Álvaro Medina

ÁLVARO MEDINA

Las Memorias conversadas son historias de vida escritas en primera persona por Isa López Giraldo.

Me pone en aprietos definirme, pues nunca he pensado en mí en esos términos.

Diría que soy simplemente un escritor, mi vocación es de escritor, de historiador del arte latinoamericano. Un caribe, en el buen sentido del término, pues me gusta bailar, la fiesta, la diversión, el carnaval. Al mismo tiempo soy una persona muy preocupada con el país contradictorio y desastroso que nos ha tocado. Me río de ciertas situaciones de nuestra política interna, pero lo hago con cierta amargura. Mi carácter, a veces sonriente, a veces furioso, pero siempre muy disciplinado.

ORÍGENES

RAMA MATERNA

EVERARDO AMARÍS

Everardo Amarís, mi abuelo, fue un hombre simpático, afable, querido, muy inteligente, muy capaz. Un hacendado, nada grande, apenas mediano tirando a chico. Fue un dirigente conservador destacado, pero no el gran cacique, en la política de Plato, Magdalena. Mi relación con él fue intensa y breve, pues murió en el año cincuenta, en el paseo de homenaje que le hicieron con el gobernador del Magdalena porque iba a nombrarlo alcalde del municipio.

LUZ RIVERA

Para ese momento mi abuela, Lutgarda Rivera, quien se hacía llamar Luz, se fue a vivir a Barranquilla. Construyó una casa cerca de la nuestra donde nos la pasábamos los nietos. Fue una mujer extraordinaria. Murió catorce años después de enviudar.

OLGA AMARÍS

Olga Amarís, mi mamá, fue el ama de casa típica de la época, muy recursiva, nació en Plato, la tierra del Hombre Caimán. Cursó hasta el tercer año de bachillerato. Fue una gran costurera. Bastante religiosa, pero no fanática, y eso explica los conocimientos que tengo de la religión católica. Iba a misa dos y hasta tres veces a la semana. Fue la organizadora en su parroquia, la del Perpetuo Socorro, de la hermandad de San José ‘el santo de la buena muerte’. Allí hacían actividades sociales para reunir dinero y elementos que pudieran servir a los más necesitados de los barrios marginales de Barranquilla.

RAMA PATERNA

No conocí a mis abuelos paternos, murieron cuando yo tenía dos o tres años. En el año 1910 o quizás 1920, mi abuelo Waldino Medina fue alcalde de Chimichagua, la tierra del Gallo Tuerto y La Piragua. Fue también un hacendado, pequeño, pero hacendado. De mi abuela Clementina prácticamente no sé nada.

FÉLIX MEDINA ROSADO

Félix Medina Rosado, mi padre, fue un conservador bastante liberal. Parientes, amigos y aún desconocidos lo buscaban para consultarle problemas de todo tipo, incluyendo los sentimentales, y pedirle orientaciones. Se caracterizaba por su buen humor y le gustaba el fútbol.

Mi papá tampoco terminó el bachillerato, pero tuvo la suerte de conseguirse una beca para ir a La Habana a estudiar en una escuela que enseñaba a reparar máquinas de oficina de todas las marcas, de sumar, calcular y escribir, el último grito de la tecnología. Unos primos suyos, los Rosado, tenían un almacén muy grande en Barranquilla. Eran los distribuidores de varias marcas de los Estados Unidos y necesitaban técnicos para responder por las garantías. Después de unos años, mi papá se independizó, puso su propio taller en el que le fue magníficamente desde el punto de vista económico.

Papá sufrió un infarto en el año 1961, luego vinieron cuatro más. El último le trajo la muerte.

CASA MATERNA

Mi papá se casó, tuvo dos hijas, enviudó a los veinticuatro años, cuando la menor de mis hermanas mayores tenía año y medio. Uno de los cuñados de mi papá estaba casado con una hermana de mi mamá. Al quedar viudo, a una edad tan temprana y con dos chiquitas, mis hermanas Tere y Aurita, él se vio en una situación bien difícil y le propuso matrimonio a mi mamá. Mi madre solía contar que mis abuelos se opusieron diciéndole: “¡Cómo se te ocurre! ¡Cómo te vas a casar con ese hombre y a tener de entrada dos niñas chiquitas qué atender! ¡No, no, no, no hagas eso!” Pero se casaron, y en realidad fue un matrimonio feliz que duró treinta y cinco años, hasta la muerte de mi papá.

Crecí en una familia bastante armoniosa, no recuerdo peleas en mi casa ni entre hermanos ni entre cónyuges ni entre hijos con sus papás. Puede sonar idílico, pero fuimos una familia feliz.

Mis papás eran bastante liberales, no nos imponían nada. Había disciplina, pero inculcada de una manera tranquila, sin traumas. Lo digo porque he observado a mi alrededor, entre familiares y amigos, unos padres que son bastante represivos e hijos que son bastante rebeldes, lo que hace que el autoritarismo aumente y se vuelva intolerable, por ende la rebeldía. En mi casa no hubo eso, quizás son genes, genes de temperamento, el ambiente familiar o una mezcla de todo.

El hecho de ser tantos en la casa, diez personas, hizo que siempre hubiera dos empleadas del servicio, una encargada de la cocina que además ayudaba con la limpieza de la casa, y otra dedicada exclusivamente a lavar y planchar ropa.

Como mencioné, mi mamá fue una gran costurera, entonces, la ropa que nosotros usamos hasta los diez o doce años, tanto la de hombres como la de mujeres, era confeccionada por ella. La recuerdo cosiendo todo el tiempo, trescientos sesenta días al año.

Fuimos la clase media típica que vive bien, pero que emigra a los Estados Unidos. Esto fue así por un accidente de la vida, no buscando solucionar problemas económicos. Cuando a mi papá le dio el segundo infarto, algo terrible y muy asustador en esa época, mis hermanas, que ya se habían ido a Nueva York, los animaron a él y a mi mamá a emigrar, pues allá encontrarían mejores médicos y mejores servicios, además, estarían cubiertos por el seguro médico de mis hermanas.

En principio él no quiso, mi mamá le insistió, pero no lo convenció. Entonces mi mamá viajó en plan de vacaciones invitada por mis hermanas. Regresó al estilo Macondo, con la decisión de irse con mi papá. Pese a que él no quiso, ella se impuso: “¡Nos vamos para Nueva York!”. Y arregló maletas. Así nos fuimos yendo todos de a poquitos.

HERMANOS

Fuimos todos estudiantes muy aplicados, pero cuando armábamos alboroto, era un verdadero alboroto, el propio de ocho hermanos.

Tere, la mayor, quiso estudiar medicina, se presentó a la Universidad de Cartagena, pero recuerdo que ella decía que no la admitieron por ser mujer. Eso ocurrió en el año 1952. Entonces decidió estudiar enfermería, y fue una enfermera exitosa: llegó a ser jefe de enfermeras e hizo muchas especializaciones en diversas ramas. Viajó a España donde vivió sesenta años; estando allí se casó con un español y trabajó en el Hospital Americano de Madrid.

Aurita estudió el bachillerato comercial que existía en la época. Resultó ser una buena administradora. Se fue a Nueva York. Trabajó en el Chase Manhattan Bank como jefe de cuentas, aprendió a invertir en Wall Street y se hizo millonaria.

Gladys estudió arquitectura, pero abandonó la carrera porque se casó, tuvo dos hijos, después una tercera hija. Se estableció en Nueva York porque su marido había estudiado ingeniería civil en Baton Rouge y optó por un mejor salario en una ciudad espléndida. Ellos nos animaron a viajar a todos y Aurita los siguió.

Félix, al llamarse como mi papá le decíamos Felito, mi hermano mayor, fue el cuarto hijo de mi papá y el segundo de mi mamá. Sacaba notas excelentes en el colegio, estudió Derecho y Economía en la Javeriana y se dedicó a la administración de empresas. Estudió Mercadotecnia en New York University, eso que algunos llaman Marketing. Regresó en 1963 después de dos años, carrera que en Colombia no existía . Felito está entre los primeros colombianos que la estudiaron.

Luego nací yo, seguido de Eduardo. Eduardo estudió Economía en la Universidad del Atlántico, luego se fue a Nueva York donde se quedó a vivir. Trabajó con la administración de la ciudad muchos años. Hizo algunos estudios de especialización de Economía, pero a sus cincuenta y cinco años, cuando acariciaba la perspectiva de jubilarse, decidió que quería estudiar Psicología Deportiva y estuvo asistiendo a equipos de fútbol latinoamericanos en Queens. Se dedicó en calidad de voluntario, no con salario, porque le gustaba.

Olguita, por el nombre de mi mamá, es terapista, trabaja con personas mayores. Estudió y vive en Nueva York. Se casó con un gringo de origen italiano, Gabriel Marino, excelente persona, ya fallecido. De los ocho hermanos, solo quedamos vivos Olguita y yo.

Iris Magali, a quien siempre le dijimos Magali, estudió Sociología en la Universidad de la Salle en Bogotá, se casó con un bogotano y terminó también en Nueva York por la insistencia de todos sus hermanos. Como cosa curiosa, fue la primera en morir.

