Juan Ricardo Mejía

JUAN RICARDO MEJÍA

Las Memorias conversadas® son historias de vida escritas en primera persona por Isa López Giraldo

Estoy convencido que el conocimiento también viene en la genética y junto con la tradición oral contada por mis abuelos, he aprendido cosas que aunque no las haya vivido, siento que la historia de mis ancestros está en mí.

De manera particular siempre me ha interesado conocer mi procedencia, quien soy desde antes de nacer. He trabajado por más de treinta años en la construcción de la genealogía de mi familia, con ancestros desde el año 1.600, consultando en los pueblos, buscando en sus archivos. En el libro de genealogías que he utilizado para construir todas estas historias, solo aparecen los “nombres blancos” y cuando hay algo que no corresponde con lo “debido” lo ocultan, por lo que hay que buscar otras fuentes.

Mis apellidos son Mejía Botero y tengo totalmente referenciado desde el primero que llegó a Colombia. Mejía es un apellido español y Botero italiano – proviene de un grumete que a punto de morir desembarcó en Cartagena, se alivió y se radicó en Sonsón. De ahí venimos todos los de ese apellido.

Me he encontrado con algunos personajes reconocidos por la historia. Por ejemplo, en ‘La Marquesa de Yolombó’ de Tomás Carrasquilla, aparece Lucía Caballero, un ancestro de mi abuelo Botero. También  encontré indígenas nativos, por ejemplo, el primer Ramírez que llegó a Colombia, Juan Ramírez de Coy, se radicó en Santa Fe de Antioquia en mil seiscientos algo y su mujer,Juana Sánchez, era hija de Luisa, una india que tuvo amoríos con el general español Sánchez Torreblanca. A partir de ese momento no hay un solo descendiente Ramírez blanco en este país pues desde el primero mestizamos.

Soy bisnieto de Melitón Rodríguez, el fotógrafo quizás más importante, por lo menos de Medellín. Tuvo a su cargo la documentación de la sociedad medellinense, de su arquitectura y del progreso y desarrollo del departamento de Antioquia. Yo creí que su abolengo era ilustre y resultó proceder de esclavos. A finales de 1.700 hubo un Rodríguez blanco, bogotano, que tenía esclavos (cuando el amo les asignaba su apellido) y que negoció su libertad y pagó la de la mujer que amaba (otra negra). Quedaron en libertad y emprendieron la ruta por el país. Como ellos eran mezclados (porque el amo tenía relaciones con la esclava negra), Santiago Rodríguez llegó a Medellín y por lo que cuentan ya no era tan negrito.

Melitón fue un hombre libre pensador (como se autodenominaba). Tuvo nueve hijos, cuatro hombres en línea, cuatro mujeres en línea y remató con otro varón a los que, desde muy chiquitos, les vendió la idea de que era muy importante ser autónomos e independientes, capaces de defenderse en la vida. Así fue como se hicieron profesionales, aunque las mujeres al final se dedicaran a atender sus hogares.

Uno de sus hijos, Hernán Rodríguez, se fue a estudiar medicina a España en los años 20’s, de hecho, le tocó vivir la guerra, y allá se casó y murió.

Mi abuela fue la segunda de las mujeres. Nació en 1907 cuando las mujeres no emprendían nada diferente a conformar una familia, ella estudió en el colegio de señoritas y fue secretaria de Carlos E. Restrepo cuando ya había pasado su presidencia y cuando ya había regresado a Medellín porque él ejerció el cargo antes de que mi abuela naciera. Cuando se casó con mi abuelo, montó con él empresa, la forjaron juntos y hasta el día de hoy, siempre que se habla de Transportes Botero Soto reconocen en ella el alma de su nacimiento. Mi mamá dice que a mi abuela le tocó una vida más libre que la que ella vivió años más tarde, porque eran más pone problemas y más cansones en los años 50’s.

Hace dos años encontré a mi tatarabuela, Eustasia Cadavid, -Tata-, en el libro de registros en San Pedro de los Milagros, Antioquia, en el cual certifica que nació en 1840. Supe entonces que se habían radicado ahí pero provenía de Santa Rosa de Osos. Decidí llamar al arzobispo para esclarecer la línea de los Cadavid.

Mis otros abuelos, los paternos, también fueron espectaculares y llenos de historias. Mi abuelo Ricardo venía de Salamina, era un hombre de fincas que al llegar a Medellín donde se instaló, montó una agencia del periódico El Tiempo en los años 30. Para poder recogerlo solamente había dos caminos: Bogotá lo mandaba por tren hasta Puerto Berrío y de allí a Medellín (lo que tardaba dos días) o iban por él en una avioneta hasta la capital.  Alguna vez desde el aire vio por primera vez una tierra que terminó convirtiéndose en la finca de la familia. Cuentan que el piloto le dijo: “Don Ricardo, mire esa tierrita”. Con el tiempo fue a buscarla hasta que la encontró y ha sido la finca de la familia y donde hemos crecido y vivido por 3 generaciones.

