debate presidencial por televisión. Fue entre los candidatos Álvaro Gómez y Luis Carlos Galán (Barco no aceptó), producido por RTI y Espectaculares JES. De ahí en adelante se institucionalizaron los debates presidenciales. En el 90, Felipe López ganó el premio María Moors Cabot, otorgado por la Universidad de Columbia. En cierta forma fue reconocimiento al trabajo colectivo, pues en la revista nadie firmaba, escribíamos los artículos a varias manos. Felipe escogía con quién escribir los de política, pero aceptaba debates, sugerencias y cambios.  

Mis años en Semana fueron los de la apertura democrática de Belisario, los acuerdos con las Farc y el nacimiento de la Unión Patriótica; la crisis de los autopréstamos; el terremoto de Popayán; el asesinato del ministro Rodrigo Lara Bonilla, el intento fallido de negociación del cartel de Medellín y la arremetida narcoterrorista para tumbar la extradición; la Toma del Palacio de Justicia por el M-19 y la retoma para “¡salvar la democracia, maestro!.

Pero también la tragedia de Armero; los asesinatos de Guillermo Cano por orden de Escobar, y de Jaime Pardo Leal por los “paras” en connivencia con militares; la campaña de exterminio contra la UP y el auge de los grupos paramilitares; el secuestro de Andrés Pastrana y el asesinato del procurador Carlos Mauros Hoyos; las masacres en Urabá; el secuestro de Álvaro Gómez Hurtado por el M-19 y la desmovilización posterior de esa guerrilla; los secuestros de Diana Turbay, Pacho Santos y Maruja Pachón; las bombas contra El EspectadorVanguardia Liberal, el DAS y el avión de Avianca; los asesinatos del coronel Valdemar Franklin Quintero y de Luis Carlos Galán. Vivíamos con miedo.

Después de que el Noticiero QAP salió del aire, volví a la revista por unos pocos meses como asesora editorial. Todo había cambiado. De la precariedad de los primeros años, en una casa con goteras, y pollo y papa salada de Cali Mío los viernes en la noche, habían pasado a un gran edificio y langostinos de Harry Sasson el día de cierre. El director era Isaac Lee, un personaje oscuro, siniestro, un lobo disfrazado de oveja. Me sentía espiada todo el tiempo y renuncié.

RCN RADIO

Trabajé con Juan Gossaín en RCN cerca de tres años. Tuve que pedirle cacao. Me había propuesto varias veces que trabajara con él, pero estaba contenta en Semana y no le paré bolas. Sin embargo, llegó un momento en que tenía el agua al cuello, el sueldo no me alcanzaba. Lo llamé y nos pusimos una cita en la cafetería del Tequendama y, haciendo de tripas corazón, le pedí que me contratara. “Está contratada”, contestó.  Me fui contenta, pero sabía que el trabajo iba a ser muy pesado (de 6 a 10 en RCN, y de ahí en adelante, incluidos los sábados, en Semana).

Después supe que Enrique Santos Castillo, editor de El Tiempo, había llamado al doctor Carlos Ardila Lulle para decirle que no me contratara porque yo era “rojita”. Me salvó Florencia Borrero, entonces pareja de Ardila, quien me conocía, y lo convenció de hacer oídos sordos a la recomendación del viejo Santos. Fui la primera mujer en la mesa de trabajo de Gossaín y pese a que llegué aterrorizada porque mis compañeros eran periodistas con mucha experiencia, me acogieron como a una más. Renuncié en el 90 a raíz de la muerte de mi hermana Lina. Saqué la mano, no me dieron más las fuerzas. En Semana me subieron un poco el sueldo. A Juan y a su equipo de entonces los recuerdo con gratitud.

NOTICIERO DE LAS 7

Llegué al Noticiero de las 7 como llanta de repuesto de Juan Guillermo Ríos, un fenómeno en ese momento por su estilo muy personal de presentar las noticias. La junta pidió sacarlo porque los anunciantes estaban retirando la pauta. Consideraban que Juan Guillermo era demasiado cercano al M-19 responsable de la toma del Palacio de Justicia. Su salida fue considerada como un acto de censura. Yo estaba en Semana y Felipe me pidió que asumiera la dirección mientras nombraban a alguien en propiedad.

Llamó a José Pardo Llada, columnista del diario Occidente de Cali y muy popular en el Valle, para que lo presentara. Lo conocí un domingo en el apartamento de Felipe. Me pareció insoportable, hablador, megalómano… No me sentí cómoda y rechacé la oferta. Felipe me dijo que no aceptaba un “no” como respuesta. Hice consultas con Gossaín y Daniel Samper, me dijeron que aprovechara la oportunidad, y entonces acepté. Pésima decisión, porque además significaba horas extras de trabajo. Trasnochaba los viernes y dedicaba parte de los sábados al cierre de la revista.

