Gabriel Murillo Castaño

GABRIEL MURILLO CASTAÑO

Las Memorias conversadas® son historias de vida escritas en primera persona por Isa López Giraldo.

Él mismo caracteriza su vida profesional como una carrera de resistencia y no de velocidad. En ese orden de ideas están su actividad académica, familiar e inclusive sus hobbies; han sido procesos en donde, dice, uno tiene que tener constancia y responsabilidad para que se consoliden. Esto rige su manera de ver la vida en general. Su formación pre graduada y posgraduada en Ciencia Política se ha desarrollado en una trayectoria rigurosa y bastante productiva a lo largo de su extenso trabajo en la Universidad de los Andes y de sus relaciones laborales con incontables entidades públicas y privadas, nacionales e internacionales, en su gran mayoría, comprometidas con el fortalecimiento democrático en general y con la búsqueda de la paz durable y realista.

ORIGENES Y FAMILIA

Soy bogotano y mis padres también lo son. La familia paterna era muy chica, papá tuvo solo una hermana adulta. Mis padres y mis abuelos paternos también son de Bogotá, el abuelo criollo y la abuela nacida aquí pero hija de padre inglés de apellido Bruce. A finales del siglo XIX vinieron a Colombia varias familias de origen escocés a desarrollar la industria siderúrgica. Las primeras plantas se ubicaron en Pacho, y el Rosal, Cundinamarca. Esta nueva actividad industrial la impulsaron migrantes obreros de apellidos Corradine, Bruce, Crossley, Perry… Según el historiador, Enrique Corradine, Bruce – el bisabuelo materno – era el jefe de los obreros y técnicos ingleses que le reportaba a los propietartios criollos de las ferrerías. Fueron familias de migrantes que se arraigaron definitivamente en el país.

La abuela Bruce se casó con un muchacho bogotano y tuvieron cinco hijos de los cuales solo dos llegaron a viejos, los otros murieron siendo niños de enfermedades propias de la época. Era ella una persona humilde, tímida y muy de su casa. Su marido era un bohemio de cabello crespo y barba blanca, de imponente figura, que a pesar de ser criollo, parecía un mariscal del ejército prusiano. Cuando murió, Eduardo Caballero Calderón escribió una semblanza suya en El Tiempo: “…Ese hombre que parecía desprendido de un cuadro del Museo del Prado, se llamaba Don Manuel Murillo. Era poseedor de un tienda de ultramarinos con una trastienda llena de recuerdos y de un piano que fue testigo de muchas noches alegres y memorables de las improvisaciones de bebedores y bohemios ilustres”.

Mi padre y mi abuelo siempre fueron muy apegados a España, mi casa estaba llena de cosas de ese país: abanicos costumbristas de Castilla, castañuelas, panderetas, vírgenes dolorosas sevillanas, etc. Sin embargo, papá nunca fue a España, pero sí era un conocedor de su gastronomía y su cultura. Le encantaban El Quijote, el pasodoble, el cuplé y la zarzuela; importaba muchas cosas de allá, y mi única tía, que no tuvo hijos, estaba obsesionada con esa tierra en la que vivió por años y murió. Está enterrada en Madrid. Creo que yo heredé con creces ese apego pues la “Madre Patria” me encanta, la conozco bastante bien y me atrae más cada día.

En cambio, la familia de mi mamá era de esas que combinaban el ancestro antioqueño (de Rionegro) con el santafereño. Los abuelos, el General Joaquín Castaño fue de esos caudillos liberales de la Guerra de los Mil Días y con su señora, Ana Castillo, tuvo quince hijos, los Castaño Castillo.Fueron bastante longevos y notorios en su época. El menor de

todos fue el último en morir, Álvaro Castaño Castillo, tío muy querido al que yo admiraba mucho, al igual que a los demás tíos maternos mayores que murieron ya hace años. Tuve y tengo decenas de primos hermanos por el lado Castaño y ninguno por el Murillo. Con muchos de ellos compartí las vacaciones en la bellísima finca tolimense del abuelo “El Bosque,” ubicada entre Ibagué y EL Salado. De allí recuerdo mucho a Rodrigo, el hijo de Álvaro, que fue mi entrañable par desde la niñez temprana y lamentablemente murió repentinamente en México hace dos años.

Recuerdo también que entre las dos casas, la de él y la mía, quedaba el famoso parque Gaitán que tenía un lago con el mismo nombre y por eso así se llama el barrio que las separaba. Nosotros atravesábamos esos potreros del lago para encontrarnos y compartir los juegos al aire libre, a veces remábamos pues allí alquilaban unas canoas rojas de latón sensacionales, las veo todavía cuando recuerdo tantas vivencias en esos terrenos donde había vacas, caballos y demás. Desde mi casa en la calle 73, llegaba uno al otro lado de la ciudad, donde vivía Rodrigo y quedaba el antiguo Country Club de Bogotá y hoy está la famosa clínica del mismo nombre que todos conocemos.

Tengo dos hermanas mujeres y un hermanito varón, Manuel María el mayor que murió siendo bebé. Le siguió, Clara, hoy viuda del patólogo Jorge García Cuestas, con quien tuvo cinco hijos, todos casados con sus hogares muy bien conformados. También tuvieron 13 nietos que junto con sus papás, hoy se dedican a consentirla y a darle gusto en todo. Casi todos ellos ya son profesionales muy exitosos y viven felices trabajando y paseando por el mundo. Sigue Sylvia, quien hoy disfruta de una relación perdurable con su compañero de vida, Isaías Berenstein, un economista judío ruso, que fue su novio hace cuarenta años y después de treinta de no verse, se volvió a encontrar con ella y han convivido por más de veinte juntos.