No he escrito la historia familiar, tarea que me propongo hacer cuando me jubile, pero sí cuentos. Conservo uno de la casa vieja de la finca de finales del siglo XVIII y principios del XIX, construida en tapia, muy hermosa y ahora está especialmente bella porque hace poco la restauramos sin cambiarle nada. Mi abuelo cuando vino de Salamina (cerca de San Félix, Los Valles Altos y el Valle de la Samaria, un lugar absolutamente lleno de palmas de cera -incluso más que el Valle de Cocora-), trajo varias palmas que sembró en la finca. A mí me tocaron medianitas, hoy ya son árboles de treinta o cuarenta metros de altura. Alguna vez tuve un sueño muy lindo referido a ellas:

Están todos los miembros de la familia parados en el corredor de la finca. Llega una borrasca que hace que las palmas se balanceen de una manera terrible, pero todos nosotros conservamos la calma, estamos muy serenos. Mi padre nos dice: “No podemos hacer nada”. La borrasca iba a tumbar la palma mayor. Lo curioso es que a nosotros el viento no nos toca, solo observamos. Mi padre nos toma a todos de la mano, hacemos un círculo alrededor de la palma, hasta que de repente el viento la vence, ella cae y de su raíz sale una pequeña luz que se eleva. Es el espíritu de la palma que ha sido el testimonio de nuestra historia.

El 9 de abril de 1948, cuando mi papá tenía diez años, ocurrió el Bogotazo. Ese día en Medellín la situación estaba muy difícil. Como mi abuelo trabajaba con el periódico se mantenía muy al tanto de todo y le dijo a mi abuela: “Nos vamos para la finca mañana temprano”. Él había mandado a hacer para la finca la virgen de Salamina, una figura de un metro y medio de altura.

Se fueron esa mañana muy temprano al taller, la empacaron, la metieron en la cajuela de su carro rojo y recogieron a los niños. Así salieron de Medellín, tomaron la carretera vieja rumbo a Las Palmas y de lejos vieron el incendio que empezó a hacerse en el centro de la ciudad. Lograron llegar a la finca, pararon en Oleansis (el dueño quería ponerle El Oasis, pero no le entendieron bien) y allí se tomaron un ron y vinola (una especie de titifruti de vino). Llegaron a la casa, desempacaron la virgen y la pusieron en la gruta que había hecho el primo Arcesio y en la que todavía reposa. Lo más lindo de esa historia es que, nuestra virgen, es la última sobreviviente del taller de arte religioso que ese día consumió por completo por el fuego.

Soy una persona muy arraigada a la familia. Por mis abuelos maternos sentí una adoración casi enfermiza. Vivían en la casa del lado así pues que me crie bajo sus cuidados pues siempre que llegaba del colegio los buscaba para compartir. Disfruté menos a mis abuelos paternos que murieron cuando yo era muy pequeño. Mi núcleo familiar, el de mis padres y mis hermanas, también ha sido muy importante en mi vida. Durante la infancia y juventud, siempre estuvimos juntos. Mi padre que por hobbie era piloto privado, tenía avioneta, una Cessna Cardinal RG de placa HP1045 PP.  En ella hacíamos unos paseos deliciosos los fines de semana y todos los puentes festivos que hubiera.

Aún hoy, que ya somos adultos y que dos de mis hermanas viven fuera del país, seguimos en contacto permanentemente, mi papá y mi mamá son el núcleo.  Mi hermana Olga y yo almorzamos muy frecuentemente con ellos, la mesa del comedor siempre ha sido un lugar de compartir, un sitio de encuentro. Con Ana y Sandra siempre estoy en contacto y a través de mis padres me entero del día a día de ambas como si estuvieran en Colombia. Con mis sobrinos Matthias y Manuela, que son los únicos nietos de la la familia, tengo una relación muy fuerte y afectiva.  Aún son niños y me gusta mucho abrazarlos y darles besos, ojalá eso no se pierda cuando vayan creciendo.

Mi abuelo Eduardo fue filatelista y yo heredé su afición desde los cinco años. Me puedo quedar por largo tiempo mirando una estampilla, volteándola, limpiándola y poniéndola en perfectas condiciones, organizándola, separándola, viendo si tiene algún error filatélico. El tema es que no tengo tiempo casi nunca pero recientemente conocí un amigo, pues en filatelia no se tienen muchos, se trata del padre Posada que cuenta 91 años.