En mi familia ha habido un fenómeno rarísimo, es la primera vez que lo cuento, y es que los menores han sido los primeros en morir. La menor de todos, Magali, murió primero, luego el menor de los tres varones, luego la menor de las tres mujeres mayores. La menor de las dos mayores, mis medias hermanas, también fue la primera en morir. La mayor de todas murió al día siguiente de la muerte de Gladys. La diferencia fue de siete u ocho horas apenas.

Me llamaron a avisarme de la muerte de Gladys, le comuniqué la noticia al único hijo de mi hermana mayor, de origen español, residenciado en California. Le pregunté: ¿Cómo está tu mamá? / “Ahí va”. / Bueno, en caso de cualquier cosa, por favor, me avisas. / “Sí, sí, por supuesto, tío”. Siete horas más tarde, en la madrugada, como a las cinco de la mañana me despertó para decirme: “Mi mamá acaba de morir”. Murió de casi noventa años… Hemos sido una familia bastante longeva.

INFANCIA

Tuve la suerte, porque en realidad he sido de ciudad, de haber cumplido los cinco años en Plato, Magdalena, que era el pueblo de mi mamá donde mi abuelo tenía una finca ganadera. Él iba a Barranquilla dos o tres veces al año a hacer diligencias, por negocios y en ocasiones por razones de salud.

Alguna vez, a mis cinco años, llegaron mis abuelos maternos, Everardo y Luz, a nuestra casa del barrio Boston de Barranquilla. Estoy casi seguro de que era el mes de enero. Por ser yo tan apegado a mi abuelo, cuando supe que regresaban a Plato, armé un berrinche horrible y bonito diciendo que yo me quería ir con ellos. Y lo logré. Fue tal el afán que cuando mi papá regresó a la casa por la noche, mi mamá le dijo: “Este muchachito se quiere ir con los abuelos y ha insistido tanto que me tiene loca”. Mi papá me comprendió: “Pues si ellos aceptan llevárselo, que se vaya”. Y ellos aceptaron. Me quedaban dos días, pues los abuelos ya estaban preparando maletas.

PLATO – MAGDALENA

Me fui con mis abuelos a Plato, un puerto del río Magdalena. Allí tuve una experiencia campesina que fue muy rica y que duró diez meses, regresé a mi casa en octubre o noviembre. Estando allá, vi de todo y supe lo que es el campo.

La finca era bastante retirada de Plato, se llamaba Montebello. Recuerdo que cerca de la casa, a unas dos cuadras de distancia, había un jagüey, una lagunita de aguas quietas que se posan por las lluvias. Tenía peces y babillas. y alrededor había un bosque con miles de pájaros, no exagero. Con mis tíos salíamos temprano en las mañanas a bañarnos en el jagüey, estimo que hacia las seis, y el canto de los pájaros era impresionante.

Andar por el monte en el anca de un caballo o de una mula por estar demasiado pequeño para subirme solo a una bestia de esas, implicaba riesgos. Además, había un tigre en la región que estaba matando vacas y especialmente terneros. Los hacendados de la zona acordaron buscarlo y matarlo.

Alguna vez mi abuelo llamó a mi tío menor, quien tendría no más de diecisiete años, y le dio una instrucción: que saliera a dar una vuelta por el vecindario a recoger noticias. Cuando íbamos en el camino, él con una carabina, la mula se detuvo de repente. Él la azuzó, pero ella no dio un paso más. Me dijo: “Álvaro, no te asustes, pero el tigre está cerca y la mula lo ha sentido”. Comenzamos a mirar para todos los lados hasta que la mula dio un paso, luego tres y finalmente siguió su marcha. Entonces mi tío me dijo: “El tigre se fue, así que mejor regresamos y avisamos que está rondando por estos lados”. Claramente, se asustó.

Estas fueron experiencias únicas. Si no hubiera vivido este tiempo en Plato, yo no sabría a fondo lo que es el campo. Ordeñar, arriar ganado, curar sus dolencias, fabricar mantequilla y queso, sacrificar una vaca o un cerdo, salar carne, cocinar para treinta o cuarenta trabajadores, reparar cercas, atender niños y adultos enfermos sin un médico a la mano, preparar medicamentos naturales, sembrar, cosechar, empacar los productos, despacharlos al comercio, darle agua y alimento a un grupo que va de paso llevando  en andas a un joven leñador al que le cayó un árbol y le trozó las piernas o escuchar que las bestias braman enloquecidas una noche de lluvia con rayos centellas y saber, al día siguiente, que algunas escaparon, son cosas únicas.

Sin semejante experiencia, yo conocería el campo de manera superficial, al modo de la gente de ciudad que visita fincas muy bonitas en plan de paseo, lugares preciosos, sí, pero ignoran las rudas vivencias del campesinado común y corriente. Esto es algo para mí precioso que yo paso por mi memoria como si fuera una película y me ha ayudado a la hora de escribir ficción, en especial Sol marchito. Porque de resto, viéndolo bien, mi diario andar ha sido en metrópolis famosas.

BARRANQUILLAZO

Recuerdo la angustia que hubo en mi casa la tarde del 9 de abril de 1948, día en que mataron a Gaitán. Se habla del Bogotazo, pero resulta que también hubo Barranquillazo. En Barranquilla quemaron por completo dos iglesias, el único periódico conservador que había en la ciudad y unos ciento treinta locales comerciales, saqueados previamente. Mi papá era conservador, así que dos o tres semanas después, cuando yo iba a cumplir siete años, llevó a toda la familia al centro de la ciudad para que viéramos lo que habían hecho los liberales.

Una de las cosas que más me impresionó durante el largo recorrido fue que, a unas siete cuadras del primer foco de los incendios, localizado en la Iglesia de San Nicolás, sentí olor de madera quemada. Es un olor que, cuando hablo de esto, casi lo siento. Fue un olor que nos acompañó en todo el trayecto que hicimos a lo largo de más o menos un kilómetro, en ele, desde la carrera Progreso con el paseo Bolívar hasta la calle de Las Vacas, de lindo nombre, terminando en la Iglesia de San Roque.

Ambas iglesias quedaron destechadas, porque ardieron casi completamente. Una de las cosas que más me impresionó, sucedió en la Iglesia de San Nicolás, a la que entramos cuando todavía estaba llena de escombros, ceniza y piedras regadas en el piso. Mi papá nos puso en cierto ángulo para que avanzáramos hacia un ángel de yeso que se veía completo, pero con un pequeño hueco de bala en la mejilla. Cuando llegamos a cierto punto nos desvió y vimos que la parte de atrás del ángel no existía. La bala entró y estalló la cabeza y la espalda, destruyéndolas completamente. Es una de las imágenes que han marcado mi vida. Por eso creo que este país ha sido un desastre desde siempre. Yo no soy creyente, pero a los creyentes hay que respetarlos porque este es un principio democrático elemental.

ACADEMIA

Nos educaron bajo la disciplina de respetar horarios. Estudiábamos hasta las cuatro de la tarde en los colegios, llegábamos a la casa, comíamos algo y teníamos una especie de recreo de una hora. A las seis nos sentábamos a hacer las tareas. Comíamos a las siete y media, momento en el que las tareas debían estar terminadas. Si había muchas, tocaba completarlas después de comer.

Había control. Mi papá se sentaba a revisar: “Ok, listo, te puedes ir a dormir, o hacer lo que quieras”. En la medida en que fuimos creciendo esta labor se delegó en las hermanas mayores. Tere, nueve años mayor que yo, fue muy cariñosa y a mí se me volvió como una segunda mamá.

COLEGIO BIFFI

Estudié en el colegio Biffi, de los hermanos cristianos, por escogencia de mi mamá. El Biffi era de élite de Barranquilla. Luego se llamó Biffi La Salle. Allí nos obligaban a oír dos misas a la semana, jueves y domingo. El colegio era regentado por españoles. De veintiséis o veintiocho religiosos, solo había un latinoamericano, de origen salvadoreño. Por supuesto, había un buen número de maestros seglares colombianos en todas las disciplinas. Estudié bajo la guía de españoles desde tercero de primaria hasta graduarme de bachiller.

CLASES DE VIOLÍN

A mis doce años estudié violín en el conservatorio de música. Carlos Villa, un violinista prodigio que era unos cuantos años mayor que yo, ofreció un concierto en el auditorio de la Escuela de Bellas Artes de Barranquilla, al que asistimos en familia, ya que éramos socios del Centro Artístico. Salí diciendo que quería estudiar violín, con tanta insistencia que me matricularon en el Conservatorio.

Aprendí a leer partituras, habilidad que perdí, tomé clases de solfeo, canté en el coro y toqué el violín de tres cuartos de largo que mi madre me compró. Pero no fui violinista porque la posición del instrumento en la quijada y la vibración de las cuerdas cerca del oído me producían un fastidio que al final me derrotó.

VOCACIÓN

La afirmación de mi vocación literaria se produjo cuando estaba en cuarto de bachillerato. A mis catorce años acaricié la idea de ser escritor. En parte porque mi papá tenía una buena biblioteca, y nos inculcó, nos contagió, con el virus de la lectura. Recuerdo que desde los doce años yo leía mucha poesía.