Sylvia es psicóloga y ha dedicado su vida entera a sacar adelante a niños y jóvenes adolecentes con serios problemas emocionales y de aprendizaje; es la tía consentidora que ha invitado a todos sus sobrinos a viajar con ella; es la que les regala la primera enciclopedia, el primer computador y ese tipo de cosas. También es muy querida por todos los suyos y vive dedicada a su familia en la que ya se incluyen mis tres nietos que se suman a los trece de mi hermana mayor!

Soy el menor. Primero estudié en el Colegio Estados Unidos, de propiedad de una excelente pedagoga que se llamaba Mrs. Jules. Para mí este colegio fue importantísimo porque allí conocí a mucha gente que todavía anda por ahí haciendo ruido; y porque en el se enseñaba a hablar y pronunciar el inglés estupendamente bien. Después pasé al Gimnasio Moderno donde estudié muchos años hasta que me echaron en cuarto de bachillerato porque no era bueno para las matemáticas.

Allí no se podía rehabilitar, y si se perdía la rehabilitación se perdía el año. Esto no nos pareció justo y por esa razón me pasé al Anglo Colombiano. Allí cursé los grados décimo y once y me gradué de bachiller. Ese fue el colegio de mis hijos y al que yo le dediqué muchas energías, fui Presidente de la Asociación de Padres de Familia y miembro del Consejo Directivo; es un colegio al que yo he querido mucho y mis hijos también.

En la adolescencia tuve la grata experiencia de integrar a mis grandes amigos del alma del Moderno y a los del Anglo. Todavía hoy tenemos un divertido y fraternal grupo al que

llamamos “La Patota.” Compartíamos todo tipo de planes, virtuosos y perversos, íbamos mucho al Club El Puente en Girardot, a las mismas excursiones y viajes, a fiestas y paseos en donde hacíamos diabluras impensables hoy día, siempre muertos de la risa en medio de una inolvidable y constante mamadera de gallo. Cuando nos graduamos, cada uno escogió su carrera y su universidad pero eso no impidió que siguiéramos siendo muy unidos hasta hoy, a pesar de las marcadas diferencias propias de un grupo diverso de jóvenes inquietos y ansiosos de vivir intensamente.

Yo he gravitado mucho alrededor de los amigotes, de las novias, primero del vecindario, luego del colegio y la universidad. Mi casa siempre fue de puertas abiertas; mi mamá era una anfitriona espléndida que atendía y consentía a la gente, pues además era una gran cocinera y también tierna consejera. Mi casa era muy grande y hospitalaria. Yo podía llamar a mamá y decirle:

“Mira mamá, vamos cuatro a almorzar”

…y nadie se preocupaba, todos cabíamos en la mesa enorme del comedor. Mis hermanas llevaban a sus amigas y también iban los tíos Castaño que, como te digo, eran muchos con algunos primos. Papá también era muy hospitalario y la espaciosa casa siempre fue viva, luminosa y alegre.

LA GRAN VÍA

En la Bogotá de la primera mitad del pasado siglo hubo dos cigarrerías importantes y muy famosas, la de los Nieto Caballero y la Gran Vía que papá heredó de mi abuelo quien la comenzó en la segunda mitad del siglo XIX. Obviamente que cuando murió el viejo, papá la fue modernizando. Al principio el establecimiento tenía sus famosos reservados, conocidos como la trastienda, eran espacios discretos donde se reunía la bohemia bogotana de las legendarias generaciones del Centenario y de la Gruta Simbólica. Entre ellos estaban personajes como, el poeta Julio Flórez, el maestro Emilio Murillo, los intelectuales Clímaco Soto Borda, Federico Rivas Frade, Enrique Alvarez Henao, Jorge Pombo, el célebre jetón Ferro y Julio De Francisco, entre otros. Allá, por ejemplo, se suicidó Ricardo Rendón, el famoso caricaturista, tal vez el más importante que ha habido en Colombia y quien entre muchas creaciones diseñó el famosísimo logo de los cigarrillos Piel Roja.

Para mí, ha sido el mejor de los caricaturistas que ha tenido el país – más que otros de la talla de Vladdo, Osuna o Matador. Me cuentan que era un tipo cáustico, de pocas palabras y mordaz. Llegó a la Gran Vía un día laboral a media mañana, se sentó en uno de los reservados, pidió un brandy – que era lo que se tomaba en esa época, pues el whisky todavía no había llegado a Bogotá – lo bebió y sacó su carboncillo de pintar. Sobre la mesa blanca de porcelana que ocupó, escribió: “suplico que no me lleven a casa,” y se pegó un tiro en la soledad de ese recinto al que aún no habían llegado más contertulios (ver foto). Creo que era bipolar o algo así – cosa que hoy sería muy fácil de explicar- que tenía problemas económicos, pero de una gran dignidad pues en esa época un brandy valía veinte centavos que fueron encontrados en el bolsillo de su chaleco, o sea que sí

tenía la plata para pagar su fatal y final consumo. Con este hecho, La Gran Vía se volvió un establecimiento todavía más emblemático.