A ninguno de los periodistas nos gustaba Pardo Llada. Tenía agenda oculta, quería lanzarse a la alcaldía de Cali, y usaba el noticiero como plataforma. “Esa niñita come en la palma de mi mano”, decía a mis espaldas. Y un día fue Troya. Publicamos una noticia sobre la Armada que tenía inconsistencias. Pidieron rectificar, escribí en el libreto la rectificación, pero el tipo no la leyó y así durante dos días seguidos.

Al tercero volví a escribir la rectificación y cuando menos pensamos tiró los papeles y renunció al aire. “¡Ya no aguanto más a esa señora, me voy del noticiero!”, dijo gritando y de ahí en adelante tocó aguantar tres minutos de perorata en contra mía. Al día siguiente, en El Espacio, que se alineó con Pardo Llada, explotaron el escándalo y me llamaron la “Ramona de don Pancho”. Fue horrible.

El estrés que producía ese señor llegó al máximo y colapsé. Terminé en la Fundación Santa Fe donde me recetaron píldoras para la ansiedad y el insomnio. Por otra parte, y para rematar, el gerente del noticiero dijo que, si Pardo Llada se iba, yo también tenía que irme. La junta no lo apoyó y seguí al frente del noticiero con Pilar Castaño como presentadora, hasta cuando nombraron al nuevo director.

QAP

En 1990 el Gobierno Gaviria abrió una licitación para los dos canales de televisión, un ritual que se repetía cada cuatro años. Entonces había diez noticieros, y unas programadoras como RTI, Punch, Colombiana de Televisión, Caracol y RCN, entre otras, que producían telenovelas, concursos y todo lo que no fuera noticias. Con María Isabel Rueda, entonces directora del Noticiero 24 Horas y columnista de Semana, hablamos hablado varias veces de buscar la manera de ser independientes y vimos ahí una oportunidad. Nos pusimos en la tarea de armar un grupo de periodistas y hacer una propuesta que rompiera con la tradición de adjudicar los noticieros a familias políticas (Pastrana, López, Gómez Hurtado, Turbay).

Después de explorar alternativas, y de algunos rechazos, pensamos en Enrique Santos Calderón, el columnista más prestigioso del país. Curiosamente, en esos días llamó a María Isabel para contarle que El Tiempo pensaba licitar y proponerle que se vinculara al proyecto. Ella dijo que no, que creía difícil que al periódico le adjudicaran un noticiero, y le hizo una contraoferta: aliarse con nosotras. Y así lo hizo cuando el periódico abandonó la idea de licitar. Era urgente, entonces, buscar un gerente con experiencia en medios. Barajamos varios nombres hasta llegar al de Julio Andrés Camacho, dueño de Cromos y exgerente de RTI.

Le sonó la flauta y aceptó. Pero faltaba alguien más para hacer más sólido y atractivo el equipo, y Enrique y yo, cercanos de García Márquez quien buscaba un pretexto para regresar a Colombia, propusimos su nombre como presidente del Consejo Editorial. Lo llamé a México, le conté los planes y aceptó, pero con una condición: ser accionista mayoritario.  “¡Piérdete una –le respondí irreverente-. Estás en la gloria, eres Nobel”. Me dijo que sabía cómo eran esas aventuras periodísticas, y que si nos iba mal él asumiría la mayoría de las pérdidas. Le agradecí su generosidad y me aventuré a decirle que seguro todo iba a salir bien. “Entonces quiero ser el minoritario de ustedes”, remató, y así fue.

Completo el elenco, necesitábamos una programadora de televisión inactiva, pero con sociedad vigente para sumar puntos, y descubrimos que TV – 13, de Benjamín Villegas, llenaba los requisitos. Le contamos y de inmediato se subió al bus. Entregamos los pliegos de la licitación y poco después recibí una llamada de Mauricio Vargas, excompañero de Semana y entonces consejero de Comunicaciones del gobierno Gaviria. El presidente quería saber si era cierto lo del regreso del Nobel. Era cierto, García Márquez volvió a Colombia con la idea de pasar temporadas largas.

Nos adjudicaron el noticiero QAP a las 9:30 de la noche, enfrentado a CM& de Yamid. Fue el primero en transmitir desde su propio estudio y el primero en tener un equipo de transmisión por microondas. Buscamos sobre todo periodistas jóvenes, sin mañas, Gabo quería hacer escuela. Y aunque barrimos a Yamid el primer día que salimos al aire (CM& tuvo muchas fallas técnicas) sabíamos que la competencia iba a ser a muerte con un periodista curtido y guerrero como él.