En el cuarto de bachillerato, el hermano Benito fue nuestro profesor de literatura y nos puso a escribir prosa. Fue la primera vez que lo intenté. Los estudiantes le preguntamos: “¿Pero escribir sobre qué?” / “Sobre lo que quieran. Inventen cosas. Pueden escribir crónicas de lo que ven, de lo que viven en su barrio, en su calle, en su cuadra, con los amigos, aquí en el colegio; pueden escribir ficción, inventar una historia”. Por supuesto, nos dio ciertas instrucciones.

Esta práctica creativa duró mes y medio o dos, el tiempo que tomó el programa que él organizó, ya que no abarcó todo el año, ni siquiera el semestre. Las notas que me puso fueron de excelencia. Alguna vez me llamó a decirme: “Álvaro, venga acá. Usted escribe muy bien…”. Esto me afirmó en la idea secreta de ser escritor, aspiración que yo no le había confesado absolutamente a nadie. Era parte de mi intimidad. Escuchar al hermano Benito me llevó a pensar: “Bueno, parece que sí sirvo para esto”.

Fue cuando me lancé con entusiasmo a escribir versos, no buenos versos, pero versos en todo caso, rimados al estilo de Julio Flores, Guillermo Valencia, Eduardo Castillo. Escribí sonetos imitando a los poetas que admiraba y no tardé en quemarlos.

Di un paso más allá cuando además de leer novelas y poemas, me puse a averiguar por los escritores, quise saber quiénes eran, qué recorrido habían hecho. Ahí nació mi vocación de historiador que he volcado sobre todo en las artes plásticas, aunque he hecho unas cuantas incursiones en la historia de la literatura colombiana. Esta inquietud me abrió los ojos sobre qué significa ser escritor y a entender cómo trabaja un escritor.

Resulté ser el más dedicado lector de mi familia, siendo todos mis hermanos muy buenos lectores. El hábito lo adquirí observando a mi papá. Mi mamá también leía, pero le quedaba menos tiempo: se debe reconocer que a la mujer se le recarga y complica la vida con el trabajo doméstico, sobre todo cuando la familia es numerosa.

A mis once o doce años comencé a comprar libros con la plata de mis ahorros. Lo primero que compré fueron novelas. Me inicié con novelas de aventuras cuando estaban de moda las películas de vaqueros de Hollywood y las novelas breves de vaqueros. Si bien no tenían ningún valor literario, resultaban amenas. Me aficioné a esto y a las novelas de detectives que también venían en formatos pequeños. Diría que eran cuentos largos que equivalían a relatos cincuenta páginas, con la ventaja de que se leían rápido.

Luego di el salto a literatura más seria. Estando en tercero de bachillerato recibí clases de historia de la literatura universal, clase que a mí me apasionó desde el principio, y me comencé a informar sobre los grandes autores. Me aprendí los nombres de los autores y de los libros. Recuerdo que una vez fui a la Librería Nacional y me encontré un remate de libros que vendían a cincuenta centavos. El primero que compré de los novelistas que tenía en mi lista fue Émile Zola.

Me adelanté a leer todo el manual de literatura universal que teníamos en clase. Era un libro bastante gordo, lo recuerdo, y comencé a tener una cierta idea de la historia de la literatura. Fuera de eso, tomaba notas de las reseñas que publicaban los suplementos dominicales o sea que supe conectarme con la contemporaneidad.

SUPLEMENTOS LITERARIOS

Me volví un lector de suplementos porque mi papá también lo era. Los domingos recibíamos El Siglo y El Tiempo. Recuerdo que, en determinado momento, cuando lo descubrí, comencé a comprar El Espectador de los domingos. Y mi papá me felicitó por hacerlo. En adelante lo compré siempre. Los suplementos me alimentaron muchísimo desde el punto de vista cultural.

Esto no lo digo con base en recuerdos. En mis investigaciones como historiador, he leído suplementos publicados desde comienzos del siglo XX. Tenían la ventaja de que una persona viviendo en la Guajira, en Leticia o en Pasto, recibía excelente información sobre los acontecimientos culturales del momento, ya que  traducían textos de otros idiomas. Había ensayos, crítica literaria, crítica de arte, crítica musical, cuentos y poemas con muy buenos criterios de selección.

La otra ventaja era que uno podía escribir y le publicaban. El Tiempo fue el primero en sacar un par de columnas que resumían los textos  que recibían de los lectores, y les daban orientaciones. Alguna vez envié unos poemas, lo hice con seudónimo, y me respondieron diciendo: “El ritmo es bueno, la rima es un poco defectuosa, pero adelante”. Me llené de ánimo: “Si me leyeron y me respondieron, es porque algo hay”. Me sentí muy bien con esa respuesta.

PRIMERAS PUBLICACIONES

Estudiando en la Universidad comencé a inclinarme por la prosa y a escribir cuentos. Yo había sido durante muchos años un escritor secreto, ni mi familia sabía que yo escribía. Solamente se enteró Eduardo, mi hermano menor, quien me cuidó el secreto. Él era un buen lector, en ocasiones le pasaba textos, y él me decía: “¡Eso no sirve pa’ná!” Pero también me decía: “Este sí vale la pena”.

En algún momento me decidí a publicar. Los primeros fueron en el mes de mayo o junio de 1960 cuando iba a cumplir diecinueve años. Envié dos cuentos al suplemento de El Magazín Dominical El Espectador, y los publicaron ambos. A los dos meses me publicaron en el suplemento de El Tiempo, entonces me dije: “Soy escritor”. Se alcanzaron a publicar seis o siete cuentos, luego unos textos literarios de poco mérito.

GUSTO POR LA POLÍTICA

La primera vez que copié un texto para repartirlo, tumbamos a Rojas Pinilla. Fue en 1957, cuando cumplí dieciséis años. Mi hermano Eduardo y yo llegábamos a la casa con esos panfletos, los reproducíamos sacando hasta cinco copias con papel carbón que lográbamos golpeando muy fuerte las teclas de la máquina, y se los pasábamos a los vecinos de la cuadra.

Aquí nació mi interés en la política. Mi vocación política ha sido relativa. No soy político militante ni tengo amigos políticos dirigentes, tan solo he conocido algunos, pero no me comunico con ellos para saber intríngulis de lo que pasa detrás de bambalinas, no me interesa esa vida. Ese ambiente no es el mío.

Sigo el mundo político a través de la prensa y los medios nacionales e internacionales, en tres idiomas. Estoy muy atento a lo que pasa para tener una idea exacta y completa de lo que ocurre y por qué ocurre, pero solamente para conversar con los amigos. Hasta ahí llego yo hoy en este asunto.  

NADAÍSTAS

Esta época apenas comienza a ser investigada históricamente. Me refiero al período que corre entre finales de los cincuenta y primeros años de los sesenta, que es cuando el nadaísmo está en su apogeo. A mí me llega la primera noticia del nadaísmo cuando estoy en el penúltimo año de bachillerato.

A mi colegio llegó uno de los manifiestos nadaístas, una copia a máquina en papel carbón. Un compañero de clase lo llevó, lo leímos y nos entusiasmamos. Resulta que en mi casa tuvimos un buen número de máquinas de escribir. Dado el oficio de mi papá: él me regaló mi primera máquina cuando yo tenía diecisiete años, luego me regaló otra más, y el resto tuve que pagarlas de mi bolsillo. Entonces decidí copiar los manifiestos nadaístas, para repartirlos clandestinamente en el colegio.  

Las posiciones de Gonzalo Arango marcaron nuestra generación, eso no se puede desconocer. Al leerlo me sentí muy identificado con sus ideas, también con las de Amilkar Osorio con su literatura urbana y juvenil.

Resulta que El Espectador publicaba las cartas de sus colaboradores indicando los apartados aéreos o buzones de correo. Fue así como pude escribirle a Gonzalo Arango, él me contestó y comenzamos una correspondencia que después también tuve con el poeta Jota Mario Arbeláez, volviéndonos grandes amigos. Tristemente, con mis viajes perdí la correspondencia que nos cruzamos.

En enero del año 1962, vine a Bogotá en vacaciones, entonces seguí hasta Cali para conocer a los nadaístas. Fue cuando me reuní con Elmo Valencia, Jaime Jaramillo Escobar y Jota Mario Arbeláez.

Gonzalo publicó su primer libro en 1964, Sexo y saxofón con carátula de Alejandro Obregón. Pues bien, esa carátula la conseguí yo por encargo de Gonzalo después de un año o más de mantener correspondencia. Me escribió adjuntando una carta para Obregón. Llamé a Alejandro, lo visité y le entregué la carta de Gonzalo. Alejandro me contestó: “¡Dile a Gonzalo que pues claro que yo le hago la carátula!”.

UNIVERSIDAD NACIONAL

Comencé a estudiar Arquitectura en la Universidad Nacional, escogencia que hice pese a querer estudiar Literatura, pero por el San Benito eterno de que los escritores como los pintores se mueren de hambre, escogí una carrera “rentable”.

Fui buen dibujante desde pequeño, uno de los dos estudiantes de mi clase que el profesor pasaba al tablero cuando había que hacer dibujos y esquemas didácticos. Pero también porque mi hermana Gladys, siendo estudiante arquitectura, me sentaba a su lado cuando adelantaba sus proyectos para la Universidad. Con ella aprendí dibujo arquitectónico. Esta es la razón por la cual, llegado el momento, me incliné por la Arquitectura. Al mismo tiempo, como quería ser escritor, empecé a enviar cuentos a los periódicos.