Luego de haber tenido el suyo propio, papá fue adaptando el negocio heredado, que pasó de ser un lugar de encuentro cultural a una famosa cigarrería moderna de ultramarinos. Allí se vendían los mejores productos de rancho y licores que se conseguían en Bogotá; tenía una clientela diversa y estupenda que se abastecía de licores finos, frutas importadas de California y Chile, nueces, dulces y exquisitas golosinas como pistachos, dátiles, albaricoques y otros frutos secos, corazones de alcachofa en conserva, patés, etc. No en balde, antes de heredar de mi abuelo, él había tenido su propio negocio de ultramarinos, “La Dulcinea”, que quedaba en la calle 13 con la Avenida Jiménez – en la zona de San Victorino. Allá iban los amigos, cerraban el establecimiento y se le tomaban todo el trago al hospitalario y generoso anfitrión. A esta alegre locura, mi abuelo le decía:

“¡Pero usted ¿en qué está, hombre? Se va a quedar sin nada!…”

Volviendo pues a La Gran Vía, me acuerdo también cuando llegaban los recipientes de lata, repletos de frutas cristalizadas y de otras delicias, provenientes de Europa, turrones Motta de Italia, dulces Pascal de Francia, Morton de Inglaterra – ambos bellísimos y gloriosos – y almendras azucaradas perfectas también de Francia; además llegaban latas con camarones y frutos secos de España y Portugal… Así mismo recuerdo los pesados cajones de madera de pino muy fina en que llegaban estas delicias, rellenos de aserrín, que al destaparlos olían delicioso.

Adentro, cada manzana, pera o racimo de uvas, venía envuelto en un papel encerado especial que los protegía mucho y los mantenía frescos. Además, disfrutábamos desempacando las botellas de brandy y de champaña de unos cajones elegantísimos – como de colección. Todo esto, constituía un placer inigualable. Me cuentan que con la grave crisis recesiva del 29 se perdió mucha mercancía por causa del impacto socio-económico de la misma, a la cual se sumaba la distancia entre Bogotá y los puertos de llegada. En esa época el transporte a la capital era fluvial y terrestre y, por ende, impredecible y obviamente, esto podía afectar a los productos perecederos que así se iban encareciendo paulatinamente.

Así como se importaban muchas cosas, también las había criollas e inmejorables, por cierto. Recuerdo, amanera de ejemplo, a la familia Londoño que tenía una pequeña industria de lácteos en una finca en Zipaquirá. De allí salía el camión cargado de quesos maduros de cáscara dura, el cual hacía su arribo a la cigarrería los lunes a medio día. Ya papá había mandado a preparar y a alistar unos pliegos blancos de papel, que llevaban impreso un bello redondel azul oscuro con una vaca Holstein en el centro, eran los famosos quesos Gorgonzola, igual de ricos a los italianos.

Yo los veía descargar directamente en el mesón donde eran envueltos. Al día siguiente ya no quedaba nada porque se trataba del queso preferido por las familias bogotanas, con el que acompañaban el agua de panela con limón y el tradicional chocolate santafereño. Además estaban los famosísimos “quesos pera” que abastecía la familia Del Vecchio, que en ese entonces eran productos artesanales irresistibles y con el paso de los años se fueron

convirtiendo en la bandera de una marca industrial de gran acogida hoy en día. Adicionalmente, recuerdo el célebre Ponqué Ramo, que llegaba diariamente a la Gran Vía, recién salido de un horno casero y traído por su productor y propietario, el señor Molano, quien luego lo convertiría en el símbolo de la gran empresa de ponqués y galletas que conocemos hoy.

Así, con estas exclusividades, papá abastecía el negocio de las golosinas con productos enviados por otros proveedores nacionales; del sur de Santander, del norte de Boyacá y de otras regiones, quienes directamente traían sus deliciosos productos frescos como los famosos bocadillos de guayaba fabricados en las provincias de Moniquirá y Vélez; los cascos de naranja cristalizada y las brevas rellenas de arequipe de pequeños productores bogotanos, el manjar blanco y los desamargados del Valle del Cauca, las panelitas de leche de Boyacá, los bananos pasos de Nariño, las famosas hormigas culonas santandereanas empacadas en bolsitas, etc, etc.

Por otro lado, había confites estupendos como los bastones y chupos de menta y caramelo y los chocolates rellenos de sabajón de El Triunfo. Además se vendían las botellas de este licor señorero de color pastel amarillo y de un sabor realmente inigualable:

“¡Qué Baileys, ni qué diablos!”

También estaban las gloriosas barras de chocolate Bonfruit – los más exquisitos saca-muelas carameludos de la historia! – y otros muchos caramelos, gomas azucaradas y dulces de todas las formas, colores y sabores y los primeros chicles de bomba que sacaron los gringos. Muchos de estos productos eran de dos marcas colombianas famosas y pioneras, La Ítalo-Colombiana y El Triunfo, que tuvieron como plataforma de lanzamiento y promoción a La Gran Vía. Todo esto lo recuerdo entrañablemente porque, para poder divertirme con mis amigos e ir a parrandear a la feria de Cali y darme ciertos otros gustos personales, trabajaba en la Gran Vía durante las vacaciones ganándome unos buenos ingresos para mi edad.

Para terminar lo atinente a La Gran Vía, no sobra recordar que a papá lo quería mucho la gente; “Chato Murillo” le decían. Era gracioso y afable, usaba muchos dichos coloquiales y recitaba versos costumbristas, le gustaba el traguito y siguió con esa mezcla de bohemia y bonhomía sin dejar de ser muy bueno en su trabajo. Lamentablemente, como a los sesenta años, se retiró del comercio de rancho y licores y alquiló el local. En síntesis, ésta cigarrería fue todo un sitio icónico maravilloso. ¡Inolvidable!

UNIVERSIDAD

Una vez graduado en el año 64 en la tercera promoción de bachilleres del colegio Anglo Colombiano, entré a estudiar Derecho en el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. Papá me llevó donde Monseñor Castro Silva quien me hizo la consabida entrevista:

— Venga para acá joven Murillo, dígame ¿cuándo comenzó y cuándo se acabó la Edad Media?

