Benjamín Villegas

BENJAMÍN VILLEGAS

Las Memorias conversadas® son historias de vida escritas en primera persona por Isa López Giraldo.

Editor-creador por excelencia. Lo que se hereda no se hurta en el origen de una vocación. La lectura como base de la cultura. El libro ilustrado como documento de una época. Un ejemplo de disciplina, estética y audacia.

–       Don Benjamín, ¿cómo llegó usted al mundo de los libros?

–       Si quiere una respuesta corta le diré que mi madre era una gran lectora a quien veía con frecuencia con un libro en la mano, que fue dejando en mi vida, desde muy niño, los libros que a su criterio yo debería ir leyendo y que a ella le debo el hábito de la lectura que es un privilegio para quienes lo adquirimos y que nos acompañará el resto de la vida.

–       ¿Y si quisiera que me diera una respuesta más amplia?

–       Le diría que se expone a que le cuente un poco de mi vida y de mis ancestros pues siempre he creído en el refrán que dice: “Lo que se hereda no se hurta” y en mi relación con los libros es mucho lo que ha sucedido en términos del papel impreso y la comunicación sobre papel que, aunque no me sucedió directamente a mí, marcó la vida de mi abuelo materno, de mi padre, de una tía y, de alguna forma, también, la mía.

–       Me expongo, con gusto.

–       Mi abuelo materno, Manuel José Jiménez Cárdenas, era un boyacense nacido en Jenesano, hijo de un hombre pudiente y dominante, medio boyacense y medio bogotano por su apellido Borda, que no lo dejó estudiar medicina, que era su vocación, sino que lo obligó a estudiar derecho y para ello lo envió a Paris donde obtuvo su diploma en la Sorbona. Vivió luego de soltero algunos años allá donde se vinculó con una imprenta, que era a su vez una editorial, y descubrió su segunda vocación: la de escritor.

Al regresar, con algún dinero que trajo y la herencia que recibió, montó una imprenta y llegó a fundar tres revistas: Patria, revista cultural que publicó con otro intelectual boyacense, Armando Solano, Sal y Pimienta y Fantoches, revistas de humor político, la primera de corta duración y la segunda, inmensamente exitosa, que a decir de Beatriz González en su libro La Caricatura en Colombia, llegó a circular por todo el país y a tener un tiraje muy superior al de El Tiempo de la época, es decir a finales de los años veinte del siglo pasado. Desde ella, dirigida por él, se manejó la más inteligente y divertida campaña política contra el partido conservador, en el poder desde finales del siglo XIX, y se llevó a la presidencia de la república en 1930 a otro boyacense, liberal también y su gran amigo, Enrique Olaya Herrera, de Guateque, Boyacá, para más veras.

Todo lo que no llevaba firma en Fantoches, y algunos textos con pseudónimo, era escrito por él, al tiempo que también dibujaba caricaturas, al lado de Rendón y Pepe Gómez que eran sus caricaturistas de cabecera. Era un hombre muy inquieto que tocaba tiple, bandola, guitarra y requinto, que hizo la primera exportación de orquídeas colombianas y de mariposas disecadas a los Estados Unidos y que en 1929 emprendió una explotación de esmeraldas en una hacienda de mi abuela en Muzo, para lo cual se endeudó fuertemente en dólares para traer maquinaria y se quebró estruendosamente en la crisis financiera mundial de ese año donde se salvaron los que tenían efectivo y se acabaron los que tenían fuertes deudas en dólares.

En el 30, tras la victoria de Olaya, tuvo que clausurar Fantoches, conservó hasta su muerte parte de la imprenta, que yo alcancé a conocer, y se encerró a leer en esa biblioteca donde mamá me tomó la foto que aparece en mi identificación de Whatsapp. Tuve abuelo hasta los seis años y en esa biblioteca, rodeado de libros, pasé momentos maravillosos de los primeros años de mi vida.

–       ¿Esos libros, hoy en día, son parte de los muchos que tiene en su biblioteca?

