MAURICIO VARGAS
Las Memorias conversadas® son historias de vida escritas en primera persona por Isa López Giraldo.
Soy el hijo menor de una familia barranquillera instalada en Bogotá. Mis papás se casaron en el año cincuenta y seis, un año más tarde nació mi hermano mayor, en el cincuenta y ocho vinieron a Bogotá donde nací tres años después.
Mi papá, Germán Vargas Cantillo, fue bohemio, escritor, miembro del grupo La Cueva, amigo de Gabo, de Álvaro Cepeda Samudio, de Alejandro Obregón. Trabajó en una importadora de libros un tiempo y siendo escritor se dedicó al periodismo.
Mi mamá, es una mujer barranquillera a pesar de no ser hija de barranquilleros: ¡porque no hay nada más barranquillero que eso!
Barranquilla, es una ciudad de emigrantes italianos, españoles, árabes, israelíes, tolimenses, antioqueños, santandereanos (como es el caso de mi papá) y cundinamarqueses (como es el caso de mi mamá).
Mi abuelo Linares, era de la zona de La Palma (Yacopí al occidente de Cundinamarca). Godo, re godo, re contra godo. En cambio, mi abuelo Vargas, era liberal, re contra liberal. Pero ambos habían muerto cuando mis papás se conocieron.
Estudié en el Liceo Francés donde se graduaron mis hermanos. Yo fui activo participante en una huelga en los años setenta y cinco, y setenta y seis. Terminé en el Colegio Refous: al que le debo mi alegría y mis dos grandes amigos de la vida (eran tres, pero uno de ellos murió).
Estando en segundo año de bachillerato me publicaron un trabajo de literatura sobre “La Casa Grande” (de Álvaro Cepeda Samudio), porque a su viuda le encantó. El director del periódico lo quiso leer y lo publicó: a partir de ahí me empezó a pedir material. Yo pasaba mis vacaciones escribiendo artículos, así que antes de graduarme, le dije:
— ¡Esto es lo que yo quiero hacer y nada más!
Terminé el bachillerato y el primero de marzo estaba en Barranquilla trabajando en el periódico. Nunca estudié nada en la universidad, pero fui profesor muchos años después. Mi escuela fue la de Olga Emiliani en ‹El Heraldo›. Juan B. Fernández, Roberto Pombo (actual director de El Tiempo), Ernesto McCausland (que ya murió) y yo, éramos su kínder.
El periodismo es un oficio no es una profesión. Mi hijo, que estudia Derecho, no creo que algún día ejerza como abogado, pero quizás sí se haga periodista.
Mi tema siempre ha sido el poder más que la política y evidenciar cómo éste afecta la vida de la gente. Cuando entré al Gobierno de Gaviria tuve la experiencia, pero en realidad no pasaba un solo día sin tomar notas de lo que estaba viviendo. De ahí surgió mi primer libro: “Memorias Secretas del Revolcón”.
Fui el primero del “kínder de Olga Emiliani”. Cuando estaba considerando estudiar algo en la noche, me dijo el director del Heraldo:
— Todos los que se gradúan y van a comenzar a trabajar, quieren este puesto que tú ya tienes. Dedícate al periódico.
A parte de mis responsabilidades como reportero durante el día, me quedaba hasta la media noche viendo cómo se hacía el periódico. Cubría fuentes específicas, hacía reportería pura y dura. Esa fue mi universidad.
En ese primer año también me fui seis meses por Centro América ‘mochiliando’, cosa que jamás había hecho: era mil novecientos ochenta, primer año de los sandinistas en Nicaragua, estaban en guerra en El Salvador, se dio la muerte de Monseñor Romero. Luego EN 1982 fui a Europa un año.
García Márquez le contó a mi papá que estaba en el plan de hacer un periódico. A mi regreso me dijo:
— Te conseguí seis semanas en el periódico ‹Liberation› (la gran revolución del periodismo francés), para que estés como periodista visitante. Mira cómo se hace y me escribes un informe. Luego vas a estar en ‹El País› de Madrid dos meses. Porque voy a hacer un periódico en Colombia y quiero que estés en ese grupo. Como eso no te lo van a pagar, te conseguí trabajo en ‹Radio Francia Internacional› como reportero de radio.