— No tengo la menor idea, Monseñor.

— Está claro que Usted es un ignorante, como son todos los chinos bachilleres que llegan a esta Universidad, pero lo recibo porque usted es hijo de un caballero a carta cabal y Usted tiene la misma postura. ¡Espero que aquí aprenda y supere la ignorancia!

— Muchas gracias Monseñor.

Hubo cosas del Rosario con las que nunca me identifiqué. Si bien estaba acostumbrado a la corbata y a vestir de paño diariamente por haberme graduado del Anglo Colombiano -fue ahí cuando conocí los sastres de Bogotá y aprendí a usar chaleco. Pero eso no era lo que me molestaba realmente, más bien, me desesperaba el ambiente del entorno circundante porque lo único que se podía hacer, diferente a estar en el Claustro, era salir a los cafés del frente a jugar billar, esos que todavía están en los alrededores del Rosario. Me irritaba también, que los meseros de la cafetería, que eran de la misma edad nuestra, nos dijeran “Doctores” desde que estábamos en primer año. Si bien fui un muchacho malcriado, de gueto burgués de clase media urbana y con bastantes amigos ricos, ese ambiente universitario no era el mío propio.

A pesar de lo anterior, siempre he sido muy sensible a lo social, y en esa universidad me encontré con cosas arribistas, pretensiosas y de mal gusto. No me sentía cómodo y tampoco me gustó la metodología de tener que memorizar cosas sin pasarlas por el cedazo del análisis crítico. Terminé el primer año de Derecho y en segundo estaba muy frustrado cursando materias jurídicas que para mi momentum personal resultaban aburridas y anacrónicas. Entonces empecé a escuchar que en Los Andes, donde estaban la mayoría de mis amigos del Anglo y del Moderno, los estudiantes pasaban felices y también supe de la existencia de un profesor que organizaba tertulias a la hora del almuerzo para hablar de política con un marco analítico coyuntural.

Junto con compañeros rosaristas como Nicolás Gamboa, Luis Enrique Nieto y Luis Fernando Lloreda, hablábamos de política, comentábamos el periódico y nos entusiasmó la idea de asistir a esas reuniones en Los Andes. El convocante era el ex ministro Fernando Cepeda Ulloa, quien indudablemente, sembró la semilla que me convirtió en parte de la masa critica básica que luego se convirtió en el primer programa disciplinario en Ciencia Política de América Latina.

Impresionado por su brillo intelectual, Mario Laserna (fundador de Los Andes y ex rector de la Universidad Nacional), había invitado al joven abogado Cepeda, a esta jóven Universidad laica y privada que aún no había llegado a cumplir los 20 años de fundación. Pronto lo postuló a una beca para que fuera a Nueva York a estudiar Ciencia Política en la New School for Social Research, una de las universidades más prestigiosas e interesantes de EU.

Allí había un grupo de connotados académicos europeos, migrantes y refugiados de la persecución Nazi que la convirtió en un gran tanque de pensamiento progresista. Esta corta experiencia académica, le permitió a este joven profesional captar muy bien el sentido de la politología que pronto trajo a Colombia. Esta innovación académica iba de la mano con la necesidad de formar profesionales en el estudio y análisis de la fenomenología política a todo nivel, y esto, a su vez, estaba en clara consecuencia con el

principio fundacional Uniandino de preparar integralmente a los dirigentes del mañana para que sacaran al país de la mediocridad, la miopía y el parroquialismo.

El primer curso en la nueva disciplina, estuvo compuesto por estudiantes de distintas unidades académicas Uniandinas y por algunos primíparos, como yo, venidos de afuera. Recuerdo a Cesar Gaviria y a Guillermo Perry que estudiaban economía; a John Sudarsky, Manuel Rodríguez, Ulpiano Ayala y Carlos Dávila de ingeniería, y a Enrique Ogliástri de Administración, entre muchos otros. Con éste lúcido grupo interdisciplinario de jóvenes -que no cursaron toda la nueva carrera, pero que sí la aplicaron en sus reflexiones y acciones académicas y profesionales posteriores – me sentí muy a gusto y empecé a descuidar mis estudios de Derecho.

Estando mis papás de viaje, tomé la decisión de hacer el cambio simultáneo de Universidad y de carrera en diciembre de 1966. Ya no me aguantaba ni un chaleco, ni un vestido de paño más, ni un taco de billar, ni nada de eso! Acudí a mi ya nombrado “tío-amigo,” Álvaro Castaño (también fundador de Los Andes) para pedir su consejo y apoyo financiero para poderme matricular mientras regresaban mis padres a Bogotá. Entonces le dije:

— Mira, he estado con esta inquietud este semestre…, ya se van a iniciar las matriculas en Los Andes y me encantaría pasarme a estudiar Ciencia Política y papá no está en Bogotá, ¿tú me prestarías para pagar la matrícula mientras él llega?

— Sé quien es ese Doctor Cepeda y me parece maravilloso lo que comienza a crear (me respondió). Pasa mañana a recoger el cheque.

Así, pagué y de inmediato comencé en Los Andes. Cuando papá regresó, yo ya estaba en mi nueva vida universitaria.

Entré al nuevo programa pre-graduado de Ciencia Política con dos años de Derecho a cuestas. De esta”importación” me homologaron varias materias. Lo hice en un momento crucial, cuando la mayoría de los países de América Latina padecían oprobiosas dictaduras militares que habían castrado casi todos los programas universitarios de formación profesional en ciencias sociales en general y en Ciencia Política en particular, los cuales, a nivel latinoamericano, apenas comenzaban tímidamente en Argentina y en Brasil.