–       No. La heredaron mis dos tías, Cecilia y Julia Jiménez Saravia, que al morir los abuelos se quedaron con la casa y que fueron solteras. Mi tía Cecilia, por su parte, también fue una mujer de libros pues fue la primera colombiana que estudió bibliotecología en el país, en Washington D.C., enviada por el presidente López Pumarejo al comienzo de su primera administración, y fue quien a su regreso le ayudó a organizar la Biblioteca Nacional al entonces recién nombrado director Daniel Samper Ortega, por el año 36 del siglo pasado, junto con su profesora norteamericana Janeiro Brooks.

Cecilia, que murió muy joven, a los 42 años, alcanzó a fundar la Asociación de Bibliotecólogos de Colombia para promover el estudio de esta carrera y ayudarle a los jóvenes interesados en viajar a estudiar, y le donó, de común acuerdo con sus hermanas y su hermano menor, José, esa biblioteca ya de todos a la Asociación que hasta donde supe estaba, y tal vez todavía esté, en una sede que les dieron dentro de la Universidad Nacional en Bogotá y que lleva su nombre.

–       ¿Y su mamá, que era una mujer de libros, nunca quiso conservar, al menos, una parte de esa biblioteca?

–       Mamá, María Jiménez Saravia, era una mujer extraña en ese sentido. Fue una lectora y compradora compulsiva de libros toda la vida, vivía al tanto de lo que salía en el exterior y tenía siempre a quien encargarlos. Recuerdo haber leído 100 años de soledad en la primera edición que le trajeron a mamá de Buenos aires. Pero a ella no le interesaba conservarlos. Los leía y los regalaba. Además tenía muchos amigos intelectuales que le prestaban los libros que leía y a los que ella también le prestaba o regalaba. Nunca tuvo en nuestra casa más allá de un mueble de tamaño mediano donde reposaban momentáneamente los libros que llegaban y salían. Muy diferente a mi caso donde me cuesta mucho trabajo desprenderme de un libro y los tengo en gran número por todas partes.

–       ¿ O sea que el caso de ellas también fue uno de ejemplo en casa para adquirir su habito de la lectura y de amor por los libros?

–       Evidentemente. Pero el de ellas fue, además, una caso especial en términos de aprendizaje: mi abuelo no las dejó ir al colegio sino para apoyar a mi abuela en que pudieran prepararse para la primera comunión. El no participaba de la educación religiosa y, como en ese momento tenía los medios, las educó en la casa con profesores particulares. A mi tío si lo matriculó en el Gimnasio Moderno por ser de espíritu liberal y el primer colegio laico del país. Mamá fue siempre una persona muy culta, muy universal en su pensamiento, hablaba tres idiomas y al quebrarse mi abuelo salió a trabajar a los 15 años como secretaria privada del entonces Ministro de educación y luego Ministro de Guerra (así se le llamaba entonces), José Joaquín Castro Martínez, y entiendo que fue una mujer muy competente. Fue de las primeras mujeres en tener carro propio en Bogotá, una gran equitadora, en fin, una mujer muy independiente y muy completa.

–       ¿Y por el lado de su padre tiene también antecedentes que pueda decirse que heredó o influyeron en que usted esté, de manera sobresaliente, en este mundo de los libros?

–       También. Pero de una manera diferente. Papá, Benjamín Villegas Robledo, nacido en Manizales en 1911, fue un ingeniero civil, de la Universidad Nacional, que ejerció inicialmente su carrera como topógrafo, y que se fue convirtiendo en un directivo empresarial capaz de sacar adelante una empresa cultural, aunque no se pudiera decir que fue un intelectual. Lector si, pero no tanto como mamá o mi abuelo materno. Pero la vida lo fue llevando al mundo de las imprentas y de la comunicación impresa. Entiendo que al recibir su herencia paterna, invirtió parte de ese dinero en un par de fincas en el Tolima y, tal vez por sugerencia de mi abuelo Manuel José que había sido impresor tipográfico, es decir con lingotes de plomo, invirtió en la impresión del futuro, en una de las primeras litografías que se estaban organizando en el país a comienzos de los cuarenta del siglo pasado, que se llamó Litografía Colombia, donde ocupó, por demás, la gerencia.