Entonces yo trabajaba tres días en RFI y de eso viví a mis veintidós años. Gabo finalmente nunca hizo el periódico. Se ganó el Nobel cuando yo estaba en París, entonces para mí fue muy fácil volar de París a Estocolmo y estar en la entrega con mis papás como invitados.
Volví a ‹El Heraldo› y sentí que ya me quedaba chiquito (aunque suene muy pedante decirlo, cosa que nunca me ha preocupado, pero eso suena especialmente pedante). Gabo me recomendó con Felipe López en ‹Semana› (llevaba un año de haber sido fundada, estaba despegando y tenía muchos problemas económicos). Vine como reportero y a los seis meses Felipe me nombró jefe de redacción. Hice toda mi carrera en la revista.
Salté a la campaña y al gobierno de Gaviria, volví a Semana en el año noventa y dos como codirector con Roberto Pombo durante un año. Luego Roberto se fue a otros proyectos y yo me quedé en el cargo hasta que me botaron (como no se cayó Samper, Felipe decidió sacarme).
Fui director de noticias de ‹Radio Net›, hice parte del proyecto radial de noticias veinticuatro horas de Yamid Amat, director de CM& y en ese período en el noventa y ocho, compramos la Revista Cambio con Gabo como accionista principal y algunos de los que habíamos hecho Semana en algún momento: Roberto Pombo, María Elvira Samper, Edgar Téllez, Pilar Calderón. Fui su director por nueve años hasta que ya no quise más: cuando le vendimos la revista a El Tiempo y ya no tuvimos más angustias económicas, supe que me podía ir.
Me fui a vivir la vida que me inventé como columnista semanal en El Tiempo (primero los martes, luego los lunes, ahora estoy los domingos desde hace casi cinco años). Soy conferencista en HiCue Speakers (dicto unas veinte conferencias al año básicamente sobre análisis de contexto político). También soy consultor empresarial y aunque no tengo muchos clientes aprecio mucho a los que están. Disfruto enormemente el tiempo libre que tengo para escribir, pensar, leer, ver futbol (al Barca y a Messi) y para viajar (cuando la plata alcanza para eso).
Con los años he llegado a la conclusión de que los grandes giros de mi vida se han dado porque me he arriesgado a romper reglas que yo mismo me había impuesto. Decidí que iba a ser periodista y que jamás me iba a dedicar a la literatura (no había nada que yo detestara más que el periodista escribiendo novelas). Nunca vi el periodismo como un oficio menor. Escribí libros periodísticos hasta que un buen día, Gabriel Iriarte (director editorial de Planeta en ese momento) me dijo que porqué no escribía un reportaje novelado.
Yo no era un periodista anhelando escribir la gran novela, lo hice para ensayar y me ‹encarreté›. Mi actitud frente a la novela y en especial frente a la histórica, sigue siendo la de un reportero que parte de la investigación. Hago reportería de lo que ocurrió hace doscientos años: aunque tiene todos los elementos de la ficción, como tengo la formación del reportero, prefiero todo lo que pueda estar basado en lo más sólido de hechos históricos comprobados. Además, es difícil que la ficción supere la realidad.
Recuerdo mi primera novela sobre la vida del mariscal Sucre. Cuando ya iba a comenzar a escribir, Gabo me preguntó:
— ¿Ya tienes la curva de la vida completa de él?
— Sí, la tengo desde el nacimiento hasta su muerte. Treinta y cinco años de una vida intensa, de prisa, todo le pasó rapidísimo incluida la muerte.
Y me dijo:
— ¿Y tienes huecos?
— Sí. Hay siete meses en que el tipo estuvo en la isla de Trinidad huyendo después de una de las múltiples derrotas de los patriotas venezolanos y no se sabe nada porque ni una carta escribió.
— Ahí entra el novelista. Tienes un hueco para llenar, pero no creas que tienes toda la libertad. Todo lo que pongas tiene que ser totalmente coherente con lo que han sido los hechos demostrables. Aprovéchalo para que ocurran cosas que expliquen otras de las que tú no tienes información.
El mariscal tenía fama de ser un gran bailarín, un gran galán y un gran amante, pero no hay cómo saber de dónde todo esto. Entonces, me inventé una mujer experimentada francesa, que le enseñó todo, pero haciéndolo coherente. La señora no se podía llamar de cualquier manera, entonces conseguí los archivos de un cementerio francés en Martinica y combiné tres apellidos para darle uno aristocrático francés. No saqué una francesa de la manga, la construí, porque cómo podía una mujer que había huido de Martinica por la revolución ser amante de Sucre (porque le habían quitado sus tierras y llega a Trinidad), tenía que ser una viuda mayor para que le pudiera enseñar cosas como también tenía que ser de la época de la ilustración (formada en esos años finales).