En ninguna otra parte de la región había un programa comparable, salvo en el famoso Colegio de México, cuya historia fundacional en cierto sentido es parecida a la de Los Andes. Ambas universidades fueron fundadas por ilustres pensadores (académicos exiliados – primero de Europa y después del Cono Sur latinoamericano, en la primera, e intelectuales y líderes empresariales, en la segunda) y rápidamente se fueron convirtiendo en punta de lanza de la innovación y de la excelencia académica en sus respectivos países.

Los primeros alumnos del naciente Departamento de Ciencia Política de Los Andes, en buena medida, fuimos conejillos de indias, porque cuando iniciamos la carrera, cuando aún no existía una malla curricular de pregrado y sólo a medida que avanzaba el tiempo se

iban creando nuevas materias aprovechando la disponibilidad de algunos recursos humanos idóneos para satisfacer las necesidades programáticas.

Así, con la llegada graneada de expertos maestros colombianos familiarizados con la politología, como Mario Latorre Rueda y Rafael Rivas Posada, y extranjeros como Malcom Deas de Inglaterra, Joan Garcés de España, Gerhard Drekonja de Austria, Bárbara Sierbogël de Alemania y Mauricio Solaún de Estados Unidos, se fue conformando una amplia nómina de profesores visitantes y de cátedra que dictaron las primeras materias de Ciencia Política. Esta nómina de lujo se amplió con la contratación de otros colombianos y extranjeros colombianistas con distintos trasfondos académicos como Francisco Leal, Dora Rothlisberger, Gary Hoskin, Harvey Kline, Paul Oquist, John Laun, Miles Williams y Bruce Bagley que luego se siguió ampliando con ex alumnos que, como yo, regresábamos luego de haber hecho maestrías y doctorados en el exterior.

Al comienzo, éramos apenas ocho estudiantes de diferentes facultades que nos habíamos matriculado en un programa que, como dije, todavía no se había formalizado del todo. A medida que pasamos esos primeros años de carrera, se fue creando toda esta nueva estructura politológica en el Departamento de Ciencia Política, adscrito a la interdisciplinaria Facultad de Artes y Ciencias de Los Andes.

Nos graduamos los primeros cuatro politólogos ‘Made in Colombia”. Eramos, Eduardo Camacho Barco (hijo del conocido exsenador liberal Camacho Gamba, ambos fueron gobernadores de Santander); Rodolfo Larrota (floricultor y ex secretario de hacienda de Bogotá); Rafael Piñeros (funcionario del Dane por muchos años) y yo. Solo uno de los cuatro, se dedicó a la academia. Los demás, al ejercicio de la política en distintas aristas.

Terminando la carrera, el profesor Gary Hoskin quien venía de la Universidad del Estado de Nueva York en Buffalo, me dijo:

— ¿Usted quiere una beca para ir a estudiar a Estados Unidos?

— Pues claro que sí (le dije).

Tomó muy en serio mi respuesta, me recomendó y el 2 de enero del año siguiente, yo ya estaba montado en un tren entre Nueva York y Buffalo, que llegó a esa ciudad en medio de una nevada miedosa. Al otro día, ya estaba en contacto con los otros discípulos de Gary y, de inmediato, comencé mis estudios posgraduados de Maestría en Ciencia Política. A mi regreso al país, el doctor Cepeda ya me había asignado una oficina en el Departamento de Ciencia Política y muy rápidamente comencé a trabajar como profesor e investigador de planta.

A los dos años me di cuenta que necesitaba romper un poco las ataduras pre existentes. En esa época, la Fundación Ford que siempre ha hecho mucho por las ciencias sociales en el mundo y en Colombia, ofreció un programa de becas para jóvenes investigadores de las

américas en Ciencias Sociales que tuvo lugar en Brasil, en la Universidad Federal de Minas Gerais, en Bello Horizonte. Apliqué y fui aceptado porque me interesaba aprender más estadística social y metodología de la investigación. Fue un excelente programa intenso de tres meses de duración que tuvo reconocidos profesores de prestigiosas universidades del mundo. Ahí conocí a Jorge Enrique Hardoy, el gran urbanólogo y profesor argentino de Política e Historia Urbana Latinoamericana, de una gran trayectoria. Nos hicimos buenos amigos y un buen día me dijo:

— Oye Gabriel, ¿tu no quisieras irte a estudiar al MIT (Instituto Tecnológico de Massachusetts)?

— ¡Claro que sí, le respodí!

— Yo te recomiendo para una beca.

A los seis meses me llegó la respuesta positiva del icónico Programa SPURS (Programa Especial de Estudios Urbanos y Regionales en Áreas en Desarrollo) de ésta gran Universidad. Venía acompañada de una poderosa beca también aportada por la Fundación Ford. Así, tuve la oportunidad de cursar este otro programa posgraduado que amplió mi panorámica académica al fascinante campo de los estudios del desarrollo urbano y regional en el mal llamado “Tercer Mundo”.

Vida Laboral

Terminados mis estudios en Boston, volví a Colombia a mi trabajo docente e investigativo en Los Andes. Hice una rápida carrera académica ascendente hasta llegar, en poco tiempo (seis o siete años), a la dirección del Departamento de Ciencia Política en la que estuve trece. En este nuevo lapso enseñé, investigué, promoví y también enfrenté los cuestionamientos que nos hacían algunos miembros del Consejo Directivo por tratarse de una carrera nueva, no sólo en Colombia, sino en toda América Latina.