María Isabel y yo codirigimos el noticiero. Los primeros presentadores fueron Pablo Laserna y Adriana Larrota, una periodista de quilates que pronto se convirtió en número uno. Luego Jorge Alfredo Vargas en remplazo de Pablo y con Adriana hicieron gran equipo. Tras la renuncia de Adriana, quien viajó al exterior, llegó Inés María Zabaraín. Tras la renuncia de Jorge Alfredo, quien se fue a trabajar al Noticiero de las 7, Ernesto McCausland asumió la presentación y se lució con las crónicas que hacía.

El equipo que logramos armar en QAP fue maravilloso. De él hicieron partes Darío Fernando Patiño, Otto Gutiérrez, Nacho Greiffenstein, Gloria Congote, Vicky Dávila, la Nena Arrázola, Juan Carlos Ruiz, Juan Carlos Arciniegas, Héctor Fabio Cardona, Paula Jaramillo, Mariana Lloreda, Ilse Milena Borrero, Mabel Osorio, Leyla Ponce, Silvia María Hoyos, Paola Turbay, María Lucía Fernández y el profesor Carlos Antonio Vélez, entre otros.

Algunos tuvieron el privilegio de tener a su lado a García Márquez. Se sentaba en sus escritorios, les ayudaba a redactar las notas, corregía errores y sugería cambios. Muy pronto le diagnosticaron un cáncer, y entonces su presencia dejó de ser tan frecuente. García Márquez dejó su huella en QAP y fue el equipo de periodistas, profesionales con mística y vínculos muy fuertes, el que hizo de QAP lo que fue. Un noticiero innovador.

Fueron seis años duros, de muchas violencias y cambios (de las guerrillas, del paramilitarismo, y del narcoterrorismo); de la política de sometimiento y la entrega de Fabio y Jorge Luis Ochoa, socios de Escobar; de la muerte de Diana Turbay en episodios confusos; de la desmovilización del EPL y el Quintín Lame; de los diálogos en Caracas y Tlaxcala con la Coordinadora Simón Bolívar; de la Constituyente, la prohibición de la extradición y la entrega de Pablo Escobar; del bombardeo a Casa Verde, santuario del secretariado de las Farc; de la apertura económica y el apagón; del 5-0 frente a Argentina; de la fuga de Escobar; del escándalo de la financiación de la campaña de Ernesto Samper por el cartel de Cali y el proceso 8.000; del asesinato de Álvaro Gómez; del debut oficial de las AUC; de la privatización de la televisión… Y del final de QAP.

La adjudicación inicial era por seis años, prorrogables otros seis si se llenaban ciertos requisitos, pero el gobierno Samper, molesto por la posición crítica del noticiero, impulsó un proyecto de ley –Ley de Televisión- que cambiaba las reglas de juego y sus aliados en el Congreso lo sacaron adelante. Discutimos internamente sobre si participábamos o no en la nueva licitación. La decisión final fue retirarnos. Eran evidentes la falta de garantías y la intención de restringir la libertad de prensa. Fin del cuento.

REVISTA CAMBIO

La semilla de la compra de Cambio a su dueña Patricia Lara, fue una entrevista que le dio a Darío Arismendi en Caracol y en la que, sin querer queriendo, insinuó que tenía interés en vender la revista.Mauricio Vargas la oyó y nos reunió a Roberto Pombo, Pilar Calderón, Ricardo Ávila, Édgar Téllez y a mí, compañeros de Semana, para evaluar la posibilidad de comprarla. Después de fracasar en el intento de adquirir un paquete de acciones de Semana que Felipe López estaba vendiendo yque saboteó el entonces director Isaac, nos lanzamos al agua y a finales de 1999 se cerró la compra. García Márquez fue el accionista mayoritario, los demás en proporción al bolsillo de cada uno.

Debutamos con la portada de silla vacía que dejó Tirofijo en el lanzamiento oficial de los diálogos del Caguán con el Gobierno Pastrana. García Márquez estuvo presente, tomó notas y escribió la crónica. También escribió los perfiles de Clinton, Chávez y Shakira; la carátula sobre monseñor Castrillón como papable y tuvo una sección para responder preguntas sobre sus novelas.

En 2006, la crisis económica que afectó seriamente a grandes medios, por obvias razones también golpeó a Cambio. En la búsqueda de una tabla de salvación, El Tiempo, que quería ampliar su portafolio, ofreció comprar. No había más remedio que vender. García Márquez cedió su parte, pues no quería tener nada que ver con El Tiempo.