- ¿Siempre tuviste mucha imaginación?
Sí y creo que tiene que ver con que yo era el hijo chiquito. Yo no estaba en los planes. Mis hermanos se llevan año y medio o dos y yo estoy tres años abajo. Entonces, mientras ellos iban al colegio yo jugaba mucho tiempo solo en mi casa. Cuando uno está solo se imagina cosas.
- ¿A esa edad escribías?
Yo hacía los domingos un periódico en mi casa. Escribo desde muy chiquito.
- ¿Con qué soñabas?
Con ser arquitecto o piloto. Nunca soñé con ser escritor ni periodista, lo que en esa edad para mí era un juego. Me fascina la arquitectura, viajo visitando lugares emblemáticos de grandes arquitectos. En mi iPhone tengo dos revistas de arquitectura que consulto todas las semanas. Pero también soñaba con ser piloto: antes del once de septiembre viajaba en cabina. Esos eran sueños porque la realidad fue otra y yo no me di cuenta en qué momento me hice periodista, simplemente pasó.
En julio de mil novecientos setenta y nueve me preguntó Juan B. Fernández, director de El Heraldo:
— ¿Cuándo te gradúas?
— El treinta de noviembre.
— Muy bien. Entonces te espero el cinco de diciembre.
— No, tengo que tomarme unas vacaciones. Soy bachiller, voy a rumbear, voy a celebrar mi grado. Te llego el primero de febrero.
Así lo hice. Cuando pasó eso, yo no fui capaz de vivir un proceso de reflexión, de meditación, de concientización de que iba a ser periodista. Simplemente pasó.
- ¿Cómo te nutres de la circunstancia familiar y de los amigos de tu papá?
Los aprovechaba de la mejor manera. En mi casa en un almuerzo normal de sábado estaba Toño Roda y su señora, Enrique Grau y a Alejandro Obregón lo visitábamos cuando íbamos a Cartagena.
También iban escritores y actores de teatro. Todo este tema de la aceptación del mundo gay (que ha sido una batalla) yo no lo viví, porque a mi casa iban parejas gais de mujeres y de hombres, y mis papás nunca le pusieron misterio a eso, nunca sentí que se les discriminara, simplemente estaba ahí.
Mi papá nos ponía a mi hermano Darío y a mí, a ser barman del almuerzo. El gran pintor Juan Antonio Roda decía:
— Yo quiero un vodka tonic ¡pero me lo prepara Mauricio!
Teniendo doce años yo sabía preparar tragos. Obviamente desde muy sardino también me los tomaba.
- ¿Qué tanto leías?
Fui un muy buen lector siempre. Las paredes de mi casa estuvieron tapizadas de libros (en el baño y en los closets se los encontraba).
- ¿Qué leías?
Comencé a leer desde los trece o catorce años cuentos latinoamericanos. Inicié con Cortázar y obviamente leí a Gabo. Onetti me gustó en un momento dado.
- ¿Les preguntabas por sus libros, sobre sus personajes y los desarrollos de las historias?
Las conversaciones se daban sobre temas casuales, esos que van surgiendo espontáneamente. Con Gabo yo hablaba de política, él un gran militante de la izquierda en el momento. A mis trece años yo echaba discurso contra Pinochet, por ejemplo.
- ¿Te la pasabas estudiando para hablar con ellos?
Metía la cucharada y no investigaba porque leía el periódico todos los días. En mi casa se oían noticias toda la mañana. Mi papá era periodista, entonces, vivíamos informados.
Toda la vida crecí despertando muy temprano con las noticias radiales. Leer el periódico era parte de la rutina desde niño. Aunque no tenía ni idea de lo que estaban hablando en mi casa, siempre participaba. La mejor manera de aprender es hacerlo desde la ignorancia.
Hace tres años le di un curso a los más jóvenes reporteros de El Heraldo y les dije:
— Nunca crean que saben. Siempre que lleguen a hacer una entrevista, partan de la base que no saben nada. Si ustedes creen que ya conocen el tema, mejor no vayan a la entrevista. Pero se equivocan, porque realmente no saben.