En 1946, cuando su amigo Alberto Lleras Camargo terminaba su primera Presidencia de la República, lo buscó para que fundaran y publicaran una revista de nombre Semana, de la cual Alberto sería el director y la escribiría, con un 40% de la propiedad, Benjamín sería el editor y la produciría e imprimiría, con un 40% de la propiedad, y Abdón Espinosa Valderrama sería el gerente y conseguiría la publicidad, a su vez con un 20 % de la sociedad. Ese fue el origen de la más importante revista del país. Todo marcho muy bien hasta que Alberto fue nombrado en la Unión Panamericana en Washington y a papá le toco salir a buscar socios, Hernán Echavarría Olózaga y Mauricio Obregón, entre otros, y luego a papá, por sus conocimientos gerenciales y de impresión, fue buscado por Laureano Gómez, su amigo también y Ministro de obras Publicas en ese momento (papá fue siempre conservador Laureanista), para que en 1948 le organizara al Gobierno la Imprenta Nacional, institución muy importante entonces por la responsabilidad de registro de la vida del país que tenía en una época donde, como medio del Estado, no existía aún la televisión.

De esta forma el día que yo nací, curiosamente, le hacían a papá un homenaje de despedida de la Litografía Colombia de donde papá se retiraba, habiendo vendido previamente sus acciones de la litografía y de Semana, pues como se estilaba entre gente decente, no se debería ocupar un cargo público desarrollando una imprenta siendo propietario de otra ni teniendo acciones en una revista de opinión de importancia que debería tener toda la libertad de opinar sobre el gobierno sin ningún conflicto de intereses. Total, nací sin imprenta y sin revista habiéndolas podido llegar a tener si la historia de mi padre hubiera tenido un camino diferente.

–       O sea que ¿Villegas Editores no tiene que ver con nada que usted haya heredado?

–       Villegas Editores es el resultado de una búsqueda personal tras varios intentos creativos, durante diferentes épocas de mi desarrollo, que me llevaron a concluir que crear, desarrollar y editar libros es lo que más me gustaba hacer en la vida y donde me podía llegar a sentir orgulloso de lo que había decidido hacer con ella.

–       ¿Y cuándo comienza esa búsqueda?

–       Volvamos al comienzo, cuando comencé a aficionarme con la lectura. Primero mamá me leyó, luego me fue comprando y dejando, casi como para que me los encontrara, los libros que por la edad que tenía y ella creía que yo debería ir leyendo. Luego comenzó a llevarme al centro, a la librería Buchholz y a la Librería Central para que yo mismo los descubriera y me los compraba y regalaba. Al contrario de ella, yo si fui haciendo mi propia biblioteca y los libros, que mucho cuidaba, me duraron hasta que vinieron los hijos y se fueron yendo para los cuartos de cada cual a su respectiva edad.

Por esa temprana afición por la lectura creo que desde muy pequeño dije que lo que quería llegar a ser en la vida era escritor y por esa cercanía con los libros recuerdo un librito de 16 paginas que fabriqué con papel y grapadora, donde escribí un breve cuento e ilustré con prismacolor, hacia los nueve años, para regalarle a una niña del club que me encantaba. Nunca me atreví a entregárselo pues, la verdad, es que siempre he sido bastante tímido. Audaz, pero tímido.

–       No le creo.

–       A esta edad ya no saco nada tratándole de probar lo uno o lo otro. Pero cabe otra anotación. Cada vez que escucho de las campañas de promoción de la lectura entre los niños, en muchas de las cuales también participo, soy bastante escéptico de sus resultados, porque creo que la mejor forma de incentivar la lectura es con el ejemplo, y  porque pienso que no mucho se logra con mostrarle a los niños los libros en los colegios si, al llegar a sus casas, no encuentran un libro ni para un remedio y ven a sus padres prendidos de la televisión sin que cojan o hayan cogido un libro en su vida. Una campaña de lectura debe pensarse en grande involucrando simultáneamente a los padres y encontrando una forma de que existan y lleguen libros a los hogares.