En 1960, estudiando en la Nacional, me tocó una huelga larguísima que hicieron únicamente los estudiantes de Arquitectura. Uno como primíparo entendía a medias cuáles eran las circunstancias de la huelga que promovieron los estudiantes de tercero y cuarto año, porque se estudiaba por años. Se calculó que podría durar dos semanas, comenzando poco antes de Semana Santa, y se prolongó hasta julio. Entonces mi papá, cuando regresé a la casa para las vacaciones de diciembre, me dijo: “No, no, no. Yo no te voy a tener de vago en Bogotá sin hacer nada. ¡Te quedas en Barranquilla!”.

PASIÓN POR LAS ARTES

Una de las cosas que descubrí en la Facultad de Arquitectura de la Universidad Nacional, estudiando las vanguardias arquitectónicas, fue la conexión que éstas tenía con las vanguardias artísticas y que las artes en general me apasionaban, sobre todo la pintura y la escultura, pero también el grabado y el dibujo. Me encontré de pronto con un mundo extraordinario. De Frank Lloyd Wright y Le Corbusier, salté a Kandinsky y el surrealismo.

Yo no salía de la Luis Ángel Arango, donde me la pasaba leyendo libros de arte, en especial de arte moderno, tendencia que al común de la gente le resultaba un poco misteriosa porque no seguía el canon renacentista de pintar lo que el ojo ve, tal como lo ve, sino que es otra cosa. Leí sobre los impresionistas, Picasso, los pintores abstractos, etcétera. Y aprendí. También empecé a leer a Martha Traba todos los domingos, de manera sagrada: Martha tuvo una fortuna que pocos críticos de arte han tenido en Colombia y es que cuando publicaba sus notas, las exposiciones todavía estaban abiertas.

De manera que yo leía sus comentarios críticos sobre lo que se exhibía en Bogotá, subrayaba el artículo y me iba con el recorte de prensa a ver la exposición, que muchas veces ya había visitado. Sin duda, Martha Traba me enseñó a apreciar una obra de arte en vivo y en directo. Yo ni sospechaba que me dedicaría a escribir sobre arte. Yo, simplemente, quería saber.

UNIVERSIDAD DEL ATLÁNTICO

Comencé a estudiar en la Universidad del Atlántico para seguir con la carrera. Me empleé con una firma de ingenieros, para los que hacía planos, diseños de pequeñas cosas que pedían. Esto fue así hasta que decidí viajar, pero primero me casé. En el entre tanto descubrí La Cueva.

LA CUEVA

Yo vivía a tres cuadras y media de La Cueva, sitio de reuniones de grandes personajes de la cultura, en el que se escuchaba música clásica y jazz. Mi cuñado, el ingeniero que terminó devolviéndose a los Estados Unidos, frecuentaba La Cueva.

Recuerdo que cuando yo estaba por terminar el bachillerato, antes de viajar a Bogotá, en alguna ocasión me invitó a que compartiéramos allí una cerveza. Esto fue en 1959. Fuimos un par de veces. Cuando estudiaba en la Universidad del Atlántico, empecé a ir con frecuencia, habito que fue aumentando mi vocación literaria y mis ganas de dedicarme plenamente a la literatura, meta que no podía cumplir porque estaba estudiando arquitectura.

Los Amarís conformábamos una gran familia que vivía en barrios aledaños, Boston y El Recreo. Éramos cinco núcleos familiares. La casa más distante era la de mi abuela, a siete cuadras. Mi primo segundo, Juan de la Hoz, Juancito, estaba muy interesado en la literatura y tenía vocación literaria que se frustró no sé por qué razón, así que establecimos una gran amistad, siendo él un poquito mayor que yo. Él y yo comenzamos a intercambiar información y libros, los comentábamos, nos los prestábamos y a diario hacíamos tertulia literaria.

Cuando estudié en Bogotá, Álvaro Cepeda Samudio comenzó a publicar capítulos de La casa grande en la revista Mito. Los leí y puedo decir que es de lo mejor que se ha escrito en América Latina. Tuve conciencia de una cosa: en la Costa había dos escritores de talla, Gabriel García Márquez y Álvaro Cepeda Samudio. En algunas de las cartas que les envié a los amigos que hice por correspondencia, yo los mencionaba y me decían que no los habían leído, que apenas los conocían de nombre.

En el suplemento de EL Espectador republicaron uno de los textos que acababa de salir en la revista Mito, el capítulo que se titula “El padre” que en el suplemento retitularon “La muerte del padre”. Entonces Juancito de la Hoz llegó ese domingo y me dijo: “¿Leíste esto?” / Sí, el año pasado. / “¡Excelente! ¿Por qué no vamos a La Cueva? Cepeda se la pasa allá, así que camina y hablamos con él”.

Fuimos de inmediato, pero La Cueva no abría los domingos, tampoco los lunes. Entonces decidimos pasar y pasar hasta coincidir con él. Íbamos, nos sentábamos, pedíamos un par de sifones de cerveza, pero no aparecía. Así ocurrió uno y otro día, hasta que lo vimos entrar. Nos le presentamos, hablamos con él, nos atendió muy bien, como se atiende a los chiquitos. A mí me faltaban algunos meses para cumplir los veinte años.

En adelante comenzamos a frecuentar La Cueva en compañía de Alberto Moreno Armella, un condiscípulo. Los Moreno Armella se volvieron mis hermanos adoptivos. Alberto y yo nos hicimos amigos de Álvaro Cepeda y de Alejandro Obregón. Alfonso Fuenmayor ya nos conocía porque era nuestro profesor de Humanidades en la Universidad del Atlántico. Encontrarnos con él ayudó a consolidar puentes: “Ah, Moreno y Medina son conocidos de Alfonso”. Se produjo el gran acercamiento y terminamos integrándonos al grupo.

Alrededor de La Cueva existen muchas opiniones contradictorias. Hay una cosa que se debe entender claramente para ubicar el ambiente y captar la atmósfera que allí se vivía. En primer lugar, no se acostumbraba el tipo de tertulia que hacían los bogotanos y que tal vez se hacía en Medellín. Cuando estuve en Bogotá en el año 1960 fui al Automático varias veces y me sentaba solo en una mesa porque nadie allí me conocía, pero veía a León de Greiff, a Omar Rayo, a Ignacio Gómez Jaramillo, a Marco Ospina. Sabía que eran ellos por tratarse de personajes que salían en la prensa. En el Automático había ambiente de tertulia cultural, literaria, hablaban de los asuntos del día y de la política. Pero en La Cueva no era así.

En La Cueva no se hablaba nunca de política, no porque estuviera prohibido, sino porque a nadie le nacía hacerlo. Po malos, los políticos locales eran llamados los bobales y nadie perdía el tiempo calificando o descalificando a esos bobales. Se hablaba de deportes: de beisbol, de boxeo, algo menos de fútbol. Mucho de cacería, pues era un sitio de cazadores, empresarios con dinero que tenían la caza por afición. Solían narrar las aventuras y desventuras que tenían a campo abierto, casi siempre divertidas. Los temas culturales se trataban coyunturalmente, salían espontáneamente, pues no había humor para estar hablando de cosas serias todo el tiempo.

La mayor parte de los asistentes a La Cueva eran gente de una cierta cultura, eran lectores. Uno de ellos, Juancho Jinete, financió el primer libro de cuentos de Álvaro Cepeda Samudio haciendo una colecta entre amigos. Hablo de Todos estábamos a la espera. Hicieron una linda edición, casi de autor, un libro bien impreso y bien diseñado, de altísima calidad literaria y visual, con dibujos de Cecilia Porras.

Hay que entender que había una gran diferencia entre las conversaciones individuales y las conversaciones colectivas, en las que participaban seis, ocho o doce personas alrededor de una barra con capacidad de seis o siete sillas, así que muchos se quedaban de pie para escuchar u opinar.

En la barra se calentaba el ambiente y se hablaba en voz alta, al estilo costeño. Entonces, los interesados en el tema se acercaban abandonando las mesas que ocupaban. De la misma manera, de pronto surgía un tema que podía ser cultural, literario; que tal vez no tenía tanta audiencia, pero se hablaba.

Ahora bien, yo casi siempre estaba sentado en la barra pues, como vivía cerca, alcanzaba a llegar a tiempo a esos encuentros espontáneos, para no llamarlos tertulias, que comenzaban a las cinco y media o seis cuando estos señores terminaban su trabajo y se detenían  en La Cueva camino a sus casas.

ALEJANDRO OBREGÓN

Alejandro Obregón era muy disciplinado, se podía tomar todas las cervezas del mundo, pero a las siete de la mañana del día siguiente estaba en pie, listo para irse a pintar; trabajaba hasta las cuatro de la tarde o cuatro y media cuando, literalmente, colgaba la brocha para irse a La Cueva. Alguna vez entró muy contento, yo estaba ahí, y le dije: “Oye, ¡vienes con cara de contento!” Me contestó con esa manera tan característica que tenía de hablar: “¡Hoy pinté tres cuadros!”. Esto asombra un poco, pero hay que recordar que hay pintores de técnica lenta, como Fernando Botero, a quienes les es imposible pintar un cuadro en un día, y pintores de técnica rápida como la de Obregón que trabajaba a punta de brochazos espontáneos, proceso que se aceleró cuando tomó la decisión de usar el acrílico, un material que seca al instante.