En ningún oficio es más cierta la frase de Sócrates (si es que la dijo alguna vez) ‘sólo sé que nada sé’. Ustedes van a averiguar mucho más si posan de ignorantes.
- ¿Con cuál de los grandes escritores te identificaste más?
Según la época. Con Roda tuve una relación especial, de hecho, fue una de las primeras entrevistas que hice. Gabo siempre me consintió muchísimo y lo siguió haciendo hasta el final de los días.
- ¿Qué tomaste de cada uno de ellos?
Lo relaciono como un sancocho al que le vas echando los ingredientes y no como una comida de autor en la que hay que hidrogenar.
En ese momento de mi vida estaba hirviendo (expresión que escuché en un programa francés que se llamaba Bouillon de Cuture).
- ¿Qué hay de ellos en ti que hoy identifiques con claridad? Si bien te fueron permeando de forma orgánica, fueron sacando a la luz cosas de ti y dejando las suyas.
Mi gran maestro de la estética y de la literatura fue Cortázar (mucho más que Gabo).
Estuve un día entero en Zihuatanejo México, en una cabaña frente al mar. Éramos ocho personas conversando. Pero yo me quedé sin preguntarle nada porque era él quien preguntaba todo el tiempo.
Venía de hacer mi viaje por Centroamérica en mil novecientos ochenta y él quería saber qué ocurría en cada país: me pasé todo el día contestándole. Ahí entendí quién era Cortázar.
Esto no era normal para mí, a diferencia de Gabo que siempre existió en mi vida incluso antes de que fuera famoso.
- ¿Cómo preguntaba?
Como en una conversación normal, con su pronunciación francés-belga y su acento argentino. Era una delicia. Con una ternura y respeto por ese ‹pelagato› mochilero de diecinueve años que tenía delante de él.
Me preguntaba como si yo fuera un analista de la realidad centroamericana.
Recuerdo que cuando leí uno de sus últimos libros (‹Los Autonautas de la Cosmopista› que era un experimento más que un libro literario), supe que eso era él.
Seguí preguntando y su ejercicio literario nunca fue el límite consagrado. Él siguió investigando después de toda su consagración, indagando y experimentando. Era un muchacho, además porque físicamente eso era él, se quedó atrapado en la pubertad y por eso no pudo tener hijos nunca. Era un hombre con la cara vieja, barbado y arrugado, y el cuerpo de un niño de uno con noventa y cinco (sin un solo pelo).
Eso explica un poquito porqué él se quedó en esa edad, literariamente hablando. Se quedó, pero en algún momento volvió, porque escribió Rayuela (y para poderla escribir, tienes que salir de esa edad).
No dejar de preguntar es la lección: más allá del oficio.
Para mi novela histórica, claramente no puedo entrevistar a nadie, todos están muertos. Pero tengo las cartas, los documentos y es una manera de entrevistarlos. Las cartas son las respuestas a mis preguntas.
Yo me sigo aproximando a todo como reportero. Jamás dejaré de serlo en mi comportamiento diario. Pregunto y averiguo.
- ¿Igual has tenido que dejar de hacer preguntas?
Sí, realmente. Porque, además, las conversaciones van girando y uno se queda con algo ahí ‘bailando’, pendiente.
- ¿Cuáles son esas preguntas que nunca pudiste formular?
Ese tipo de preguntas son trascendentales y trascendentes. En mi casa nos inyectaron en desayuno almuerzo y comida, una batalla contra eso. Porque el rollo de Los Bohemios de la Cueva era contra esto, por parecerles poco natural.
- ¿Por qué? El bohemio es trascendental y filosófico, por lo menos así lo concibo, ¿no?
Es diferente. Pasaban mucho más tiempo hablando de fútbol, de anécdotas divertidas o de la inmortalidad de las cucarachas, que era una teoría que desarrollaban entre botellas de ron. Aunque también hablaban de literatura.
Hablaban de temas mundanos, comunes y corrientes, de amores y desamores, matrimonios y separaciones, o lo que pasara en su momento. Y de vez en cuando hablaban de temas densos.
En mi casa nos inculcaron una prevención contra ese trascendentalismo.
En muchas ocasiones hablé con Gabo de literatura, pero se llegaba a esos temas como resultado de una conversación que podía haber comenzado en cualquier cosa. Si lo abordaba con un:
— Gabo, te tengo una pregunta.