–       Pero siga con su cuento, por favor.

–       Ya a los 15 años, con el apoyo de mi tío Ramiro Villegas, directivo entonces del Movimiento Familiar Cristiano, fundé un periódico juvenil, El Alepruz, donde escribí e ilustré la mayor parte de los textos y llegué a publicar solo dos números pues tuve la brillante idea de publicar un articulo de mi amigo Mario Ochoa sobre El Diablo que motivó el retiro inmediato de cualquier respaldo a mi iniciativa editorial. Mi primer fracaso que me enseñó a ser más cuidadoso con lo que se publica y que me ha servido toda la vida.

–       ¿Qué significa Alepruz? ¡Qué nombre tan raro para un periódico juvenil!

–       Alepruz es un polluelo de ave. Así me decía cariñosamente mi abuelo Jiménez cuando llegaba a su biblioteca: como está mi alepruz?

–       Pero terminó estudiando arquitectura. ¿Qué lo llevó a semejante cambio?

–       Durante cuarto, quinto y sexto de bachillerato leía y escribía mucho. Tenía un amor platónico a quien le escribía sonetos y se los enviaba por correo escritos a máquina sobre unos papeles finísimos que tenía mamá. Logré, desde tercero, que me publicaran textos en El Aguilucho, la revista del Gimnasio Moderno, en quinto le ayudé a Daniel Samper Pizano a publicar la revista de los exalumnos del colegio, que el promovió, y cuando estuve en sexto, obviamente, dirigí e ilustré las dos ediciones de El Aguilucho. Y decía que iba a estudiar Filosofía y Letras. Llegué a aplicar, inclusive, a la universidad de Salamanca cuando estaba en quinto. Pero por más esfuerzos que hacía escribiendo, sentía que mi amigo Mario Ochoa, de mi mismo curso en el Gimnasio, escribía mucho mejor que yo, y a mi, que me gustaba siempre ser el mejor en lo que hacía, el hecho de que en mi misma clase ya hubiera un escritor mejor que yo no me alentaba a seguir ese camino como profesión en la vida.

–       Y ¿qué pasó con su amigo Ochoa? Llegó a ser un muy buen escritor?

–       Desafortunadamente no. Siguió escribiendo, sí, ante todo poesía, sonetos, pero se puede decir que fue un talento desperdiciado. Lo perdió la rumba. Fui su amigo hasta el final pues murió bastante joven. Al final de su vida le encargue el trabajo de recopilar su poesía de todos los años y se la publiqué en mi Colección Dorada de interés general con el título Sonetos de amor y dolor. Pero yo tenía razón: no soy suficientemente bueno escribiendo. Me cuesta mucho trabajo. Y las cosas, siempre, hay que hacerlas muy bien.

–       ¿Por qué, entonces, arquitectura?

–       Me dejé tentar por un gran arquitecto amigo, Gabriel Largacha, que conocía también mi habilidad con el dibujo y mi gusto por el arte, quien me dijo, con razón, que la arquitectura es una carrera que sirve para todo en una mente inquieta como la mía, que es una carrera humanista para personas sensibles como yo, y que si voy a llegar a ser escritor, terminaría siendo como le sucedió a mi abuelo. Apliqué, entonces, a la Universidad de los Andes y fui muy feliz estudiando esa carrera, tomando, eso sí, como electiva siempre una materia de literatura y siendo muchos años monitor de filosofía en las clases que dictaban Gretel Werner y Andrés Holguín.

Ese consejo lo he agradecido siempre pues cuando emprendo el desarrollo de un libro de gran formato, el tema es como el lote donde no hay nada, y tras unos determinantes que es el plan que se traza con los autores, se crea y se desarrolla todo, se imagina y se diseña, se arma una maqueta que se corrige hasta el menor detalle, y luego se contrata la construcción con el mejor, que es la impresión y la encuadernación, para que se pueda recorrer y habitar con la vista, la mente y el tacto. Editar, como yo lo hago, es crear y construir desde cero obras que no existen, para comunicar y conservar conocimiento a través del tiempo. Y en mi caso particular, la Colombia de la que he sido testigo y me ha tocado vivir en todos los aspectos positivos que tiene. El estudio de la arquitectura me enseñó el método a seguir, que yo he venido aplicando en todos mis trabajos desde entonces.