Insisto en mencionar que también se daban las conversaciones privadas, con quienes estuvieran sentados al lado de uno. Los que tenían relación con la cultura eran los que sin duda nos interesaban a los jóvenes. Si Alejandro era mi vecino, hablábamos de pintura. Aprendí mucho de historia del arte con él, en una época en la que los libros con reproducciones a color eran escasísimos y de mal color. En general, uno veía las obras en blanco y negro. Esos libros eran carísimos. Recuerdo que Alejandro me estuvo hablando de la obra de Matisse, con tal énfasis que a mí me parecía ver los colores. Me decía: “No, es que la audacia de Matisse al poner un amarillo al lado de un rosado, un verde al lado de un… ¡Colores fuertes!”. Hablaba con pasión, describiendo lo que él mismo hacía en sus telas.

Al no haber museos donde ir a ver esas obras, al no disponer de libros que le permitieran a uno hacerse a una idea verdaderamente concreta, las palabras de Alejandro Obregón llenaron ese vacío. Desde entonces estuve profundamente interesado en las artes plásticas, iniciándome en el camino que me convirtió en historiador del arte.

Me acerqué más a Alejandro, en parte, porque era más asiduo a La Cueva. Álvaro a veces se perdía por semanas, en parte porque viajaba constantemente, tenía compromisos de tipo publicitario con Cerveza Águila que le obligaban a ir a Bogotá o a Nueva York. En la barra, uno iba teniendo noticias de cada cual.

Hubo otro factor que me animó mucho y se dio en el año en que yo cumplí catorce años. Álvaro Cepeda organizó, en el cincuenta y cinco, a través del Centro Artístico de Barranquilla, un Salón Nacional al que asistí. Luego organizó un segundo, quizás en el cincuenta y ocho, cuando estaba en el penúltimo año de bachillerato, la muestra que me involucra de lleno en estos temas. Luego, en Bogotá, no me perdía exposiciones, pero al regresar a Barranquilla esto cambió, pues allá se hacían muy pocas. Por fortuna, en La Cueva se organizó una galería de arte.

Eduardo Vilá Fuenmayor, dueño de La Cueva y familiar del  cuentista José Félix Fuenmayor y de Alfonso Fuenmayor, subdirector y columnista de El Heraldo, tenía ya una buena colección de arte contemporáneo: Fernando Botero, Cecilia Porras, Enrique Grau, Alejandro Obregón, Juan Antonio Roda. Tenía fotos de Nereo López y de Hernán Díaz. Era un cuadro pegado al lado del otro, así que apenas cabían, algunos de ellos realmente extraordinarios. Ese ambiente, esa galería de arte moderno que era La Cueva, le da a Eduardo Vilá la idea de usar la parte de la casa que estaba desocupada para abrir una sala de exposiciones.

Esto llevó a que Álvaro Cepeda se planteara hacer un salón interamericano, y lo hizo de altísima calidad. Los jóvenes ayudamos a colgar la exposición. Así conocí y traté a José Gómez Sicre, curador de dicho salón y director de artes plásticas de la Unión Panamericana en Washington, quien pasaba dos veces al año por Barranquilla interesado en seguir la obra de Alejandro Obregón. Era alguien que tenía todos los contactos a nivel latinoamericano, pues recorría el continente, conocía a los artistas y nos regalaba publicaciones. Fue él el punto de apoyo para realizar este salón.

Así se agregó el factor que me hizo sentir que yo estaba más o menos al tanto de los acontecimientos que ocurrían en América Latina, acentuando mi otra vocación de tal modo que me lleva a decir: “Yo también puedo escribir sobre arte”.

Publiqué mi primer texto sobre arte en El Heraldo de Barranquilla. Resulta que me casé a los veintitrés años con Delfina Bernal, una pintora alumna del maestro Obregón. Delfina me motivó a que yo escribiera sobre arte, sobre su exposición, que hizo en la galería de La Cueva.

NUEVA YORK

Siguiendo a mi familia, en octubre de 1967 decidí irme también a Nueva York, pues era la ruta que todos iban tomando y allí viví casi seis años. Viajé con Delfina. En esa época hacer papeles era fácil, y no demoraban tanto. Como ya tenía hermanos residentes y papás residentes, el trámite en el Consulado fue expedito.

Estando allá, a los tres días me vinculé a una firma de ingeniería eléctrica donde permanecí cerca de tres años. Trabajé dibujando planos, un trabajo modesto. Me fue muy bien, estaba muy tranquilo. Era un taller inmenso de doscientas personas en medio de mesas de dibujo ubicadas en salones enormes.

La ventaja de dibujar para mí en ese momento era que recibía lo que debía hacer y sabía cómo hacerlo, sin pensar que yo debía decidir sobre nada. Porque, por supuesto, ya tenía absolutamente claro que yo era un escritor, aunque sin libro publicado. Entonces mantenía a la mano una libreta de apuntes y un lápiz e iba anotando las ideas que se me iban ocurriendo con respecto a qué podía escribir. Por ejemplo, una novela, género en el que nunca me había aventurado.

ARTISTA

AUTODIDACTA DEL ARTE

Mi inquietud por las artes plásticas se afianzó en el sentido de que ahora sí tenía grandes museos a la mano, dispuse del dinero para adquirir libros de arte extraordinarios. Me dediqué, sábados y domingos, día completo, a visitar galerías de arte contemporáneo para estar al tanto de lo que ocurría en ese momento, pero también museos. Por lo general iba a las galerías los sábados y a los museos los domingos. Y los recorría de manera sistemática, con el más absoluto rigor. De manera que cada cuatro o cinco semanas volvíamos al mismo sector a visitar las mismas galerías, porque ya las exposiciones habían cambiado.

Nos hicimos socios de algunos museos, adquirí muchos libros para estudiarlos, libros sobre arte en general, no únicamente arte contemporáneo. Una exposición importante la podía ver tres y cuatro veces. Mi tendencia es ir la primera vez para recorrerla rápidamente a fin de hacerme a una idea general. Vuelvo una segunda y compro el catálogo. Y vuelvo una tercera con el catálogo estudiado y sin el afán de saber qué habrá más adelante, porque ya lo sé, entonces me detengo a resolver las inquietudes que me ha sembrado la lectura del texto. Soy de los que subraya los libros, no me importa qué tan costosos puedan ser. Podía ir a ver arte egipcio o arte griego o arte del Renacimiento o una exposición absolutamente contemporánea.

Descubrí que tenía un gran vacío con respecto a qué había pasado del Renacimiento hacia atrás, pero que del mismo Renacimiento yo tenía unas nociones generales, aunque no muy concretas. Fue cuando decidí estudiar el Barroco, el Rococó hasta conectar con lo que más me interesaba, los acontecimientos del Impresionismo para acá. Entonces, ahí tenemos una primera operación de búsqueda, encuentro y formación en relación con lo que voy a hacer posteriormente, que es escribir libros sobre la historia del arte colombiano.

Recuerdo que tuve una experiencia que me puso a reflexionar mucho y tuvo que ver con mis primeros encuentros con el arte conceptual. Mis conocimientos llegaban hasta el Pop Art, que es fácil de entender y de captar. Por supuesto, tenía claras nociones de lo que era el expresionismo abstracto, el arte geométrico abstracto y el minimalismo. Pero del arte conceptual no, en parte porque surgió precisamente en el año en que salí de Colombia.

Alguna vez, recorriendo una obra, me dije: “No. Me volví viejo. Yo no entiendo esto”. Tenía veintisiete años. Quedé muy preocupado. Cuando iba en el camino me puse a pensar: “Lo que pasa es que esta es una cosa nueva de la que no he leído nada. Lo que debo hacer es estudiarlo”. Yo había tomado el hábito de pasarme una tarde a la semana en la biblioteca del MoMA, así que no fue difícil dar con las fuentes del arte conceptual, pues ya tenía cierta cancha investigando.

Me subscribí a Artforum, que la conocía y que compraba de vez en cuando, pero supe que era la revista que le estaba dando cuerda al arte conceptual. También compré algunos catálogos relacionados con este movimiento, y encontré que era muy fácil de entender. Resulta que el arte conceptual no se dirige al ojo, a lo visual, a lo puramente visual, sino al intelecto. Exige entender lo que está en juego, entender qué es lo que el artista pone en juego a través de su obra. Entonces, no es una apreciación estética la que uno debe darle, el error que yo cometía tratando de entenderlo, ya que mi aproximación era puramente visual.

A partir de ahí, el contacto fue fluido. El Museo de Arte Moderno de Nueva York hizo una exposición que llamó Information sobre arte conceptual, lo que me permitió adquirir una serie de libros y catálogos de exposiciones realizadas previamente.

Por el otro lado, llegué a Nueva York en pleno boom de la literatura latinoamericana. Yo acababa de leer Cien años de soledad, el detonador máximo del boom. En La Cueva me introdujeron en estos autores. Mis preocupaciones hasta entonces habían girado en torno a Joyce, Kafka, Becket, Ionesco, Robbe-Grillet, Butor.