Por lo general programo una semana en que me concentro, así como lo hago con la genealogía cuando aparece un familiar que me engancha. Hace poco viajé a Salamina por una pista que me dio un tío y allá encontré tres o cuatro cosas que me hacían falta sobre las familias Mejía y Ángel.

Nosotros somos doce nietos por el lado materno y yo soy el mayor de la única hija mujer. Era una relación realmente muy estrecha en la que mi abuela me enseñó el diccionario a mis dos años cuando me sentaba en sus piernas y a los cuatro ya me sabía las banderas de todos los países del mundo y siempre me estaba contando historias, entonces, esta cosa de contador de historias que me brota es por ella también. Recuerdo ‘El Tesoro de la Juventud’, que es una enciclopedia muy hermosa que ya no existe pero que conservo. La leímos toda pero también poemas, cuentos, sobre biología y de historia de la humanidad.

Cuando tenía cinco años, mi madre muy preocupada al ver que yo no era un niño que salía a jugar futbol con otros niños del barrio, sino que siempre estaba investigando algo, me llevó donde el padre Bernal, un sacerdote de mi colegio. Yo muy asustado la oía mientras le consultaba. El padre le dijo: “Pero qué importa… Gente hay para todo. Si a él le gusta eso, déjelo tranquilo, déjelo en paz”. Ahí se acabaron mis problemas. Y es que yo no tengo habilidades ni destrezas deportivas, he sido torpe con los pies y esa nunca ha sido mi virtud.

Si bien no tengo una memoria fotográfica, sí es muy aguda como la de mi abuela que nos recitaba los versitos de ortografía que le enseñaban en el colegio cuando era niña. Tengo recuerdos muy vívidos de los tres años en adelante y supongo que influyeron mucho los temas de formación.

De las historias que me contaba mi abuela está la de cuando estudiaba en el colegio de señoritas. Al frente quedaba el colegio de ingenieros y siempre salían los unos y los otros al tiempo. Tenían ellas un uniforme aparentemente muy feo y éstos las fregaban por eso así que sacaron un versito que decía: “¿Ingeniero me pregunta que porqué estoy de mañé? / ¡Grosero, maleducado, eso no le importa a usted!” Mañé era la tela, así como un lino o un algodón. Supongo que de ahí que viene el significado actual de la palabra, aunque solo lo he oído de mi abuela. Es una teoría mía, pero me parece que empata perfecto con lo que se popularizó años más tarde entre nosotros.

Desde el colegio fui muy nerdito (conocidos en esa época como los mazos). Éramos un grupo de estudiosos a los que nos gustaba aprender y ser los mejores, nos pasábamos tratando de obtener el primer puesto, y claro, eso nos hacía un gueto, un espécimen un poquito extraño, lo que a mí nunca me preocupó.

Me fue bien en todas las áreas. Cuando estaba en segundo bachillerato calificaban de manera escalonada: el primer bimestre sobre 10, el segundo sobre 15, el tercero sobre 20. En dos oportunidades obtuve la máxima nota en todas las asignaturas.

Cuando llegué a la universidad a estudiar arquitectura, una de las cosas que miraban era la ficha de evaluación del colegio. En La Bolivariana tenían un canon para evaluar el tipo de colegio del que se provenía y la nota que tenía el estudiante. Yo era egresado del San Ignacio, colegio de Jesuitas y el mejor del momento. Mi promedio de todo el bachillerato fue de 9,1 sobre 10. En la entrevista me dijeron: “¡Pero usted es que no hacía nada más en la vida?”

Hice parte de un equipo de fútbol en 4º. de primaria, porque me atormentaba la idea de no jugarlo. En el primer partido ganamos por W y el segundo perdimos 2-0 por dos autogoles míos. En el siguiente entrenamiento un ‘amigo’ me paró en un hormiguero y me dijo: “Salite de aquí g@#& porque nos vas a hacer perder. Esto para que te quede claro que no te queremos en el equipo”. Y me quedó clarísimo. Yo no era bueno para los deportes.

Soy egresado del año 82, así que en el 77 o 78 comenzaron a hacer las pruebas de orientación vocacional y entrevistas con la psicóloga. A mis trece años se reflejó un 99% de fortaleza para arquitectura o carreras afines, todas relacionadas con temas de creatividad. En actividades de aire libre obtuve 15%, lo que me resultó rarísimo porque sé mucho de árboles y en el monte puedo identificarlos con facilidad. En ingenierías y medicina tampoco me fue muy bien. En dibujo técnico yo hacía la mejor plancha y le ayudaba a medio salón pues se me facilitaba entender el espacio, la tridimensionalidad.