–       Y ¿qué opinaban sus padres de esta elección profesional?

–       Aquí debo decirle que papá murió cuando yo tenía 13 años, lo cual significó un gran cambio en la vida. Fue una muerte accidental que sucedió por hacer lo que no toca en el momento de la vida cuando ya no corresponde. Tres viejos amigos, que se entendían como hermanos, le pidieron el favor de que desenterrara su carrera de ingeniero civil que había dejado de ejercer desde hacía mas de 20 años, para ayudarles a dividir una hacienda en La Dorada, Caldas, pues solamente en él confiaban que lo haría equitativamente. El aceptó, consiguió los equipos prestados y los cadeneros que lo acompañaran, hizo el viaje, comenzó a caminar y a medir la Hacienda desde el alba y pasado medio día se encontró frente a un vallado que debía cruzar. Sin pensarlo dos veces se metió al agua hasta arriba de la cintura, sumamente acalorado, pues solía hacerlo después de jugar al tenis ya que era un gran deportista, y al salir al otro lado cayó fulminado por una conmoción cerebral.

La vida nos cambió inmediata y radicalmente. Mamá se retiró del Club y comenzó a vender las propiedades para ponerse una renta; mi hermano, que estudiaba fuera del país, continuó sus estudios y luego siguió especializándose en el exterior, y yo, con la ayuda de mi tío José Jiménez,  ayudé a visitar quincenalmente las fincas y a llevar los pagos y contar el ganado hasta que se vendieron, ganado y fincas, más adelante. Fue entonces cuando comencé a trabajar, para no pedirle plata a mamá, sin necesitarlo pues nunca nos faltó, y monté una industria de rompecabezas, con una caladora que me compró mamá, y una de móviles con bambulitas y miniaturas artesanales.

Siempre me ha gustado ser autosuficiente e independiente laboralmente. Me quedé sin papá en una edad muy necesaria y delicada, pero estoy seguro, pues él era “Godo” en política pero muy generoso y liberal de alma, que me habría apoyado en cualquier decisión de estudios universitarios sin tratar de influir en nada en mi decisión.

–       Pero ¿cómo comenzó su trabajo profesional en el mundo editorial?

–       Aquí damos la vuelta y nos encontramos con el comienzo de esta charla. Creo que la gente mayor cercana a mi familia que sabía de las revistas e imprenta de mi abuelo, de la litografía y revista de mi padre, de mis incursiones editoriales del Alepruz, El Aguilucho, la revista de exalumnos y del trabajo que durante los dos últimos años del colegio había hecho ayudándole a Darío Achury Valenzuela, gran escritor y amigo, en la publicación del boletín de programas de la Radio Nacional de donde era director y quien me enseño mucho del oficio, quizá pensaba que yo sabía más de imprentas y de diseño de publicaciones de lo que realmente sabía.

En cualquier caso Fabio Hencker, amigo de la casa y segundo de relaciones públicas de la Esso Colombiana, se apareció a finales de 1966 por el apartamento donde vivía con mamá, cuando estaba en segundo semestre de la universidad, a contarnos que la revista Lámpara, la más hermosa que se publicaba en esa época en el país, que editaba esa empresa desde hacía 15 años, había entrado en crisis, por algún tipo de abusos entre sus colaboradores, y que la compañía la pensaba cancelar. Que él había propuesto que como parte de su cargo la dirigiría y que se conseguiría un muchacho externo que por unos mínimos honorarios la diseñara, coordinara su ilustración y se hiciese cargo de dirigir todo el proceso de producción en la imprenta. Que ese muchacho, pensaba, podría ser yo y que me pagarían $2.000 por número, cuatro veces al año.

No me hice de rogar. Lo acompañé en todo el proceso de la que estaba en imprenta en ese momento y que aparecería en diciembre y para marzo de 1967 ya la bandera de la nueva revista llevaba mi crédito: diagramación y coordinación editorial Benjamín Villegas. Ahí fue el punto de quiebre de mi carrera como arquitecto y como editor.