Alguna vez Álvaro Cepeda Samudio me preguntó: “¿Has leído a Carlos Fuentes?” / “Lo he oído nombrar, pero no lo he leído”. / “¡Cómo que no lo has leído! ¡El colmo!”. Bueno, él era un poquito regañón, en el buen sentido del término. Continuó: “Te recomiendo leer Le región más transparente y La muerte de Artemio Cruz”.

Por fortuna, esos libros circulaban bien, se vendían. Entonces me fui para la Librería Nacional, los compré y los leí. Gracias a un poeta argentino aventurero que llegó a Barranquilla leí a Sábato en fecha temprana, ya que me regaló Sobre héroes y tumbas. Vargas Llosa se ganó el premio Biblioteca Breve y esto favoreció el conocimiento de los escritores latinoamericanos de la época. Claro, comencé a conversar con amigos y fueron surgiendo nuevos nombres, nombres que en algunos casos no eran tan nuevos, como Juan Rulfo o Alejo Carpentier. A través de la revista Mito, por cierto, supe de Jorge Luis Borges y allí comenzó mi pasión por su obra.

Por fortuna, en Nueva York me encontré con dos librerías en español muy bien dotadas, porque uno podía conseguir libros de cualquier país. Cuando les escribía a mis amigos colombianos, me pedían que les comprara y enviara alguno de estos libros. Fui muy privilegiado en el sentido de que las inquietudes que iban surgiendo por los autores que iba descubriendo, las resolvía al poder adquirir sus libros con una gran facilidad.

NOVELA PAPÁ REY

Fueron años de aprendizaje en los que me embarqué a escribir mi primera novela, titulada Papá rey. Es la historia de un futbolista que, ya siendo mayorcito, pasa de ser aficionado a ser profesional. Resulta que en el año 1948 comenzó en Colombia el fútbol rentado, entonces la novela ocurre de ese año en adelante, cuando a este carpintero lo llama el Junior y recibe un buen salario fijo mensual por patear el balón, el placer de su vida. Tras vivir algunos meses de reconocimiento y relativa bonanza monetaria, el Junior es sancionado por la Dimayor en el conflicto histórico que en 1949 tuvo con la Adefútbol y el personaje, ahora sin equipo, entra en una profunda crisis familiar, psicológica y económica.

Esta novela tiene una característica muy especial, combina imágenes y texto. Pero no como imágenes que ilustran el texto, sino como imágenes substanciales que describen acciones y hay que leerlas. Son abundantísimas, muchos de sus dibujos son hechos por mí. Tiene un capítulo que es una historieta gráfica,  en la que el lector, en vez de leer palabras, lee una historieta de ocho páginas dibujadas por mí.

Presenté esta novela al Premio Biblioteca Breve y casi me lo gano, con García Márquez como jurado. Es una novela que sigue inédita por decisión mía, en parte, porque la escribí como una novela experimental y después me propuse revisar los abusos experimentales que yo cometía. Y en eso me he pasado el resto de la vida. En eso he sido cuidadoso y lento. La tengo casi lista, vamos a ver si de pronto entra en etapa de publicación.

Mi actividad en Nueva York se resume en escribir una novela que casi se gana un premio, en aprender como autodidacta la historia del arte y en leer prácticamente a todos los autores del boom.

REGRESO AL PAÍS

BARRANQUILLA

Cuando sentí que la etapa de Nueva York se había cumplido, decidí regresar a Colombia. Habían pasado casi seis años cuando volví a Barranquilla. Llegué en un buen momento porque a las dos semanas se fundó el suplemento del Diario del Caribe, uno de los que hizo historia en la cultura colombiana de los años setenta y parte de los ochenta.

En Barranquilla la prensa había hecho amagos de publicar suplementos culturales, pero nunca tuvieron éxito porque se quedaron siendo una página más del periódico. Salían los sábados, porque los periódicos no circulaban los domingos.

Cuando el Diario del Caribe decidió sacar el suyo, responsabilizó al abogado Antonio Caballero Villa, un viejo amigo del Biffi, que reunió a un grupo de escritores, intelectuales y artistas para asumir la tarea de publicarlo. Todos trabajaban formalmente menos yo, que acababa de llegar a la ciudad, así que a mí me encargaron la misión de reunir material para ser leído y aprobado por el grupo que denominamos Comisión Coordinadora.

Yo estaba en una buena posición para hacerlo porque de alguna manera, a través de mis publicaciones en suplementos y el hecho de haber estado a punto de ganarme el premio de Biblioteca Breve, fuera de haber publicado en la revista Eco, conocía a mis contemporáneos de casi todo el país. A ellos les comencé a escribir cartas para contarles del proyecto. Mientras tanto tomé textos de libros y revistas, y a traducir del inglés y esto me permitió despachar los primeros números. Tuve una buena respuesta a nivel nacional, y comencé a recibir colaboraciones de todo tipo. Llevaba trabajando en esto unos ocho meses, cuando decidí establecerme en Bogotá,

Pero continué con el periódico a solicitud de los cinco miembros de la comisión coordinadora, quienes accedieron a que los recursos del proyecto me fueran pagados a mí, pues ellos tenían empleos fijos. Continué por mucho tiempo y se me facilitaron las cosas porque me encontraba más cerca de los escritores, me los encontraba en la calle. No es fácil acceder a un autor de textos, por lo que debía insistirles. Logramos hacer un suplemento estupendo junto al de Vanguardia Dominical, en Bucaramanga, y Extravagario, en Cali.

CRÍTICO E HISTORIADOR DE ARTE

Germán Vargas Cantillo, a quien había conocido en La Cueva, acababa de asumir la dirección de Radio Nacional cuando yo llegué a Bogotá. Decidió organizar una serie de programas culturales y entonces me llamó: “Quiero que escribas sobre artes plásticas”. En suplemento de El Caribe, había publicado varios artículos sobre el tema que Germán había leído, así que me dijo que yo era el colaborador que él buscaba.

Es ahí cuando realmente comienza mi carrera como crítico e historiador de arte. Se armó un programa de quince minutos, más que suficientes para uno hablar de crítica. Eran cinco temas: teatro, cine, artes plásticas y dos sobre literatura, poesía y narrativa. Fernando Garavito y María Mercedes Carranza tenían a su cargo la poesía. Cada género tenía su autor y su día. Se emitía de lunes a viernes a la misma hora. El programa estuvo muy bien organizado y concebido por Germán y a mí me dio alas, porque tuvimos una buena acogida. Mi sección se tituló “Orientación Plástica”.

REVISTA ART NEXUS

Un acontecimiento importante se dio en el año 1975 cuando Celia de Birbragher fundó la revista Arte en Colombia que actualmente se llama Art Nexus, la tercera revista especializada y concentrada en el quehacer de los artistas colombianos que se fundó en el país. Poco a poco se fue extendiendo hacia América Latina. Es la revista de más larga vida dedicada al arte. Al comienzo escribimos Galaor Carbonell, Germán Rubiano Caballero y María Elvira Iriarte. Todo esto, sin yo proponérmelo, fue modelando mi destino.

UNIVERSIDAD TADEO LOZANO

Como me di a conocer por el programa, me llamaron de la Tadeo a dictar clases de Historia del Arte y allí estuve un par de años. La planta física no daba abasto, los salones de clase escaseaban, uno iba a dar su clase en el salón que tenía asignado y encontraba que otro profesor se lo había tomado. La huelga de protesta estalló, se alargó, me puse del lado de las reclamaciones de los estudiantes y no me volvieron a contratar por subversivo.

UNIVERSIDAD NACIONAL

Estando en la Tadeo, Germán Rubiano Caballero, director de Artes Plásticas de la Nacional, me invitó a dictar clases en la Nacional. Allí fundé la primera cátedra de Historia del Arte Colombiano, que no existía, y, más adelante, Historia del Arte Latinoamericano, que tampoco existía.

Resulta que en el año 1974 se comenzó a publicar la historia del arte colombiano de Salvat. Eran fascículos a todo color, coordinados por Eugenio Barney Cabrera. Eugenio ya se había ido a vivir a Cali, por razones de salud. Esto fue determinante para despertar en mí un interés profundo y extendido sobre el arte colombiano, porque cubría desde los tiempos precolombinos hasta las expresiones más contemporáneas, el arte de los años 1970. Insisto, a todo color, pero cuando uno la ve hoy piensa que los colores no eran tan vivos ni exactos, pero en la época nos pareció lo máximo.

Inicialmente, Germán Rubiano me invitó a dictar diez conferencias sobre arte colombiano. Los estudiantes se inscribían, pero no obtenían una nota, ya que no presentaban trabajos que calificar, pero la asistencia era evaluada académicamente.

En diez semanas dicté las diez conferencias. Para mi sorpresa, uno de los asistentes fue el arquitecto Dicken Castro, con su esposa. Dicken había sido uno de mis profesores de taller en la Universidad Nacional. Llevaba años sin verlo, lo saludé y, por supuesto, él no se acordaba de mí. De una manera disciplinada asistió a todas las conferencias en las que tomaba apuntes. Dicken era uno de los autores de la historia del arte colombiano de Salvat, pues eran ocho o diez autores distintos que se habían repartido los temas y él asumió el suyo: la arquitectura del siglo XX.