También tuve inclinaciones artísticas. El maestro Duque, un sacerdote magnífico, me seleccionó para tomar clases de dibujo y como me fascinaba, empecé a asistir todos los sábados. Conservo dibujos que hice a mis diez u once años y, en ocasiones cuando los veo, me sorprendo con el fragmento de uno de los querubines de la Capilla Sixtina a lápiz y carboncillo en esfumato, por ejemplo.

Mi mamá toda la vida fue artista y lo sigue siendo. Hacía diferentes cosas relacionadas con la aptitud manual y le aprendí muchísimo por imitación. Su influencia en mí fue enorme. Mis tíos abuelos fueron arquitectos, como Nel Rodríguez que hizo el Teatro Pablo Tobón, el edificio de Bellas Artes, el Palacio Municipal, la iglesia Santa Gema, los edificios importantes de Medellín de los años 20. Recuerdo que a mis cuatro años me iba a su casa a compartir con él que además era ceramista y me quedaba todas las tardes en el torno haciendo objetos de cerámica.

Esa sumatoria de ese mundo artístico y también con lo que se hablaba en la vocacional, no me dieron ninguna duda en decidir mi carrera.

Yo me presenté en sexto bachillerato (lo que hoy se conoce como grado once) a las dos facultades de arquitectura que tenía Medellín, una en la Universidad Nacional y la otra en la Bolivariana, y en las dos pasé. Nel, me dijo: “Yo soy profesor en La Nacional, pero esa facultad no va para ninguna parte mijo, pues se la pasan de huelga en huelga. Uno sabe cuando comienza, pero no cuándo termina, así que yo te aconsejo que te metás a la Bolivariana”.

Me decidí por la Bolivariana donde comenzó un mundo de descubrimiento porque, por ejemplo, me imaginé que desde el primer día me pondrían a hacer casas y claramente no fue así. Inició entonces mi proceso de formación.

En la facultad de arquitectura, de la que he sido docente veinticuatro años seguidos, des – amaestramos estudiantes. Hacemos parte de un sistema donde a la gran mayoría nos meten en un bachillerato clásico y nos forman en una línea de pensamiento científico generalizado, donde hay unos órdenes de lógica y unas maneras de entender el mundo que son las ‘correctas’ y en general, las certeras. Pero en arquitectura, igual que en las artes, puede ser que uno más uno no de solo dos, entonces hay que enseñarle a los estudiantes que el mundo de posibilidades es infinito y que para llegar a un resultado no solamente hay un único camino sino muchas alternativas diferentes y todas pueden producir resultados absolutamente diversos pero potentes.

A mí me tocó un período oscurantista porque estábamos en un momento histórico, vivimos el posmodernismo que no fue lo más interesante que ha pasado en la arquitectura del siglo XX y XXI. Pero a punta de intereses propios y de lo que los profesores iban diciendo, se fue fortaleciendo mi línea de pensamiento de una forma muy diversa. Empecé a cuestionarme otros temas que hacían parte intrínseca de mi personalidad, los que quería explorar y expandir porque yo era muy juicioso, muy cuadriculado, muy guardadito en todas las cosas, terriblemente tímido al grado de enredarme con mi propio cuerpo cuando la situación me resultaba estresante. Recuerdo que alguna vez iba con mi mamá cuando se acercaba una amiga suya caminando en sentido contrario al nuestro y mis brazos comenzaron a moverse hacia adelante al mismo tiempo.

Hacia mitad de carrera entré en crisis porque quería un cambio, conocer gente, vivir otras experiencias. Si bien todo lo hacía con facilidad, me iba muy bien, ya me había ganado dos becas al mejor promedio de toda la carrera, siempre me ganaba todos los premios y si había algo especial me lo regalaban a mí. Sentí un vacío que quise llenar de experiencias nuevas y es que yo no salía a rumbear como suele hacer toda la gente en esa edad, ni me emborrachaba, ni tenía vida social, y comencé a desear explorar esa vida lúdica. Mi ventaja fue haber identificado mi deseo, logré verlo claramente, por lo que el primer paso ya estaba dado.

En sexto semestre, después de haber conocido unos personajes que me parecieron muy interesantes, pensé que no podía quedarme como ‘salchicha de carne’, es decir, recibiendo todos los días más y más y más información. De un grupo de cuarenta y dos estudiantes perdieron veintinueve y yo llegué llorando a mi casa sintiéndome agotado, reventado. Mis papás que estaban comiendo se quedaron preocupados. Inmediatamente mi mamá subió al cuarto y hablamos:

— ¿Qué te pasó? ¿Perdiste el semestre?

— No, saqué el segundo promedio más alto.

— Pero entonces ¿qué te pasa?

— No soy capaz de seguir así.

