EL LIBRO DEL DUELO

EL LIBRO DEL DUELO

RICARDO SILVA ROMERO

FRAGMENTOS


Padre forzado a la cólera y varado en la indignación.

Notó una inesperada nostalgia por la vida que le produjo un poco de vergüenza.

A nadie le alcanza el tiempo para la compasión.

Se acostumbraron a una felicidad que pone todo lo demás en su sitio.

Dios también querría que la vida fuera un paisaje, una quietud, pero es un drama plagado de peros.

Las carcajadas y las chácharas que desconocían la tragedia.

Llevaban horas esperando el cadáver como si estuvieran esperando el dolor.

Tiene que haber un lugar aquí en la tierra en donde nada ni nadie pueda quitarle a uno la paz.

Porque si uno se queda callado el mundo se calla también.

Habituado a permitirse la derrota cuando nadie estaba viéndolo.

No era resignación, sino aceptación, vejez, lo que se le notaba.

No se volteó a confirmar, por encima del hombro, si acababa de pasar lo que acababa de pasar.

Se fue más solo que siempre.

Como si no se hubiera muerto ya, sino que se siguiera muriendo.

Subrayarle la mala noticia.

Ya no necesitaban más pruebas de que el libro de la vida era el libro del duelo.

Nos lo mataron por no ser un matón.

Ya habían llegado a la conclusión de que tocaba tomarse la vida como un desenlace.

Eran comunes las corrientes muertas y se hablaba pasito de los cadáveres sepultados en el agua.

A ver si por fin la gente dejaba de mirarlo como si fuera un viejo invisible.

Nadie le pide explicaciones a la estatua de una plaza.

Hay una página de cualquier biografía en la que uno se tropieza con la oportunidad de llenar de sentido su propia vida aunque ello le traiga la muerte.

La infancia de los hijos es la verdadera infancia de uno: la ajena, la feliz.

Purgatorio en el que nadie vigila a los vigilantes.

Sin saber si seguir viviendo es una buena noticia.

Contar la historia es un oficio para siempre.

Cuando aceptó que su vida ya no era investigar sino narrar…, empezó a pasarle el tiempo.

Se va extraviando poco a poco en la nostalgia.

Cada vez que callaba le empezaba la vejez.

Era al menos la respuesta a una plegaria.

Grito, luego existo.

Necesitaba otras voces y esas voces solían ser un alivio.

Se sintió que era mucho y era poco y era al menos algo.

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