Una de las cosas que me dijo Dicken, ya muy cerca a terminar el ciclo de las conferencias fue: “Pero tú tienes una documentación que es impresionante. ¿De dónde la has sacado?”. / Pues investigando en la biblioteca y leyendo prensa colombiana de hace cien años. / “Extraordinario. Tienes que ponerte a escribir de todos esos temas”. / Esa es mi intención”, le dije.

Comencé a dictar clases formalmente en la Universidad Nacional, porque las conferencias que dicté durante dos semestres seguidos fueron una especie de abrebocas. Se dio una vacante, entonces me pidieron que dictara una historia, ahora no recuerdo cuál, quizás desde la pintura rupestre hasta Grecia.  En determinado momento se me ocurrió que había que fundar la cátedra de arte colombiano. Se lo propuse a Germán Rubiano Caballero y él me dijo: “Claro, ahora que estamos sacando lo de Salvat, eso hay que hacerlo”. Me dio las indicaciones de cómo se presentaba un proyecto de nueva cátedra. Seguí las instrucciones, presenté la bibliografía y programé los contenidos de cada una de las clases a lo largo de dieciséis semanas, a dos clases por semana.

Me contó Germán, miembro del consejo académico, que la idea había tenido buena acogida, pero que era necesario esperar a que se surtieran ciertos procesos. El representante de los profesores era el pintor Marco Ospina, el primer pintor abstraccionista que hubo en Colombia y quien murió hace cuarenta años. Me había hecho amigo suyo en el transcurso de mis investigaciones sobre arte colombiano, se trataba de alguien muy querido y simpático, amable, acogedor, cálido. Las semanas fueron pasando, pero nada se decidía. Yo preguntaba por la marcha del asunto y me daban largas, me pedían paciencia.

Cualquier día estaba lloviendo a la salida de clases. Los estudiantes y profesores estaban en la puerta del edificio bloqueando la salida. Ahí me encontré con Marco Ospina, nos saludamos y conversamos un buen rato. Busqué el momento para decirle: “Cuénteme una cosa, ¿qué ha pasado con el proyecto de la nueva cátedra de la Historia del Arte Colombiano?” / “Sí, sí, lo leí. Suena interesante”. Me respondió de una manera que dejaba ver que no tenía interés, con indiferencia.

Continuó: “Ahí estamos a la espera”. / “¿A la espera de qué, profesor? Cuénteme”. / “No, no, no. Es que eso tiene sus… La burocracia, tú sabes…” Sentí tal frialdad que… Bueno, estábamos frente a una vidriera, la lluvia caía y una cantidad de estudiantes esperaba bajo techo, en la de terraza exterior, a que menguara el agua. Entonces se me ocurrió decirle: “¿Ve usted a todos esos muchachos que están ahí, a estos estudiantes?” Se extrañó con la pregunta, porque era obvia. Me contestó: “Sí, sí. ¿Por qué?” / “Mire, esos estudiantes no saben que usted fue el primer pintor abstracto que tuvo Colombia”. A las pocas semanas, la cátedra fue aprobada.

En la creación de estas cátedras tuvo mucho que ver mi experiencia en Nueva York. Había observado que existían en los Estados Unidos y Europa, dedicadas a los artistas del respectivo país. En Colombia, no. Hoy, a nivel de postgrado, es uno de los temas fundamentales. Actualmente se dictan en prácticamente todas las facultades de arte.

Viví de la docencia por muchos años y publiqué un número importante de artículos en revistas académicas y en revistas especializadas.

PARIS

Dicté las cátedras por seis años, hasta cuando decidí viajar a París pues quería ampliar mis conocimientos sobre arte en los grandes museos. Pedí una licencia que me concedieron por dos años en la Universidad Nacional.

Conté con la buena suerte de que me dieran el contacto de Juan Salgado, un señor bastante mayor de quien tuve una buena amistad. Para mi sorpresa, una vez estuve allá, vine a saber que Juan Salgado había hecho crítica de arte en los años cuarenta en Colombia. Juan está completamente olvidado hoy en día. Se había educado en la Francia de los años veinte, había vuelto al país y luego, por circunstancias de la violencia y de la vida política tan agitada en Colombia, regresó a Francia donde se quedó hasta la muerte.

Juan Salgado vivía de hacer traducciones, y me preguntó si hablaba inglés: “En la agencia con la que trabajo necesitan un traductor del inglés al español”. Me organizó la entrevista y caí parado: lo pagaban bien, muy bien, podía trabajar en la casa porque no era trabajo de oficina y me mandaban a domicilio cantidades de documentos para traducir, así que encontré empleo rápidamente.

UNESCO

Estando en Paris me presenté a un concurso de la editorial de la UNESCO, pues requerían de un editor y preparador de copias, para la etapa anterior a la de enviar un libro a las imprentas de antes, las de linotipos. Pasé, quedé vinculado en 1980 y trabajé durante casi trece años hasta cuando llegó la era de los computadores, pues este era un trabajo manual.

El director de la editorial era de la India, y yo le insistí en la necesidad de actualizarse en tecnología, de entrar en la era del mundo digital, labrando así mi propia salida. Yo compré mi computador personal en el año 83, un IBM. Pesaba más de veinte libras y, aunque enorme, tenía una pantalla diminuta y poca capacidad de memoria. Cuando lo llevé a la oficina, todos se sorprendieron, como si hubiera llegado un extraterrestre.

Con el cambio tecnológico, me ofrecieron la alternativa de quedarme en la Unesco, pero también de negociar una salida en muy buenas condiciones. Preferí lo segundo al sentir que ya había cumplido mi tiempo.

Como tengo la ventaja de ser disciplinado, yo trabajaba doce y hasta catorce horas diarias, leyendo. Al estar obligado a leer sobre todos los temas, adquirí un interés bastante fuerte en las ciencias sociales y las ciencias exactas, desde el Big Bang hasta ponderadas reflexiones sobre la vida cotidiana en el futuro. Como me ocurriera en Nueva York, en París me encontré nuevamente en la situación de que podía tener a la mano una libreta en la que anotar mis ideas. Si bien este trabajo fue rutinario, me aportó muchísimo, me permitió acumular una serie de insumos sobre lo que sería mi propia obra. En los escritores, leer forma parte del proceso de escribir.

PROCESOS DEL ARTE EN COLOMBIA

Mientras estaba en París, el resultado de la cátedra de la Nacional se reflejó en un libro que escribí y publiqué bajo el título de Procesos del Arte en Colombia.

Cuando hice crítica de arte en la Radio Nacional, invitado por Germán Vargas, había sido muy crítico del Museo de Arte Moderno, por su manera de hacer las exposiciones y toda una serie de otras cosas. Esto generó un distanciamiento con los que trabajaban allí, que eran Eduardo Serrano y Beatriz González, pero curiosamente no con Gloria Zea a quien no conocía.

A Gloria la había visto un par de veces, pero deduzco que nunca hubo distanciamiento con ella porque cuando me publicaron el libro, Procesos del Arte en Colombia, Gloria era la directora de Colcultura y Juan Gustavo Cobo Borda el director de la editorial.

Como teníamos cierta tensión le dije a Juan Gustavo: “Yo me embarco en esto, si la propia Gloria Zea me dice que Colcultura quiere publicarme un libro”. Una vez me crucé con ella y me saludó con deferencia: “Juan Gustavo me ha dicho que tú quieres que yo te confirme que te queremos publicar un libro, así que te lo confirmo”. / “Claro, Gloria, por supuesto que sí”.

El libro lo tenía prácticamente listo, lo presenté y lo publicó. Entregué las cuatro quintas partes antes del viaje a París y quedó pendiente un artículo larguísimo sobre Alejandro Obregón, el más extenso de todos.

Procesos del Arte en Colombia tiene tres partes. La primera es puramente histórica, el arte colombiano de 1999 a 1928, perfectamente documentado citando noticias, comentarios, críticas y entrevistas de prensa. La segunda recoge documentos sobre la historia del arte colombiano, a lo largo de cien años. Son catorce o quince artículos. La última son monografías de artistas que a mí me interesaban: Obregón, Botero, Roda, Pedro Alcántara, Maripaz Jaramillo, Antonio Barrera y otros. Se trataba de los artículos que yo había estado publicando en la revista Arte en Colombia. Juan Gustavo me dio tres meses para completar lo que me faltaba y cumplí el compromiso a tiempo.

Cuando el libro salió publicado, mis amigos Luis Caballero, Saturnino Ramírez y Emma Reyes organizaron una fiesta para celebrarlo. Le mostré el libro a Juan Salgado y él se puso a revisarlo. De repente me dijo: “¡Oye, tú aquí me citas!”. Le dije: “¿Dónde?” Porque se me había olvidado. Fue muy simpático. Era una cita sobre una exposición que había hecho Enrique Grau hacia el año 1946, y eso estrechó aún más nuestra amistad.

UNIVERSIDAD NACIONAL II

A mi regreso de Paris me vinculé con relativa inmediatez a la Universidad Nacional, paso que a la mayoría le toma muchísimo tiempo o nunca logra. Si bien había contado con una licencia de dos años, cumplido ese tiempo tuve que renunciar para que nombraran un profesor en propiedad. Volví cuando se produjo una vacante con la jubilación del propio Germán Rubiano Caballero, abrieron concurso de méritos, me presenté, gané y pude reintegrarme a la academia.