–      ¿Cuántos años tenía?

–       18. En ese momento la mayoría de edad era a los 21 años y todavía me ponían problema para entrar a las películas de adultos. Pero el tema de dar trabajo a menores de edad no era asunto censurable.

–       ¿Y cómo resultó la experiencia? ¿Cómo fue el proceso?

–       Maravilloso en todo sentido. La facultad de arquitectura de los Andes funcionaba en el mismo lugar que la facultad de Bellas artes, en una edificación antigua conocida como El Campito. Al comenzar a hacer la revista estudié las que en el pasado se habían publicado, primero bajo la diagramación de Fernando Botero en los años 50 y luego de David Consuegra a comienzos de los 60, y visualicé, inmediatamente, un cambio para hacer y distinguir las mías: las ilustraciones antes eran fotográficas, de grandes fotógrafos como Hernán Díaz, Abdú Eljaiek, Nereo López, Guillermo Molano, etc. y yo estaba estudiando en la Meca de los artistas plásticos.

Había que trabajar con ellos. Lámpara se convirtió, entonces, en revista ilustrada por artistas que dictaban sus clases allí: Antonio Roda, Santiago y Juan Cárdenas, Luis Caballero, Umberto Giangrandi, Augusto Rivera, Luciano Jaramillo, etc., y por sus alumnos de entonces como Ana Mercedes Hoyos, María de la Paz Jaramillo o Alicia Viteri que con gusto colaboraban, todos ellos, ilustrando un artículo de seis páginas, por $500 cada uno. Toda una revolución. Y una época diferente donde ni los artistas ni los escritores se daban las ínfulas de ahora, trabajaban para el medio que les permitía mostrar su arte y su talento, todos estábamos contentos y a todos nos servía. La revista que comenzó a salir fue todo un éxito, me dieron libertad total de actuar y haciéndola aprendí muchas cosas.

–       ¿Como qué?

–       A trabajar con lo que hoy en día llamarían “celebridades”, pero que entonces eran solamente personajes talentosos con el deseo de colaborar. Y por supuesto de figurar en la revista más sobresaliente en su tipo en ese entonces. Mi vida de editor ha sido la de una constante y siempre diferentes relación con los autores, del material gráfico y del escrito, gente importante por lo que sabe y por lo cual los busco. Personajes de personalidades fuertes, grandes egos, cada uno con su manera propia de escribir, de ilustrar o de fotografiar. Gente sobresaliente a quien hay que acompañar con respeto, discreción y buen trato. Y a quienes, desde que era un mocoso, tuve que aprender a tratar, a motivar, sin que fuera tan evidente que, al final de cuentas, era yo quien tomaría la decisión de lo que se publicaba o no se publicaba. Un ajedrez que me ha dejado las mejores relaciones de la vida y un sinnúmero de satisfacciones.

–       ¿Cuánto duró esto?

–       Seis años. Hasta 1972 cuando decidieron clausurarla por unos años, pero su influencia en mí ya estaba hecha y los efectos en mi carrera ya eran una realidad.

–       ¿Cuáles efectos?

–       Desde que apareció mi nombre en la bandera de esa revista y la estética de la misma comenzó a ser la novedad que fue, comenzaron a llamarme para otras cosas: de la Universidad Jorge Tadeo Lozano, cuya facultad de Diseño se estaba creando, para que dictara una clase de diagramación, invitación que acepté y a mis 19 años comencé a dictar clase a alumnos, y alumnas, de 17 y 18; del Banco de Bogotá donde su presidente, Jorge Mejía Salazar, me propuso que le diseñara el informe anual, el primero que se publicó con calidad en el país, en 1968; Jaime Michelsen y Eduardo Nieto Calderón para que hiciese algo equivalente en sus bancos de Colombia y Popular, respectivamente, y en fin, otras instituciones que fueron descubriendo que con buen diseño y calidad de impresión se podría tener una mejor imagen institucional que es lo que desde entonces vengo pregonando que se puede lograr cuando la calidad visual y de factura son definitivas para las publicaciones institucionales y para los libros que las empresas patrocinan.