— Mijo, ¿qué quieres hacer?

— No quiero estudiar más arquitectura, me quiero salir, me quiero ir.

Yo tenía veinte años y estamos hablando del año 85. Mamá me dijo:

— ¿Para dónde te quieres ir?

— Para Europa, solo y a mochiliar.

Realmente era una cosa que ya tenía pensada, ya llevaba un rato evaluando alternativas y ese día fue el de la explosión. Como tenía ahorros producto de las becas, porque además era muy ahorrador, emprendedor y negociante (vendí obleas y frasquitos con jabón en compañía de mi amiga Vicky Yepes) estos me facilitaron todo. Mi papá tenía un negocio de exportación de flores (que aún conserva), así que le fue fácil conseguirme un tiquete en Tampa con un cargamento de ajos en el que me fui para Estados Unidos el 6 de enero de 1986.

Llegué a mejorar mi inglés, aunque yo era muy mazo en ese idioma y había ido muchos sábados de mi vida al Colombo Americano y al Bridge Institute. Fundamentalmente busqué poner en orden mis ideas. A los dos meses ya estaba en Europa.

Ese viaje me abrió todas las posibilidades y me permitió salir del cascarón, vencí mi imposibilidad de poderme relacionar con el mundo, recibí de una manera más simple y abierta las cosas, y tuve una interacción más simple con la vida. Me permitió entender que las cosas no tenían que ser tan perfectas, también pude quitarme de la cabeza mi programación hasta el fin de los tiempos y le permití a las cosas fluir.

Debía dejarme sorprender y así ocurrió. Comenzaba mis días sin saber qué iba a hacer, lo que antes era impensable. Sentí una interacción en la que podía ser dueño de mis actos y con la que podría lograr todo cuanto me propusiera. Pero también sabía que había una cantidad de agentes externos que movían todo y que lo enriquecían incluso más. Ese fue el período de reconocimiento y de permisividad conmigo mismo para seguir adelante.

A mi regreso retomé la carrera con habilidades de relacionamiento que antes no tenía lo que me permitió hacer nuevos amigos de manera muy rápida y acercarme a los que nunca les había dirigido la palabra. Seguí con mi buen rendimiento académico pues siempre estuve por encima de la curva, ahora con un ingrediente adicional, el de compartir actividades con amigos dedicándonos a la vida y sus placeres. Todo fluyó muy bien para mí.

De inmediato monté una oficina con tres socios compañeros de estudio. Los profesores nos daban trabajo porque contábamos con su confianza pues conocían nuestras habilidades. Claro que el país afrontaba un momento muy complejo en términos políticos, económicos y sociales. Yo terminé la carrera en 1988 (un año antes de la muerte de Galán) y no había trabajo, de hecho, de mi generación de arquitectos tan solo cuatro o cinco ejercimos pues los demás se fueron al exterior o buscaron refugio en otras cosas. Pese a esto, nosotros vivimos tres años magníficos pues como no teníamos ninguna obligación nos gastábamos los ingresos paseando en bus por Colombia.

En el año 91 decidí vivir en Italia y luego en Viena conservando la oficina. Para ese momento ya conocía a Mario Vélez por lo que emprendimos esta aventura juntos.

Italia fue un período fantástico, pero también un descubrimiento, el de que ese no era mi lugar. Me pareció un gran museo, aunque bellísimo, colmado de turistas y vacío de italianos lo que hizo que no me apasionara tanto ni que me identificara. Yo quería estudiar algo relacionado con diseño arquitectónico y fui a Florencia, averigüé por alternativas en Milán y en Roma que resultaron demasiado costosas y sin que me gustaran los programas ofrecidos.

Hicimos una pausa visitando Ljubljana en Eslovenia, donde Mojca Kocbeck, una de las compañeras de estudio de italiano. Fue una experiencia muy particular pues se estaba dando la guerra Bosnia Herzegovina y Eslovenia era el primer país que se independizaba por lo mismo estaba militarizado.

Llegué a Viena que me resultó más interesante. Todo fluyó de una manera excepcional, por ejemplo, creo que no llevaba una semana y no sabía qué iba a hacer, lo que fue magnífico por distinto a la constante que había sido en mi vida la programación. Al principio el plan era trabajar con un arquitecto que me había ofrecido desarrollar concursos con su equipo, pero no se dio porque sus circunstancias cambiaron y yo necesitaba estudiar.

En un tranvía me topé con alguien que parecía paisa y llevaba un libro que yo había visto años atrás en el Instituto Colombo Alemán. Me acerqué, le hablé en español, me miró sorprendido pues era de Estambul por lo que le hablé en inglés. Se llamaba Murat. Almorzamos en el restaurante universitario La Mensa donde me contó su historia. Él buscaba instalarse y estudiaba alemán en un sitio gratuito para extranjeros que era justo lo que yo buscaba, así pues, ese mismo día ya estaba en clase y tuve la posibilidad de hacer una inmersión profunda en el idioma.