También tuve que afrontar las limitaciones presupuestales que rodeaban a este pro Departamento que todavía le generaba más gastos que ingresos a la Universidad; tuve que buscar apoyos externos para nuestros proyectos investigativos y de extensión. Se trabajó con gran pasión, mística y espíritu grupal a sabiendas de que se enfrentaba un reto enorme pero que bien valía el esfuerzo que se podía logar y consolidar, como en efecto sucedió.

Recuerdo nuestras angustias al comienzo de los semestres académicos enlazando estudiantes de Estudios Generales y convenciéndolos para que optaran por estudiar Ciencia Política. Siempre teníamos la espada de Damocles encima, recordándonos que teníamos que superar el desequilibrio financiero!

Pasamos de ser tímidos para abrirnos al tratamiento público y abierto de los principales temas de interés político, a liderar los estudios y la opinión rigurosa sobre la fenomenología política nacional e internacional. Antes eran los economistas y algunos abogados que tenían el sonoro título de Doctores en Derecho y Ciencias Políticas, los que

hablaban, escribían y se sentían politólogos y sabios sin serlo. Pero en pocos años, la cosa cambió y el Departamento se afianzó como plataforma de lanzamiento de estudios rigurosos y de juiciosas ideas y opiniones sobre política colombiana y mundial. Hoy forma parte del ranking de los principales programas politológicos del mundo y aparece como el segundo de América Latina, después del de la Universidad Católica de Chile.

Durante este nuevo milenio comenzó a hacerse palpable el desarrollo de la politología a nivel global. Poco a poco se fue consolidando la Ciencia Política en todo el país y en el resto de América Latina. En la actualidad nacional, la carrera y la disciplina existen en más de veinticuatro programas universitarios públicos y privados, repartidos por todo el territorio nacional. En muchos de ellos ya se tienen programas de maestría y especialización y además existen tres universidades que ofrecen el doctorado, Los Andes y la Nacional en Bogotá y la Universidad de Antioquia en Medellín.

Se creó la Asociación Colombiana de Politólogos, y se participó en la fundación de ALACIP (Asociación Latinoamericana de Ciencia Política), que hoy ya está totalmente arraigada a nivel hemisférico. Hay muchas revistas politológicas, indexadas y regularizadas, de alto nivel académico y científico y muchas otras publicaciones periódicas y libros de carácter informativo donde también se expresan los politólogos. Este profesional hoy en día es un ser idóneo y reconocido, cuyos aportes al desarrollo nacional e internacional ya nadie pone en duda!

Una vez entregué la dirección del Departamento, mis últimos diez años de docencia e investigación en Los Andes, los trabajé alrededor de temas novedosos en su momento como ciudadanía, gobernanza y deliberación pública. Esto, bajo la convicción clara de que cuando los ciudadanos encuentran espacios para intercambiar relaciones, información e ideas, logran crear acuerdos incluyentes y posibilidades democráticas incidentales en una mejor calidad de vida con dignidad y respeto recíproco.

En complemento con mi trabajo académico en Los Andes, he sido profesor visitante en muchas universidades de Europa, Estados Unidos y América Latina. Becario, consultor, asesor de entidades multilaterales como el BID, la ONU y la OEA y de fundaciones como la Ford, la Kettering y la Tinker. También miembro de consejos editoriales de revistas académicas y de proyectos comparativos internacionales como la Red Interamericana para la Democracia que fundamos con entidades afines de Argentina, Chile y Guatemala, con el apoyo de USAID.

JUBILACIÓN

Actualmente tengo setenta y dos años y después de tres décadas y media como académico en la Universidad de Los Andes (sin contar los cinco que estuve de estudiante), he dedicado más de la mitad de mi vida laboral al estudio, promoción y desarrollo de la Ciencia Política. Hoy es importante y satisfactorio para mí saber y corroborar que tuve la suerte de jubilarme a una edad en la que todavía me sentía con la fuerza para asumir el reto y con la capacidad de hacer lo que realmente me gusta,

incidir en la vida política real. Tuve la oportunidad de aplicar todo lo que más me sirvió y gustó en la vida académica, para reorganizar mi propio orden de prioridades ahora que tengo más libertad laboral.

Ya llevo más de siete años de jubilado y dedicado a las temáticas de la construcción de ciudadanía, la paz, el desarrollo humano sostenible, la gobernanza y el autogobierno, trabajando independientemente en Colombia y afuera. Para mí, la palabra ciudadano tiene una semántica y una simbología muy profunda, rica y compleja. Sin embargo, nuestras estrechas pautas culturales históricas y chovinistas la han querido simplificar. Por ejemplo, para el liberalismo tenue que hemos heredado y que ha sido tan destemplado y contradictorio, el ciudadano tan solo ha sido visto como un sujeto de derecho y obligaciones que se debe limitar a exigir y a criticar, pero sin aportar nada a cambio. Según eso, resultamos ser buenos ciudadanos solamente cuando vamos a votar porque creemos que tenemos todo el derecho de elegir y ser elegidos. Lo demás es quejarnos y criticar. Así, bajo este brumoso contexto, dejamos de ir más allá y nos quedamos sin participar en otras instancias de la civilidad, sin aceptar y acatar nuestros formalismos normativos e institucionales.