EL ARTE COLOMBIANO DE LOS AÑOS 20 Y 30

Mientras estuve en Europa escribí un libro que se titula El arte colombiano de los años 20 y 30. Se trata de una generación que de cierta manera está maldita. Me refiero a los muralistas, que han tenido poco aprecio. Toca reconocer que su calidad es discutible, su producción un poco dispareja, pero tienen mérito y obras extraordinarias. Presenté el libro al concurso de historia de Colcultura y me dieron el segundo premio en el año 1995. Fue publicado por Colcultura, pero cuando Gloria Zea ya no era la directora.

En 1998 recibí una llamada de Gloria para decirme: “Leí tu libro y quiero proponerte que hagamos una exposición sobre ese tema”. Por supuesto, la exposición se hizo en el Museo de Arte Moderno de Bogotá y se tituló Colombia en el umbral de la modernidad. Tuvo mucho éxito y publicamos un buen catálogo.

MUSEO DE ARTE MODERNO

Ocho meses después, Gloria Zea me volvió a llamar porque quería hablar personalmente conmigo. Fui a su oficina, nos sentamos a hablar y me dijo: “Quiero que seas el curador del Museo”. La curadora era Carmen María Jaramillo, a quien yo conocía desde chiquita. Me tomó por sorpresa, porque no sabía que ella había renunciado. Le dije: “Déjame pensarlo, te respondo mañana”. / “No, no, no. Ahí, sentado, me dices ya mismo sí o no”. Tuve que decirle que sí pensando en que, si al cabo de tres meses no me gustaba el trabajo, renunciaría. Me dio dos semanas para comenzar y hacer el empalme con Carmelita.

Fui el curador del Museo de Arte Moderno de Bogotá durante tres años largos, hubiera seguido. Pero renuncié porque me dio un infarto cardíaco. No fue grave, por fortuna, casi a la misma edad en que mi papá sufrió el primero: el mío a los cincuenta y nueve y el de mi papá a los sesenta y dos años. Me implantaron un stent y en la etapa postinfarto me puse a pensar que me estaba exigiendo mucho al trabajar en dos lugares al tiempo, pues yo seguía dando mis clases en la Universidad Nacional. Entonces decidí renunciar al Museo.

Se lo comuniqué a Gloria y ella me contestó: “¡Renuncia a la Universidad Nacional! Tú sigues aquí”. Pero renuncié al Museo y seguí en la Universidad.

Lo decidí de esta manera porque la Universidad me permitía manejar mejor mis tiempos. El trabajo de curador implica sortear los incidentes de último momento, a los que hay que estar respondiendo de inmediato. En cambio, dictar clases e investigar me permitía determinar mi propio ritmo. Además, ya había ampliado mi investigación al arte latinoamericano y esto me exigía viajar a dictar conferencias en México, Perú, Ecuador, Venezuela, Cuba.

Salí del Museo en el 2001, y después de más de veinte años no he podido redondear el primer libro dedicado a la América Latina, una de las razones de mi retiro. Pero es que las mías son investigaciones extensas, profundas, exigentes.

LECTOR

Tengo todo tipo de aproximaciones a la lectura y en general procuro ser flexible. Cuando me surgen ciertas inquietudes, busco la información pertinente. En Nueva York comencé a escribir sobre arte de manera profesional y me di cuenta de que me apasionaba mucho, que me interesaba profundamente.

He publicado catorce o quince libros sobre arte. Una vez publiqué los primeros textos, obteniendo un relativo éxito, me comenzaron a pedir sobre uno y otro tema, por supuesto que pagando, lo que implica fechas de entrega. En contraste, a mí nadie me llama para preguntarme si tengo algún cuento inédito que quiera dar a conocer.

La literatura es más descansada porque va a mi propio ritmo. Con ella me tomo mi tiempo, tiempo que también me tomo con mis libros de arte, pero sometido a plazos de publicación que determinan la marcha. Fui profesor de la Universidad Nacional y nunca pedí fondos para trabajar sobre un tema y producir un libro.

Lo descarté viendo a mis colegas angustiados en las reuniones de profesores porque estaban colgados, porque debían haber entregado un trabajo hace tantos meses y no lo tenían listo. Yo siempre he procurado escribir mis libros hasta la última palabra sin tener que correr, sin tener ningún afán.

ESCRITOR

Aprendí a escribir leyendo. He escrito varias novelas que tengo guardadas, no por inseguridad o porque las considere malas, y podrían serlo pues soy muy autocrítico, sino porque no me precipito nunca.

PAPÁ REY

Por ejemplo, no me gusta el final de la primera novela que escribí, Papá rey, con la que casi me gano el premio Biblioteca Breve. Realmente no le he encontrado un final satisfactorio y por eso no la he publicado. Me refiero a sus últimas treinta o cuarenta páginas, que obligan a replantearme ciertas cosas,. “Ahí falta algo”, digo, “algo que no cuadra”, pero no he podido hallar la solución.

SOL MARCHITO

Ocurre que Sol marchito, la novela que acabo de publicar en Planeta, me tomó cuarenta y tres años escribirla. Comencé un poco antes de irme a Paris, pero la interrumpía para escribir sobre arte. En el interregno escribí doce libros de arte bastante voluminosos y centenares de artículos en revistas especializadas y académicas.

Sol marchito fue una novela en la que avanzaba e interrumpía. Adopté un método para poder controlar los hechos, y fue ponerle fecha de cierre a las intervenciones que le hacía. Yo mismo me sorprendía cuando la retomaba y veía la fecha de la última vez que la había estado trabajando. Descubría que había pasado año y medio o algo más, que lo adelantado me había tomado dos o tres semanas no más.

Al tratarse de una novela histórica que ocurre a finales del siglo XIX, en la medida en que escribía se me presentaba la necesidad de investigar más sobre algún hecho en particular, lo que generaba nuevos retrasos, pues estaba viviendo en París y no tenía una biblioteca cerca ni contaba entonces con servicio de Internet.

También resulta que yo me empeciné en querer sacar adelante, en paralelo, dos personajes, pero finalmente llegué a la conclusión de que eso no era posible porque saldría un texto de mil doscientas páginas. Sol marchito tiene más de quinientas. Entonces decidí separar el tema del personaje paralelo y desarrollarlo en una segunda novela. Realmente tengo material para tres, aunque todo está bastante desbaratado por ahora y me toca armar otro rompecabezas. Parte del proceso, quizás el más arduo, está en el tener que identificar lo que se llama basura, para eliminarla.

FAMILIA

He tenido varios matrimonios, el primero fue con Delfina Bernal a quien conocí a través de Alejandro Obregón en Barranquilla, en la escuela donde yo estudié violín. Funciona en un edificio histórico muy bello que estuvo a punto de caerse y pronto van a abrir completamente restaurado. Alberga el Conservatorio de Música y la Escuela de Bellas Artes.

Como a Delfina los amigos le decían Del, se me ocurrió bautizar a nuestra hija Deldelp, con p al final, aunque muda, para darle carácter. Y está contentísima, le emociona saber que es la única en el mundo con ese nombre, que yo inventé para ella. Deldelp nació en Nueva York, vino a Colombia pequeñita y regresó a los Estados Unidos para vivir en California desde donde trabaja como relacionista pública de fundaciones que le obligan a viajar para conseguir fondos para causas sociales. Tiene una hija­­­, mi única nieta, a la que tuvo la originalidad de ponerle mi apellido materno como nombre de pila. En el ordenamiento sajón, se llama Amarís Medina Kelly.

Me divorcié y me volví a casar con Gilma Suárez. Gabriela nació en Bogotá con una diferencia de ocho años con respecto a Deldelp. La llevamos de seis meses a Paris, donde vivió hasta los casi catorce años. Tiene una bellísima voz, estudió en la escuela de los coros de Radio France International – RFI. Esta es una escuela especial en la que los niños reciben clases de música después de las clases curriculares.

Participó de niña en muchos conciertos, uno de ellos en la iglesia de Notre Dame, con Jessye Norman, quien la seleccionó para acompañarla en un par de dúos, de un minuto cada uno. Para nosotros fue un motivo de orgullo enorme y el concierto se nos hizo súper emocionante. Gabriela estudió en el Conservatorio de París y en el de Estrasburgo, pero desistió de hacer carrera. Actualmente trabaja para una fundación de Nueva York, consiguiendo fondos para la música. Está casada con David Wilson, profesor universitario de medio audiovisuales y magnífica persona.

Me volví a divorciar y me volví a casar con Tatiana Granados con quien tuve a mi único hijo varón. Nicolás nació en Bogotá en 1999, terminó el bachillerato, comenzó a estudiar cine en la Tadeo, pero no se identificó con ese mundo y ahora está definiendo su futuro.

Actualmente estoy casado con Doris Mayorga, artista plástica a quien conocí en el mundo del arte. Llevamos veintidós años de armoniosa y grata convivencia.

CIERRE

Esta es la primera vez que resumo mi vida al ritmo de preguntas inesperadas que mueven muchas emociones, al tener que recordar episodios olvidados. Soy historiador, un removedor profesional del pasado, pero de episodios ajenos a mí y de épocas que yo ni siquiera viví. Este ha sido un ejercicio interesante que me ha puesto a pensar.