Anke Gessner, la profesora, se volvió una gran amiga pues es una mujer muy especial. Ella venía de la Alemania socialista recién derrocada y, de un día para otro tuvo que afrontar su nueva realidad, la de que se tenía que ganar el pan cuando estaba acostumbrada a que el Estado la proveyera. Gracias a ella comenzó a progresar mi alemán muy rápidamente y a que con Mario tuve como disciplina aprendernos diez palabras diarias.

Todos mis compañeros provenían de países en conflicto, eran iraníes, iraquíes, bosnios, yugoslavos, de Eslovenia, Croacia, Montenegro, África. El gobierno austríaco (de socialismo moderado, de apoyo e inclusión), nos favoreció con un examen que permitía obtener una categoría que tenía implícitas ventajas impresionantes. Pude entonces presentarme a la Escuela de Artes Aplicadas pagando únicamente treinta y seis chelines por una estampilla. Mario estudió en la escuela de diseño gráfico y yo en la de arquitectura en la que los cursos eran liderados por las tres grandes divas de la arquitectura austríaca del momento.

El sistema de ingreso es completamente diferente al nuestro. Se presenta un portafolio y reciben máximo tres estudiantes por semestre. Así de complejo. Yo tenía mi portafolio muy particular porque con apenas veintiséis años ya contaba con experiencia como constructor, lo que en ese país resultaba rarísimo. El estudio podía durar entre cinco y diez años con una estructura vertical pues mezclaban estudiantes de primer y último año, donde el profesor se presentaba cada dos meses a trabajar con rigor hasta la madrugada haciendo sus observaciones agudas y críticas, y se desaparecía nuevamente.

Pedí una cita con Hans Hollein (arquitecto muy importante en la Europa de las décadas del 70 y 80, insignia del movimiento posmoderno que marcaba la pauta en ese momento). Para lograrla, todos los días me instalaba en la sala de espera de su oficina hasta encontrarlo, le manifesté mi deseo de estudiar en su clase para lo que me pidió mi portafolio. Se lo presenté y fui muy bien atendido. Habló conmigo y me aceptó en su curso aclarándome que lo que recibiría sería un certificado de asistencia y no un diploma, aunque al final sí me fue concedido.

Adelantaban el concurso mundial para la nueva sede del Guggenheim en Europa y habían invitado a Frank Gehry, a Hans Hollein y a otros. La Fundación escogería al ganador, dependiendo del proyecto y la ciudad propuesta, y lo logró Bilbao. Tuve ocasión de conocer de fuente directa el proyecto del profesor Hollein en la gran roca de Salzburgo.

Hollein tenía como especialidad el tema de museología, museografía y diseño de museos, que propuso como proyecto de investigación. Decidí hacer mi proyecto con el Museo de Arte Moderno de Medellín para lo que me puse en contacto con ellos y reuní información básica para un diseño que luego se socializó en el Salón Rabinovich. Recuerdo que disponíamos de un gran taller en el que se podía “armar cambuche” con paneles para vivir allí, lo que yo nunca hice pues no me daba la evolución para tanto.

Este fue un episodio de vida maravilloso, en el que Mario y yo atendimos un proceso de enriquecimiento mutuo muy grande, de autoformación, esa que brinda libertad plena pues el resultado depende exclusivamente de lo que como estudiante se haga. Mario, en la misma escuela de artes aplicadas, se puso en contacto con el profesor Mario Terzic para estudiar gráfica. En junio de ese año viajamos por dos meses con una agenda clara, visitamos numerosos museos en toda Europa, analizamos su arquitectura y la colección artística de cada uno de ellos.

En el tema de la formación profesional, este período de mi vida fue muy determinante, aunque todavía no considerara ser artista.

Yo no tenía ninguna sospecha de mi destino como artista, me parecía encantador el mundo del arte, pero no había ninguna traza que me mostrara ese camino. También me ocurrió que siempre pensé que viviría fuera del país, pero entendí que mi lugar era este. Caminando por las calles europeas consideramos, Mario y yo, la posibilidad de montar un negocio juntos pues estábamos muy vinculados a los objetos y a su diseño. Así regresamos al país en el año 91 para materializar Hierro Contemporáneo que se conformó oficialmente como empresa en 1995.

Recuerdo que la primera vez hicimos siete referencias de candelabros sin saber qué iba a pasar con ellos. Por fortuna Mario tiene una capacidad comercial poderosa, así que cada uno aportó sus fortalezas y la mía era el diseño que producía planos muy rápidamente cuando no se contaba con herramientas sofisticadas ni computadores y todo se hacía a mano.