Creemos que somos buenos ciudadanos cuando protestamos porque salimos a una manifestación, pero no vamos más allá. Pero ser ciudadano cabal y verdadero implica mucho más que eso! El ciudadano tiene que protestar, tiene que hacerse elegir con sentido del servicio público, pero no personal ni politiquero. El ciudadano real, tiene que involucrarse consciente, racional y responsablemente en la transformación del orden social, en tanto sujeto político, empoderado, contestatario e insatisfecho con lo que lo rodea porque tiene una capacidad de análisis critico y de discernimiento que le permite identificar qué está mal y qué está bien, según sus propios valores democráticos y su civilidad.

Por eso es tan importante estudiar y formarse, estar leyendo la prensa, oyendo noticieros y conversando con la gente, para tener referentes claros en la interlocución argumentativa, deliberativa y respetuosa con el otro y en las demás aristas de la práctica política.

En consecuencia con esta forma de pensar, es básicamente a través de proyectos empíricos y en trabajo de campo investigativo, donde yo logro acercarme a los procesos de acción colectiva de base, a grupos de pobladores en los territorios gravemente golpeados por el conflicto armado, en donde quiero conocer esas dinámicas cívicas y experiencias comunitarias a través de esquemas conceptuales y metodológicos como los del autogobierno ciudadano o la governanza colaborativa con los que he venido trabajando en estos años.

Adicionalmente, llevo más de veinticinco años con la Fundación Kettering (nacida hace más de tres décadas en Estados Unidos gracias a los recursos de un fondo legado por el señor Charles F. Kettering, el mismo que se inventó los motores de arranque de los automóviles y también los motores de las máquinas registradoras de la National Cash Register Company). Esta Fundació, ya mundial, está dedicada a producir material didáctico y pensamiento crítico sobre temas relacionados con la deliberación, el diálogo, la participación y el fortalcimiento democrático de la ciudadanía en general. Gracias a esto, he podido seguir el hilo conductor del estudio y promoción de estas modalidades

democráticas participativas y dialógicas. He sido el primer asociado de la Kettering en aplicar el modelo del autogobierno por fuera de Estados Unidos y lo estoy haciendo en la periferia colombiana, comenzando en el Magdalena Medio y extendiéndolo a territorios periféricos comparables donde existen otros Programas de Desarrollo y Paz. También relaciono esto con la promoción y aplicación del modelo de la Gobernanza Colaborativa que subyace en la política de implementación de los Planes de Desarrollo Territorial, PDTs que contempla la implementación del posconflicto y que ahora se denomina Pacto por la Equidad y se enmarca en el Plan Nacional de Desarrollo. En esos asuntos se centran primordialmente mis actividades actuales, conferencias y publicaciones.

También pertenezco a un grupo de ciudadanos políticamente independientes que fundó LA PAZ QUERIDA por iniciativa del padre Francisco de Roux y presidida por el general (r) Henry Medina, ex director de la Escuela Superior de Guerra. De esta agrupación cívica y democrática, entre otros, hacen parte otras personas independientes como el general (r) Herrera, Juan Camilo Restrepo, Cecilia Lopez, los ambientalistas Manuel Rodriquez, Margarita Marino, Julio Carrizosa y Juan Mayr; académicos consagrados como Francisco Leal, Alejo Vargas, José Fernando Isaza, Elizabeth Ungar y Pilar Gaitán; abogados constitucionalistas, también académicos, como María Teresa Garcés y Rodrigo Uprimny; expertos en opinión pública como Carlos Lemoine y Gustavo Mutis; gremialistas como Rafael Orduz; religiosos como Francisco de Roux, Fernán González y Gustavo Novoa.

También hay un grupo de jóvenes pujantes y comprometidos con el fortalecimiento democrático que impulsan innovadores proyectos cívicos. El grupo se dedica a tender puentes, a establecer nexos entre actores antagonistas y a propiciar el diálogo con los principales segmentos de la sociedad (militares, iglesia, empresariado, medios, etc). Todo alrededor del proceso de paz. También, se promueve la construcción de ciudadanía aplicando metodologías motivacionales como los diálogos intergeneracionales y las escuelas generativas para acercar a la juventud escolar colombiana a sus mayores.

También estoy vinculado con la Red Prodepaz. Esta es una organización maravillosa que, como su nombre lo indica, está dedicada a trabajar en red para que los pobladores pertenecientes a los veintisiete programas de desarrollo y paz, PDPs, que ya hay en Colombia, actúen como agentes transformadores del cambio en los espacios más afectados por el conflicto armado, de manera responsable y constructiva en la búsqueda de una paz digna y duradera en sus respectivos territorios.

Concretamente, trabajo en el área de gobernanza colaborativa, que se refiere a la acción compartida entre el gobierno local territorial, la sociedad civil organizada y el mercado representado por las empresas y entidades empresariales en cada territorio. Todo esto para impulsar el trabajo mancomunado y respetuoso en beneficio de los procesos de reconstrucción nacional contemplados a lo largo del incierto período del posconflicto, subsiguiente a la firma de los Acuerdos de Paz de la Habana.

También estoy coordinando la producción de un libro, que busca presentarle al mundo tres experiencias complementarias de trabajo en red para impulsar la concientización de los pobladores de los territorios periféricos nacionales: la Red Prodepaz, Educapaz y la

Fundación para el Perdón y la Reconciliación. Este libro está previsto para el 2019. Además, en paralelo a estas actividades, también traduje recientemente el nuevo libro del Presidente de la Funación Kettering, David Mathews, La Ecología de la Democracia, que ya se estudia y aplica en América Latina en general y en Colombia en particular – especialmente en Antioquia, donde la Secretaría de Educación Departamental lo viene promoviendo entre los líderes estudiantiles y comunitarios municipales.