Nos trasladamos a las instalaciones del periódico, y en agosto de 2007 el Grupo Editorial Planeta compró el 55% de las acciones de la Casa Editorial El Tiempo. Entonces se hablada de la adjudicación de un tercer canal de televisión. El grupo editorial español estaba interesado en su adjudicación y su dueño, José Manuel Lara, tenía muy buenas relaciones y afinidades ideológicas con el presidente Uribe.

Nos volvimos incómodos por investigaciones como la de Agro Ingreso Seguro y porque destapamos un plan para instalar tres bases gringas en el país; por la oposición al cambio del “articulito” para permitir la reelección de Uribe; por las críticas a la negociación con las AUC, a la política de seguridad democrática, sobre todo en el segundo mandato, y a la tesis de que en Colombia no había conflicto interno sino amenaza terrorista, entre otras muchas cosas.

Teníamos un espía en la redacción del periódico que le soplaba todo al representante de Planeta, un señor Soler, antipático y sobrador que, cuando lo conocí, me dijo a quemarropa: “Guapa, escribís con las patas”. Estaba molesto por una columna en la que comparaba el estilo y las personalidades de los presidentes Uribe y Chávez.

Cubrimos el escándalo de la pirámide de DMG; la polémica Operación Orión en las comunas de Medellín; las negociaciones con el ELN en La Habana; la captura de Rodrigo Granda, líder de las Farc, en un dudoso operativo; los “falsos positivos”; la muerte de Raúl Reyes en un bombardeo a un campamento en la frontera con Ecuador; la extradición masiva de jefes paramilitares; la crisis diplomática con Venezuela; el escándalo del carrusel de la contratación en Bogotá;  la elección de Santos y el restablecimiento de relaciones con Chávez, el “nuevo mejor amigo” y  el inicio formal de las negociaciones de paz con las Farc, entre otras muchas cosas. En este país, un escándalo tapa el siguiente, y así como en un eterno retorno de lo mismo. Como la violencia, que no cede.

La revista murió a comienzo de febrero de 2010. Nos botaron a Rodrigo Pardo, director de la revista, y a mí, editora general. Las cifras no daban, nos dijeron (tampoco las de otros productos del periódico). Debíamos hacer tres números más. Desconcierto total, pues Rodrigo tenía en su poder el nuevo diseño de la revista para presentar a la junta, acordado con Luis Fernando Santos, presidente de El Tiempo. Pero no fue suficiente una botada, el lunes siguiente nos botaron por segunda vez. El plan era hacer una revista distinta, más ligera.

Salimos esa tarde con nuestros corotos en una caja. Los periodistas de Cambio y del El Tiempo nos hicieron calle de honor y nos despidieron con aplausos. Fue emocionante. Al día siguiente, durante la entrega de los premios de periodismo CPB, Yamid Amat, quien recibió el de “Mérito Periodístico”, nos dedicó el premio. La gente se paró y aplaudió durante varios minutos. Ese mismo año me dieron el premio Simón Bolívar por “Vida y Obra”. Un reconocimiento que no esperaba. Confieso que me emocionó mucho.

El cierre de Cambio generó un escándalo, y, aunque las directivas del periódico insistieron en las razones económicas, estoy convencida de que el verdadero motivo fue político. Así lo interpretaron medios nacionales e internacionales. Con el fin de la revista “ajusté” dos pérdidas de medios por razones políticas. Circulamos durante diez años, seis bajo la tutela de García Márquez y cuatro como apéndice de El Tiempo que nunca publicó la revista ligera que anunció. Pero Cambio resucitó de las cenizas el año pasado, en manos de su primera dueña, Patricia Lara, y de su hijo Federico Gómez. Y ahí va viento en popa.

RCN

No pasó mucho tiempo antes de tener nueva chanfa. Yolanda Ruiz, con larga experiencia en la radio y entonces directora de noticias de RCN, estaba buscando periodistas para nuevos programas y nos enganchó a Rodrigo y a mí para hacer parte de la mesa de trabajo de un nuevo programa, “Voces”, dirigido por Claudia Morales, hoy en cabeza de Juan Carlos Iragorri. Un programa de debate y análisis político de seis a ocho de la noche.