De la Esso me invitaron también a hacer la revista Esso Agrícola, me llamó María Carrizosa de Umaña para diagramarle e ilustrarle la revista Presencia y, en la Tadeo, me dieron carta blanca para fundar y publicar algunos números de una nueva revista, Mutis, que con un formato extravagante y una orientación exquisita se publicó mientras yo estuve colaborando con la Universidad. Cabe anotar que en 1971 esta Universidad me concedió un diploma honorífico en diseño gráfico por lo que a la fecha venía haciendo en pro del diseño gráfico, dentro y fuera de la Universidad, y en 1972 me canceló mi contrato de profesor por hippie. Pero ese es otro tema.

Lo importante es que Lámpara me lanzó a trabajar profesionalmente en el medio editorial, que gracias a ella monté mi oficina de diseño y publicaciones en tercer semestre de la universidad, y que me convertí en un verdadero profesional en el oficio, al punto que en 1972, por la misma circunstancia por la que me retiraron el respaldo en la Tadeo y una etapa de crisis que tuve, ya graduado de arquitecto y ya casado desde entonces con Clara Lucía Salazar Villá, tuve que escoger, para seguir adelante, ejercer lo que sabía, el diseño y las publicaciones, y no tratar de comenzar con algo que me gustaba pero que era claro para mí que no sabía pues solo lo había estudiado y no ejercido, como lo era la arquitectura, aunque me había graduado con honores y había estado becado durante 9 de los 10 semestres de carrera por cómputo académico. Las publicaciones, en ese momento, y los libros después, estaban en mi destino claramente posicionados.

–       ¿A qué crisis se refiere?

–       Ese es un capítulo apasionante de mi vida, al que habría que concederle una entrevista completa, o un libro, y que no es del caso profundizar aquí. Solo puedo ahora decirle que entre 1971 y 1972, recién graduado de arquitectura, por un encuentro con quien llegó a ser uno de mis mejores amigos de la vida, Juan Escobar, lo acompañé en una aventura vivencial que llamamos La Calle, en el barrio de La Perseverancia de Bogotá, detrás de lo que iba a ser entonces el Hotel Hilton, en la calle 28 con carrera 6. Allí un grupo de 10 amigos pusimos un dinero inicial para arrendar una serie de casas alrededor de una calle que inicialmente quisimos que fuera un lugar hermoso y comercial y que el fenómeno mediático que creo precipitó que lo que fuera inicialmente exterior tuviera que convertirse, por protección, en una serie de lugares interiores unidos por dentro, incluidas las casas de dos manzanas con un túnel debajo de la calle pública, que terminaban en un gran lugar musical conocido como El Templo.

Allí se concentró, durante casi dos años, lo más representativo de la rebeldía y la creatividad joven de la época del hippismo local, con todas sus implicaciones positivas y negativas para la sociedad. Allí, también, enterré mi herencia de mamá que murió en 1970, después de graduarme, allí me casé con Clara Lucía que me acompaña desde entonces, y allí viví una época alucinante por su creatividad y por su comprensión del mundo real. Literalmente quebrado y desprestigiado por lo que significó ese fenómeno, que para mi fue en mil formas maravilloso pero devastador, tuve claro que mi modus vivendi era lo que había aprendido en la vida y no en la universidad, y seguí ejerciendo lo que sabía: diseñar y editar publicaciones. Los libros vinieron luego.

–       ¿Cuándo?

–       Inmediatamente después. Terminada La Calle, a finales de 1972, di un nuevo giro en mi vida para reintegrarme a mi sociedad de siempre, volví a tocar las puertas de aquellos que me conocían profesionalmente en busca de trabajo gráfico, y tuve la suerte de que un señor que había conocido en la época dura de La Calle, Rafael Naranjo Villegas, entonces Secretario General de la Presidencia de la República, a quien había buscado el año anterior, por algún parentesco que teníamos, para que el Presidente Pastrana Borrero se enterara de cómo estaban actuando los Cuerpos de Paz norteamericanos y los excombatientes de Vietnam que recorrían el país vestidos de hippies comenzando a establecer el tráfico de cocaína en el país, me llamara, a través del impresor Leonardo Canal Mora con quien yo imprimía entonces, para que le diseñara y editara un libro de lujo para la Presidencia de la República sobre las relaciones de Colombia y Venezuela.