El negocio fue muy próspero, llegamos a tener más de doscientas referencias de objetos y muebles función en hierro oxidado con mercado en Bogotá. Mario desde ese entonces fue un artista muy prominente al que invitaban a todos los salones, así que cuando viajaba visitaba a todos sus amigos que terminaron por comprar nuestros productos. Con el tiempo comenzamos a participar de las macro ruedas que organizaba Proexport (Procolombia) y fue así como cerramos negocios de exportación. Todo esto lo hicimos durante diez años sin abandonar nuestra actividad principal, la de Mario como pintor y la mía como arquitecto.

En el año 1998 me gané una beca para ir a estudiar a Holanda. Es realmente extraño porque yo había sido siempre muy buen estudiante, pero nunca me ganaba becas pues sin excepción quedaba de segundo en todas. Una de ellas fue la beca rotaria en la que competíamos profesionales de todas las disciplinas de todo el país y que yo debí ganar como me lo había garantizado mi presentador, Fernando Díaz, pero los papeles se perdieron.

También me presenté a la Fulbright, que exigía tener clara la universidad y el programa. Busqué alternativas, pero lo que ofrecían era programas en urbanismo y yo no me veía en eso porque tenía una desinformación académica en torno a esta área. Tuve la osadía de decir que entre todos los miles de opciones de universidades yo no encontraba una en diseño arquitectónico, pero me dijeron que era clave que lo precisara así que puse opciones. Fui pasando todos los filtros y de los dos finalistas que quedamos, se la ganó el otro.

Luego viajé a Italia a estudiar con el apoyo de mi familia, pero más tarde me presenté a una beca en Japón cuando ya estaba en Colombia ejerciendo como profesor de arquitectura de la Universidad. Aquí también quedé entre los dos finalistas. Así pues, el decano de la facultad me dijo que no perdiera el entusiasmo y me habló de una convocatoria para una beca en Holanda cuando yo ya no quería nada. Había plazo hasta el siguiente lunes para presentarse cuando prepararse toma meses. Adelanté el trámite sin mayor expectativa y lo hice tan mal que a los dos meses recibí una carta manifestando que les interesaba mi perfil pero que no entendían a cuál programa quería aplicar pues los había señalado todos. Y me la gané.

Esta universidad daba becas a países en subdesarrollo y se dedicaba a trabajar con temas como la pobreza urbana, consolidación de ciudades sostenibles y recuperación de centros urbanos. Al terminar la maestría y regresar a la Universidad le dije al decano que lo aprendido me había capturado por completo y que me había dado la vuelta en mi visión y en la que ofrecía la facultad que estudiaba con lotes en abstracto diseñando casas de 500 metros para familias con sobrados recursos económicos. Y es que los proyectos de urbanismo se hacían bajo supuestos absurdos. Le hice ver que vivíamos en una ciudad que acababa de pasar por un período de violencia atroz por lo que consideraba que debíamos hacer proyectos en los barrios.

Me pasaron a octavo semestre a dictar el Taller de Profundización en el que propuse el proyecto de redensificación de vivienda en terraza en barrios de ladera y periferia. Me llevé a los estudiantes (niños bien que no conocían más allá que su vida burguesa) a los extramuros de la ciudad para lo que era imperativo contactar las bandas que estaban al rojo.

Aún coordino este taller y hemos obtenido logros importantes de mucho impacto social. Este tema se volvió una obsesión en mi vida. El trabajo de campo ha sido muy exitoso y ahora ha llamado la atención de políticos que se interesan en toda la experticia que nos ha permitido ganar dos bienales de arquitectura en hábitat popular para estudiantes y que busca implementar lo académico materializándolo en la sociedad.

Atendí pues varios frentes al tiempo, mi oficina de arquitectos, las clases en la universidad y el negocio de hierro, pero en el 2005 tuvimos que tomar la decisión de continuarlo o no pues demandaba muchísimo tiempo. Antes de cerrarlo y para la última feria de artesanías en la que participamos, me senté a diseñar objetos para la nueva línea que presentaríamos. Solía hacer dibujos y maquetas que me encantaban, pero dejé un buen número de lado pues no eran nada, pero me gustaban. Pensé en algún momento que debía hacer con ellos piezas a gran escala que quedaron espectaculares y que ubiqué en el taller de Mario.

Alguna vez Mario llevó al taller a su galerista, la de Estados Unidos. Cuando vio mi trabajo preguntó por él y me invitó a que hiciéramos una exposición conjunta con sus pinturas. Hice el envío y como tuvo muy buena acogida me empecé a interesar, me motivó el entusiasmo de la gente y el tema. Esto definitivamente me atrapó y como suele ocurrir con todo lo que emprendo, me comprometo de manera profunda.