En seguida se cuadraba defensivo.
Pero él me dio consejos muy valiosos, porque terminábamos hablando de lo que yo estaba haciendo, pero no empezábamos por ahí. Eso fue en Monterrey, los dos solos, hablando de cualquier cosa, de algún recuerdo. Hasta que me dijo:
— ¿Te decidiste a hacer la novela sobre Sucre?
- ¿Qué otros consejos recibiste que te hayan servido siempre?
Me dijo:
— Dedícale mucho más tiempo a corregir que a escribir, pero no sigas corrigiendo eternamente. Ponte una fecha límite.
Siempre contaba que tenía unos ejemplares de ‹Cien Años de Soledad› con cuatrocientas correcciones: estando ya publicado.
Hay que parar porque llega un momento en el que ya se está dañando la novela.
Un día (no porque me lo dijera como un consejo, sino que empezamos a hablar), estaba también Roberto Pombo y a los dos nos dijo:
— Corregir es una batalla contra el lugar común.
A mí esa frase me sentó perfecto. Yo entendí eso.
Siempre que releía decía: que esto no suene obvio, a lugar común; que el adjetivo no sea el que siempre se usa con ese sustantivo.
Él también libraba una batalla contra los adjetivos: solo usarlos cuando sean estrictamente necesarios, usar los nombres exactos y precisos de las cosas.
A raíz de una conversación sobre buscarle los nombres a las cosas, yo empecé a contarle que, en la investigación de Sucre, trabajaba también en rescatar el refranero y muchas de las palabras en desuso que estaban en las cartas (eso le daba sabor de época a la novela). Las tres novelas históricas están llenas de refranes. Los títulos de los títulos, en su mayoría, son refranes.
- ¿Eso marcó un estilo en ti?
No sé si llamarlo estilo, pero me dio las herramientas para el tono. En las tres novelas, tanto en ‹El Mariscal que Vivió de Prisa›, ‹Ahí le Dejo la Gloria›, ‹La Noche que Mataron a Bolívar›, en todas me ocurrió que empecé a escribir y cuando llevaba el veinte por ciento me tuve que devolver a empezar de nuevo. No desde cero, porque finalmente después de escribir una cuarta parte encontraba el tono y una vez que lo encontré, me tocaba volver a poner todo lo que ya tenía en ese tono con el que me sentía cómodo.
- ¿Cuál es tu tono y cuál es tu estilo?
No me atrevo a hablar de mi estilo, esa es una pretensión muy grande.
Quizás es parte de mi estilo el visitar los lugares de los que hablo. Estuve en la casa donde murió el mariscal; en Mendoza que fue el sitio donde organizó al ejército; hice un semi paso de Los Andes; también fui donde se libró la Batalla de Ayacucho en la misma época del año en que ocurrió: agarraba la tierra, la tocaba, la olía (me tocó cambiar la novela porque yo la tenía en un páramo cuando la temperatura es otra). Llegué a Berruecos donde lo mataron.
Hice todo el recorrido final de Sucre en el día de su muerte.
- ¿Cómo es esa adrenalina cuando surge la idea de un próximo libro?
Cuando encuentro el tema es una ¡delicia! Como cuando encuentras a una persona y dices: ¡esta va a ser!
- ¿Esa adrenalina te quita el sueño?
Realmente no porque trabajo en las mañanas. Si pensara en las novelas por las noches sería fatal.
Yo me levanto muy temprano, camino una hora frente al mar, oyéndome, hablándome.
- ¿Tienes ritos?
Tengo más agüeros que ritos. Uno de ellos es no contar el tema de mi próxima novela. No escribo cualquier día. Los lunes son de investigación y como tengo que pagar cuentas, pues también tengo que dedicar tiempo a mis otras actividades.
- ¿A qué época perteneces?
Con tanta novela histórica ya no sé. Me encuentro con gente que piensa que tengo un espíritu muy joven y otra que piensa que soy un alma vieja.
- ¿Y tú qué piensas?
Me gusta ser viejo en lo que es rico serlo y ser joven en lo que todavía puedo.
- ¿Qué es el tiempo en tu vida?
Lo único que existe. Es la única materia que comprobamos de manera permanente. No hay nada más material que el tiempo: lo oyes pasar. Claro que se escapa y es inatrapable como una mujer que te está seduciendo. El tiempo es la libertad por definición.