Ese libro por encargo, titulado Dos Naciones Hermanas, que trabajé en 1973 y publiqué a comienzos de 1974, vino a ser el primero de gran formato, pasta dura forrada en tela, materiales importados y alta calidad que publiqué en la vida, y con su aparición, al igual que sucedió con la revista Lámpara, comenzó a generar que la gente me comenzara a llamar para que les desarrollara y publicara libros especiales de calidad.

–       Entonces, ¿ahí comenzó Villegas editores?

–       No. Villegas editores como empresa y como decisión de vida vino más tarde, doce años después. En ese momento mi empresa se llamaba Benjamín Villegas & Asociados, hoy Villegas Asociados S.A. Muchas otras cosas creativas tuve que hacer hasta convencerme de que lo que más me gustaba hacer era crear y publicar libros ilustrados de gran formato y alta calidad sobre Colombia. Pero todos esos doce años, desde entonces, primero como encargo y al final por iniciativa propia, desarrollé y publiqué libros de ese tipo.

Fue un trabajo al lado del diseño gráfico de identidad corporativa de muchas empresas a las cuales les diseñé su símbolo, de trabajos varios de publicidad, de muchas publicaciones, revistas de todo tipo y periódicos como El Pueblo de Cali que diseñé en su comienzo, de hacer periodismo a través de dos programas de televisión en una programadora que fundé con Rodrigo Castaño y tuve entre 1979 y 1982, de un par de documentales de cine que ayudé a producir, campo que me interesaba mucho, en fin, de muchas actividades creativas donde participé, de una u otra forma, al tiempo que publicaba, cada vez más, libros de calidad.

Pero siempre uno, dos y hasta tres libros al año al lado de las otras actividades. Hasta que un día, hablando con Clara Lucía al respecto de nuestro futuro, me dijo en 1985: ¿y por qué no fundas una editorial?.Y eso hice. Hasta la fecha he publicado 288 primeras ediciones de libros ilustrados de gran formato, más de 120 primeras ediciones de libros de literatura e interés general y mas de 40 de carácter infantil y juvenil. De estos últimos todo el mérito lo tiene mi hija María que los escribió prácticamente todos; de los libros de literatura el mérito lo tienen sus autores y no yo que solamente he sido un cómplice, un medio para que la literatura pueda llegar a la gente, pero de los ilustrados de gran formato el causante soy yo, desde su origen, y me siento inmensamente satisfecho de haberlos hecho y publicado, contra viento y marea, y de estarle dejando al país esa memoria de sus valores y de su identidad en todos los campos.

–       Hablemos entonces de esos libros que ha publicado durante 44 años. De cuáles son su preferidos. De cuáles son los más sobresalientes. De cuales son aquellos en los que ha obtenido los premios más importantes, pues sabemos que muchos ha recibido en su vida.

–       Muchas gracias. Pero esa es otra parte de la historia. La más larga y la más placentera. La más profunda y la más estimulante. La que me ha permitido conocer y trabajar al lado de personajes maravillosos, la de los triunfos y los fracasos. Esa es la verdadera historia de toda una vida editorial que ameritaría de otro blog cuando tenga usted la paciencia de indagarla y yo tiempo de responderle. Pero por el momento limitémonos a esta entrevista y no la hagamos más larga. Ojalá le sirva a alguien conocer lo que le he dicho para que, como yo, se entusiasme con el mundo de los libros y los adopte, de una o de otra forma, como los mejores compañeros de  la vida y para que piense que a través de ellos se puede tener una existencia muy creativa y estimulante al tiempo que se le puede estar sirviendo positivamente al país.

–       Gracias a usted, Don Benjamín.