Cuando Claudia renunció, Yolanda se puso al timón y poco después, cuando Pacho Santos se retiró de la dirección del noticiero de la mañana, ella asumió el cargo y trasteó con Rodrigo y conmigo para armar un equipo. Sumó a José Manuel Acevedo, hoy director de Noticias RCN y a Jorge Espinosa; a Jorge Restrepo, director de Cerac y a Kelly Cabana; al Capi Romero y a Juan Manuel Ruiz, nuestra Wikipedia de cabecera. Un grupo variopinto y chévere que fue desmoronándose poco a poco.

Hicimos parte de un proyecto independiente diseñado por Yolanda, una periodista seria y equilibrada, cuya única exigencia era el respeto por los entrevistados, no matonear. No había personajes ni preguntas vedadas, ni agenda política partidista. Abrió espacio para la academia, especialmente útil para ayudar a entender asuntos complejos, y creó secciones como “Para entender lo que pasa”, “Pasan otras cosas” para temas propios y “Voz de mujer” para profundizar en la agenda de género. Un proyecto independiente que, creo que no fue bien entendido. Éramos el patito feo. No nos bajaban de “mamertos”.

Tiempos de polarización; de las negociaciones de La Habana y la reelección de Santos; del tal paro nacional agrario; de la firma de los acuerdos con las Farc, la feroz oposición del Centro Democrático y la derrota del plebiscito; de la elección de Duque y la ruptura de las conversaciones con ELN por la bomba en la Escuela General Santander; de los paros y movilizaciones, la llamada primera línea y la violencia de la policía; de la pandemia; del fracaso de la Coalición Centro Esperanza, y el triunfo de Gustavo Petro.

Estuve doce años en RCN bajo la batuta de Yolanda. Renuncié el año pasado por razones periodísticas de fondo, pero debo reconocer que en “las alturas” siempre respetaron mi posición y mis opiniones, algo que no les pasa a muchísimos colegas.

PROYECTO

De proyectos es mejor no hablar mucho, porque el pan puede quemarse antes de entrar al horno. Pero estoy cocinando un podcast con BLU Radio, y vengo dándole vueltas desde hace unos años a la idea de escribir un libro sobre mi nieta. Soñar no cuesta nada. 

LIBROS

En 2019 escribí y publiqué1989, por sugerencia de Édgar Téllez, editor de Planeta. Un libro en el que dejé el pellejo, que me hizo llorar y pasar noches en vela. Mirar para atrás y hacer memoria duele, pero es necesario. Fue el más violento del siglo. El asesinato de Galán, por ejemplo, causó conmoción y nos dejó una huella imborrable, pero también fue un punto de inflexión y uno de los factores que dio paso a la Constituyente.

El año pasado salió “Extradición: de Lehder y los Rodríguez a Otoniel: 40 años de guerra contra las drogas”, aventura en la que también me metió Téllez y a la que dediqué casi tres años. Empecé a escribirlo en marzo de 2019, a comienzo del acuartelamiento por la pandemia, y lo terminé a finales de mayo del año pasado. Otro parto de los montes.  

FAMILIA 

HIJO

Mi hijo Andrés es inteligente, muy crítico, de carácter, amante de la música y devorador de libros. Me pone la vara muy alta. Finalmente, los hijos superan a los padres. Y a las madres. Estudió Arquitectura e hizo estudios de Filosofía en los Andes. Fue parte del equipo que diseñó y construyó el Archivo Distrital y hoy trabaja asociado con otros arquitectos en diferentes proyectos. Está casado con una mujer maravillosa, Ana María, y él es un papá muy especial, siempre pendiente de estimular el interés de Lucía en la lectura, la ciencia y la protección del medio ambiente. Admiro la forma como educan, con “tratado de límites”, sin sobreprotegerla, dándole alas, dejándola explorar y hacer   

NIETA

Mi nieta Lucia es la persona que hoy le da el mayor sentido a mi vida. Es inteligente, divertida, curiosa, dulce y divina. Le encanta leer y heredó de su papá el amor por la música y la lectura. Tiene su propia biblioteca y es fan del rock pesado (¡un caso!). Su mundo es el de los unicornios, ama los gatos y armar legos de Star Wars; siente fascinación por los peces abisales y los agujeros negros.

De su mamá heredó la dulzura, la alegría y la capacidad de ver lo positivo aun en los momentos más difíciles. Nació con una condición genética conocida como piel de mariposa. El nombre lo dice todo. Me dice “Baba” y pasamos juntas las tardes de los martes. La llevo a clases de pintura al taller de una amiga mía del colegio, Elsa Junguito. A veces a exposiciones o jugamos fútbol en el jardín o a ser chefs. Bailamos, leemos, pintamos… Estudia en el Nueva Granada, un colegio con una clara política incluyente. Está feliz, va en primer grado. Es un ejemplo para toda mi familia.