- ¿Qué sonido tiene?
Se puede oír en el silencio. No necesita comprobación y no necesita ser atrapado porque dejaría de ser.
- ¿Eres esclavo del tiempo?
No. Y tengo la suerte de tener mucho tiempo libre: hago crucigramas y sudokus, leo, veo fútbol y me siento en el balcón a pensar.
- ¿Piensas en el costo de oportunidad que tiene el tiempo?
No me produce el menor complejo de culpa porque pasé treinta años de mi vida bajo la férula de lo frenético.
- ¿Quién eres tú en lo que escribes?
Fíjate en esta frase de Gabo:
— “Toda novela es autobiográfica”.
Cuando estás describiendo la tristeza buscas tu nostalgia, tu propia tristeza.
Yo por eso me divorcié, cuando empecé a escribir novela. Pero no hablo solamente del matrimonio sino del trabajo diario del periodismo.
Haber vivido la reportería en los años ochenta y noventa, te mata los sentimientos (carros bombas, motosierras, vimos morir gente muy cercana, estuvimos amenazados). Nos volvimos como los médicos de urgencias: no podíamos sentir dolor frente a lo que estaba pasando porque no seríamos capaces de curar al paciente (escribir sobre eso).
Cuando empiezo a escribir novela, después de haber escrito cuatro libros periodísticos, me surge la primera necesidad de pintar la tristeza del presidente de la República. Escribí el primer capítulo y se lo di a leer a Camilo Durán (lector de varios de mis libros y no de los últimos porque murió hace algunos años), me dijo:
— Me atrapó desde la primera línea: ¡qué trama, qué susto, ¡qué vaina, qué maravilla! Pero aquí no hay un solo sentimiento.
Comencé a buscar en mí todo aquello que había estado metiendo de manera comprimida en una caja fuerte. Veinte años de mi vida saltaron como un volcán. Supe que no podía seguir casado ni en el periodismo.
Para poder vestir de sentimientos a los personajes, tuve que desvestirme yo.
- ¿Quién creías ser y a quién descubriste?
Mi exesposa, en plena crisis, me dijo:
— Es increíble cómo en el momento en el que te estás convirtiendo en una mucho mejor persona…
Creo que leer y escribir me han hecho más persona, no sé si mejor. Porque había toda una dimensión de la vida que yo tenía en un rincón.
- ¿Cuál fue la emocionalidad más fuerte que te aterró y que descubriste que te contenía?
El miedo. Yo no podía sentirlo, no me había permitido expresarlo. Hacerlo era ceder. Si yo destapaba esa caja tenía que irme del país.
- ¿Qué pasó cuando destapaste esa caja?
La enfrenté al punto de tomar decisiones de trascendencia. Sentí en un momento que el matrimonio era un invento que no me pertenecía y, además, que necesitaba la soledad para escribir.
Como algo anecdótico te cuento que, la empleada y el conductor en Barranquilla (porque odio manejar: dejé vencer el pase hace cinco años y así me voy a quedar hasta el final de mis días), saben que no pueden llegar antes de las once de la mañana y si lo hacen: ¿cuáles buenos días! (risas)
El ejercicio de creación ‹literaria› (que es la que a veces experimento) es solitario, como debe serlo el del músico y el del artista.
Soy mucho más feliz conmigo desde esa época. Me siento más libre y menos esclavo. Tengo más dimensiones que las de ese momento.
- ¿Cuáles son tus otras dimensiones?
Empecé a mirar la vida de manera distinta.
- ¿De qué manera?
Empecé a mirar la vida, no los hechos. Hay una vida que no sale en las noticias y que también es interesante.
- ¿Cuál?
La tristeza de un amigo. Empecé a ser algo más que un reportero.
- ¿Qué te mueve emocionalmente?
Siempre he sido ‹lloretas›, me volví más. No me da miedo decir que estoy triste o que me siento mal o que algo no me gustó. Soy muy feliz cuando puedo expresarlo.
De hecho, uno de los grandes errores que cometemos educando hijos es que les quitamos el llanto de las seis de la tarde.
- ¿Qué te genera emoción?
Un buen párrafo.
- ¿A qué lugar perteneces?
A la “República Independiente de Aguamarina”.
- ¿Y un lugar que no puedas ubicar en el mapa?