Me pregunté si podría hacer el desarrollo de un proyecto artístico de manera más formal. Comencé a desarrollar proyectos para armar la serie de cajas de luz blancas que Mario se ofreció a mostrar a gente en Bogotá (pero no a las galerías que lo promovían a él). Por accidente o por cosas del destino, Alonso Garcés le preguntó qué tenía en sus manos, lo quiso ver y le manifestó que quería conocer la obra.

En uno de sus viajes a Jericó se detuvo en el taller. Cuando lo recogí en el aeropuerto me dijo en el trayecto que había visto unas fotos que le habían parecido interesantes pero que eso no garantizaba que pudiera gustarle el trabajo porque a él no le gustaba casi nada. Así fue como me preparó para lo peor. Yo había montado las 18 cajas de luz en un salón oscuro y las dispuse de tal forma que daban una iluminación tenue, lo invité a entrar, lo encerré y me quedé afuera esperando.

Al salir me preguntó cuántas piezas tenía y me comprometió con una exposición dos meses más tarde. Me abrió un espacio en su galería para exponer al lado de Luis Caballero que estaba en la gran sala de doble altura y yo en la pequeña. Ahí caí en las aguas, no hubo reversa. Puedo decir con absoluta certeza que la expresión del arte que estoy produciendo realmente corresponde a lo que ha sido mi vida.

Mi carrera artística comienza con unas series de trabajo muy purista, de escultura desde la geometría sagrada y de la reflexión muy precisa de la escultura clásica que tenemos tradicionalmente todos en mente.

Si bien trabajo en arte desde hace doce años, en el 2013 ocurrió algo que para mí fue muy determinante. Me llamaron del Museo de Antioquia a decirme que como era experto en temas de mejoramiento integral barrial y como ellos estaban montando el proyecto Piso Piloto con Barcelona, ciudad hermana de Medellín, querían presentar iniciativas novedosas de hacer urbanismo no tradicional con metodologías diferentes, lo que se ajustaba a mi trayectoria.

Atendí la invitación, me senté a hablar con la curadora del museo y a la media hora me interrumpió para decirme: “¿Te molesta si volvemos a empezar?”. Quedé sorprendido, pero me dijo: “Es que yo quisiera que unas personas claves del museo te escucharan”. Me confirmó mi participación y quedó de informarme de una nueva reunión para adelantar pues viajaba a la bienal de arte de Sao Pablo. Le dije que yo también era artista y le mencioné la exposición que tenía pues quería que pasara a verla.

Un día sonó el teléfono, era Leonor Uribe de la Galería Cero, me dijo que la curadora del Museo de Antioquia estaba viendo mi exposición mientras caminaba silenciosa. Una semana más tarde me llamó a hablarme del proyecto Piso Piloto pero también me dijo: “Entre otras, estuve visitando tu exposición en Bogotá”.

Cuando nos reunimos nuevamente me expresó que le había encantado el trabajo, pero me dijo lo siguiente: “Hay una cosa que no comprendo. Veo a dos personas distintas Juan. El que conozco hace un par de semanas es muy apasionado mientras que el artista es una cosa tan pulcra, tan hermosa, pero no transmite la pasión del arquitecto. La escultura no obedece a esa misma reflexión”.

Fue un punto claro de inflexión. Para mí era claro que si bien atendía diferentes facetas de vida era una sola persona por lo mismo debería haber una unidad y homogeneidad en todo lo que hiciera. Entendí que no tenía que inventarme las formas, que no tenía que recurrir a muletas, que de la ciudad podía surgir mi lenguaje. En adelante todos mis proyectos han tenido ese camino, el de reconocer un alfabeto urbano, el de recurrir a unas imágenes de ciudad para producir el objeto escultórico que he querido hacer siempre.

Han pasado cosas como que el Museo de Antioquia pidió una de mis piezas para su colección permanente, De qué Color es la Esperanza. En el 2018 me invitaron a hacer una instalación artística en el marco de la exposición POLIS, lo que significa un salto de liberación de mi trabajo de investigación.

En mi trabajo artístico tengo la certeza de que me estoy encontrando, aunque sé que vendrán cosas que me van a emocionar más cada vez. Pero en este último tiempo, más allá de lo que experimentaba en las series primeras, siento que la expresión del arte que estoy produciendo realmente corresponde a lo que ha sido toda mi vida. En mi trabajo más reciente estoy haciendo una fusión completa e integral sin renunciar a mi lenguaje, sin perder la formalización de mi obra de arte.