Acabo de publicar un nuevo libro, Dignidad Humana y Paz Duradera en el Magdalena Medio Colombiano, prologado por el Padre De Roux, que trata de la práctica del auto-gobierno y la deliberación pública en colectivos de base en esta turbulenta región colombiana. Ya va por su segunda edición y lo están conociendo y utilizando los pobladores de los territorios donde se localizan los Programas de Desarrollo y Paz en Colombia con los cuales esperamos emprender un estudio Piloto de capacitación y empoderamiento con apoyo de la cooperación alemana.

Así mismo, he venido trabajado activamente con la AME, Asociation for Moral Education, que lleva mucho tiempo reuniéndose anualmente en muchas partes del mundo para intercambiar experiencias sobre ética, ciudadanía y educación moral. Allí presento mis proyectos investigativos a los colegas de otros países.

Para cerrar este aparte, puedo decir que todo lo que trabaje teóricamente en la Academia, como profesor e investigador con proyectos más cualitativos que empíricos, lo estoy aplicando en la práctica con la gente, con los dolientes de tanta violencia, en un momento en el que el país necesita urgentemente que se construyan ciudadanos de verdad, sencillamente por que ya existe un proceso de paz – por fortuna irreversible – que debe seguir avanzando de manera sostenida y bien direccionado.

Me encanta capacitar gente, concientizarla y preparar materiales didácticos para ellos, también ponerla a dialogar, a reconocerse y a respetarse en sus diferencias. Tengo la firme convicción de que todo lo que estoy haciendo desde que me jubilé de Los Andes, es relevante para la coyuntura política que actualmente vive Colombia, especialmente, al comienzo de un nuevo gobierno que aún no sabemos con claridad para dónde va, en lo que hace a la conquista de una paz y de un desarrollo sostenible, equitativo y verdadero.

HOGAR

Después de sostener una correspondencia muy amorosa con mi novia de entonces y actual esposa, María Paulina Reyes, me encontré con ella en Nueva York en 1971 y allí tomamos la decisión de casarnos una vez terminara mi Maestría en SUNYAB. Esto se dio en diciembre de 1972 sin tener muy claro de qué y cómo íbamos a vivir.

María Paulina estudió bibliotecología en el Banco de la República y creó la primera biblioteca pública de comercio exterior en Proexport; después fue empresaria en el mundo de la gastronomía durante más de tres décadas con los restaurantes Longaniza y Jarros, los cuales compartió y administró con dos de sus mejores amigas de siempre.

Tuvimos dos hijos maravillosos, José Manuel y Nicolás, ambos diseñados en Estados Unidos pero nacidos en Colombia, porque en esa época no nos parecía bien tener hijos gringos (¡cosa que ellos todavía no nos perdonan!).

Llevo más de cuarenta años de vida matrimonial estable y feliz, con los hijos casados y muy afianzados en sus respectivas profesiones y familias. José Manuel, el mayor, vive en Sao Paulo, Brasil, hace ya años, allí se desempeña como Director de Compliance para América Latina en una gran multinacional suiza. Estudió Derecho y se especializó en Los Andes y en la Universidad de Pensilvania, UPenn, en Philadelphia. Con Sandy, su señora también uniandina que le acolita todo y lo hace muy feliz, tiene dos hijitos brasileros preciosos, Martín y Manuela, y nos visitamos recíprocamente con frecuencia. El otro hijo es Nicolás, publicista formado en España y actualmente director creativo de la agencia que maneja la imagen de Colombia en el exterior para PROCOLOMBIA. También tiene un hijo precioso, Simón, y apoya a su esposa, Andrea, en la creatividad artística, el diseño y la gestión administrativa.

Luego de haber vivido siempre en Bogotá, María Paulina y yo, resolvimos huir del trajín agreste de la ciudad, en búsqueda de una vida más tranquila, ecológica y de calidad. Tuve la suerte de conseguir una linda casa rural en Cajicá. Desde donde trabajo feliz, rodeado de mis libros, discos, recuerdos y colecciones de chucherías artesanales, eso sí, todas de muy buen gusto. Allí he podido seguir cultivando mi gran afición por la gastronomía y la cocina; me encanta recibir a mis amigos, colegas y parientes cercanos alrededor de un lindo mesón de cocina en el cual todos participan, opinan y disfrutan de lo que allí se prepara.

Los invito a caminar con nuestras dos perras por los campos de Fagua. María Paulina cuida el jardín y yo me comunico laboralmente con mis pares por Skype y WhatsApp. Voy a Bogotá lo menos posible y solo a lo indispensable. También sigo viajando profesional y lúdicamente como siempre me ha fascinado y me ha mantenido lleno el reservorio de los buenos y gratos recuerdos y el privilegio de tener buenos y verdaderos amigos en muchas partes.

En síntesis, después de cuatro décadas ininterrumpidas de trabajo académico y aplicado en temas de interés politológico democrático y de una alegre y sosegada vida familiar, vecinal, matrimonial y lúdica, siento que todavía me queda cuerda para seguir trabajando, leyendo y viajando otros añitos en todo lo que se pueda relacionar con la construcción de la ciudadanía que requieren una Colombia y un mundo mejores, más dignos y, sobre todo, en paz y que ya están saciados de populismo, polarización, fakenews y posverdades.

Disfruto a morir de las relaciones de trabajo que he podido construir con colegas más jóvenes – obvio – con quienes comparto este compromiso y el gusto por los temas relacionados con la dignidad humana y el desarrollo sostenible en general. Todo esto me hace sentir tan joven como siempre me querido en medio del gozo de una vida que no quisiera cambiar en nada, ni de la que me puedo arrepentir.