No sé muy bien. Creo que no pertenezco. Me pertenecen, me he adueñado de… Me he tomado libertades en la vida.
Pertenezco a un estadio de: ‹me dejo sorprender›.
- ¿Dónde deberías estar en este momento?
Aquí hablando contigo.
- Cuándo te hablas, ¿qué te dices?
Me regaño.
Haciendo el café de la mañana cuando me quemo, por ejemplo, o cuando me tropiezo.
- ¿Qué te gusta dejar en las personas que se acercan a ti?
Me he vuelto cínico frente a muchas cosas.
Creo que la inmensa mayoría de los problemas no tienen ninguna solución, entonces todos los esfuerzos se quedan en discurso y es que detesto las buenas intenciones. Y esta es de las pocas frases que me gustan del catolicismo:
— “De buenas intenciones está pavimentado el camino al infierno”.
No estoy decepcionado, solo hay cosas de las que me he decepcionado. Las frases transforman la realidad, pero no siempre como lo quiere el líder (y aquí recuerdo a Galán pues yo era su seguidor).
Enseño el cinismo, como barrera de defensa, cuando doy consejos a los que están en la política, en el poder, a los que están empezando a hacer carrera y a los empresarios.
El periodismo es una gran escuela de cinismo porque: no se te pueden notar tus intenciones, no puedes sentir dolor frente a los hechos.
Tengo más dimensiones ahora, antes esa era la única dimensión de mi vida. Pero uso las caretas que pueda necesitar.
- ¿Haces uso de máscaras?
Ocasionalmente sí, como protección, como lo hace un guerrero en medio de una batalla.
Es solo una dimensión.
- ¿Cuáles son tus batallas?
No me gusta cazar peleas, me gusta disparar. Soy más francotirador que guerrero de trinchera.
Yo no doy batallas, pero caigo en ellas.
- ¿Cómo te abstraes de los múltiples intereses que se manejan en el medio?
No pensando en ellos.
- Y cuando a alguien le interesa que escribas a favor o en contra de algo, ¿qué haces?
No importa qué tan poderoso sea quien lo solicita, desde alguien de mucho peso hasta un simple lector, me pone a la defensiva.
- ¿Quién es un simple lector?
Una persona con la que la única relación que tengo es esa: lee mis columnas. Y no es tan simple como lector, sólo que no lo conozco.
Lo simple no es algo menor. Mis lectores son oro en polvo para mí y cuando me escriben, a todos contesto.
- ¿Tienes identificado a tu perfil de lector? ¿Escribes para algún público específico?
Pienso en el lector cuando me escribe habiendo leído la novela o la columna, no cuando escribo.
Escribir es un ejercicio muy egoísta. Pienso esencialmente en lo que a mí me produce satisfacción.
- ¿Qué tipo de reacción disfrutas?
Me gusta que cuando planteo un tema, éste genere discusión.
Conservo lo que me escriben mis lectores de novela. Una pareja leyó junta una de ellas: una noche él le leía a ella y a la siguiente, ella le leía a él. Lloraron y se rieron juntos, lo que me conmovió.
Me gusta cuando la gente, precisamente, se conmueve y no sólo cuando se interesa en la historia, cuando descubren las mismas cosas que yo descubrí escribiendo y las que yo no descubrí. Es decir, cuando hay identidad, pero también cuando hay sorpresa.
- ¿Qué te sorprende?
Un buen libro, un buen párrafo, una buena charla, una buena risa.
- ¿Qué altera tu equilibrio?
El aburrimiento.
- ¿Qué te aburre?
La obviedad. No tengo ningún problema con la ligereza. No considero que ‹la levedad del ser› sea insoportable pero sí el lugar común.
- ¿Qué queda del niño en ti?
Mucho por ‹el eterno retorno de lo mismo› pero la rueda avanza. Permanece el deseo de conocer, de descubrir.
- Si pudieras editar tu vida, ¿qué harías distinto, ¿qué cambiarías?
Ni una coma.
- ¿Quién eres?
El que lleva todas esas comas, todos esos puntos, todos esos sujetos. No tengo mucho afán por saberlo.
Me gusta lidiar conmigo, vivir conmigo, pero no hacer un mapa. Me gusta vivirme más que mapearme.
- ¿Cuál es tu sentido real de la existencia?
No creo en misiones.
- ¿Qué debería decirse de ti el día de mañana?
Vivió.