JOSÉ ALBERTO MARTÍNEZ 19 abril 1968 – 21 febrero 2024
Las Memorias conversadas® son historias de vida escritas en primera persona por Isa López Giraldo.
Soy José Alberto Martínez Rodríguez, nací en Bogotá el 19 de abril de 1968 y mi seudónimo es Betto. El primer registro que tengo de mi afición por el dibujo está consignado en una libreta de calificaciones de transición, de 1974. Allí, mi profesora Luz Marina Rodríguez les advertía a mis padres que mi rendimiento académico sería satisfactorio si no me la pasara dibujando en clase. En efecto, yo usaba los colores Prismacolor de mi hermana para dibujar cuanto se asomaba a mis ojos. Mi amor por el dibujo fue algo de siempre y mis padres no solo guardaron mi producción, sino que me la obsequiaron como regalo de boda.
Y aunque ellos nunca me estimularon para tomar clases de dibujo (algo que considero un acierto), me permitieron ser niño y me suministraron los materiales para que lo hiciera. No olvido el orgullo de mi padre y su cara de felicidad cuando obtuve el primer lugar en un concurso escolar, a mis nueve años. El premio era un libro, que yo esperaba fuera de muñequitos o tiras cómicas, pero era La conquista de la felicidad, de Bertrand Russell, que leí a los doce años y aún conservo.
De aquella época también viene mi afición por la lectura, pues mi madre nos inculcó el amor por los libros, ya que estaba suscrita al Círculo de Lectores; así que cuando llegaba la revista todos en casa escogíamos algún libro. Fue así como descubrí Las aventuras de Tom Sawyer, una obra que influyó mucho en mi vida; incluso recuerdo que por aquellos días acudía a misa con la ilusión de encontrar allí a mi “Becky Thatcher”, la niña que hacía suspirar a Tom. Cuando vi la película comenzó otra de mis aficiones musicales, pues Huckleberry Finn, el mejor amigo de Tom, como buen nativo del delta del Misisipi, tocaba la armónica.
Tras mucho insistir, un tío me regaló su armónica y aprendí por mi cuenta y, varios años después, la toqué por primera vez en público en el bar Crab’s y he llegado a ser un buen intérprete; incluso he tocado en el Festival de Jazz y Blues de La Libélula Dorada.
Estudié en un colegio del barrio Bonanza, de Bogotá, con tan pocos estudiantes que llamaban a la casa a preguntar por qué el alumno no había asistido a clases; pero luego pasé a uno grande: el Nicolás Esguerra, que superaba los mil estudiantes, donde me convertí en uno más. Allí, María Cristina Ruiz fue mi profesora de dibujo, con quien aún tengo contacto, igual que con Nereo Montilla, mi profesor de geografía, quien nos incentivó a leer columnas de opinión con un razonamiento simple pero efectivo: ya que estábamos en la época en que se activan las hormonas, querríamos tener novia; entonces, para los suegros sería importante saber quién era ese tipo que rondaba a su hija, así que tener un buen tema de conversación resultaría fundamental para causar buena impresión.
Debido a mi afición al dibujo perdí tercero, quinto y sexto de bachillerato. Era malo para matemáticas, vago, pues yo no quería hacer nada distinto a dibujar; al punto que el rector me invitó a pasarme a la jornada nocturna, pues no podía seguir así. Una vez superado el colegio, después de muchas consideraciones, me inscribí en la Corporación de Educación Superior de Trabajo, con un sistema muy práctico, pues hacía tres semestres en un año, no el típico “pague seis y lleve cuatro” [risas]. Me gradué en 1993, cuando la carrera de Diseño Gráfico era de tres años; en cambio ahora es de cinco: así recuperé el tiempo perdido. Allí aprendí dibujo publicitario, formación vieja escuela, como la de Fontanarrosa o Quino, quienes al principio se dedicaban a la publicidad. Así que comencé a trabajar haciendo artes finales en una fábrica de impresión flexográfica.
Corría el año de 1994 cuando la Universidad Jorge Tadeo Lozano abrió el programa de profesionalización en diseño y me presenté, pero no fui admitido pues consideraron que yo provenía de una “universidad de garaje”. Por suerte, en mi camino de regreso, cabizbajo, vi que en el primer piso había una exposición del maestro Calarcá y tuve la suerte de conocerlo ese día. Nos pusimos a charlar y me comentó que dictaría un curso de educación continua que costaba 200.000 pesos; mi hermana mayor y la empresa donde trabajaba me patrocinaron por partes iguales.
Así aprendí caricatura, fisonomía y acuarela: esa fue mi academia. Dos años después, el caricaturista Jorge Grosso vio mi trabajo y me dijo: “Esto está bueno, siéntese y empiece a dibujar”. Cuando me di cuenta ya estaba en la Feria del Libro, dibujando con los caricaturistas en el Pabellón del Humor, donde estuve hasta 2001 y conocí a mucha gente, incluyendo al caricaturista mexicano Arturo Kemchs, quien me invitó a la Convención del Cómic en el D.F. en 1997. En Ciudad de México pude constatar que muchos de mis colegas intercambiaban sus libros autografiados, mientras que yo apenas entregaba mi tarjeta de presentación, lo cual me motivó a publicar mi primer libro ese fin de año.
En la Feria del Libro de Bogotá también conocí a la caricaturista Adriana Mosquera, “Nani”, quien trabajaba en El Espectador. Algún día me pidió que la acompañara al periódico, pues iba a cobrar su último cheque y resulta que, mientras estábamos allí, Alfredo Garzón (hermano de Jaime, el humorista) fracasaba en su intento de enviar su caricatura por fax al límite del cierre de la edición. Entonces Nani le dijo al jefe de redacción: “Betto dibuja”. Me pidieron que hiciera unos trazos, se los mostraron a don José Salgar, el director encargado, quien aprobó mi dibujo y me pidió que regresara al día siguiente.
Pero antes de cumplir esa cita, lo primero que hice al día siguiente fue salir a comprar el periódico para entregárselo a mis padres: era el 9 de enero de 1998. Me sentí muy feliz y, de mañana en mañana, ya cumplo veinte años trabajando en ese diario. Para celebrar mi carrera como caricaturista quiero hacer una exposición no retrospectiva, sino de lo que más me ha gustado; no le voy a meter política. De hecho, el 2018 estará lleno de celebraciones, pues también cumpliré veinte años de casado con Malena y mis cincuenta años de edad.
Por cierto, conocí a Malena en Quiebracanto: el famoso bar de la 79 con 15, donde yo programé música desde el 89 hasta el 92. En realidad, primero conocí a mi cuñado, pues él tocaba allí los jueves con su grupo de son cubano y siempre lo acompañaba su hermana. Apenas la vi pensé: “Esa morena me encanta”. Ella estudiaba flauta traversa en la Orquesta Sinfónica Juvenil; de modo que la música siempre ha estado presente en nuestra vida. Duramos seis años de novios y fue ella quien me propuso matrimonio, el cual se aplazó por motivos económicos.
La relación entre la familia de mi esposa y la mía siempre ha sido muy buena. Cuando los conocí tuve gran acogida, pues era como el “amigo payaso”. En ese tiempo mi cuñado me daba clases de percusión en su casa y de paso Malenita y yo nos encontrábamos. Era la época de los apagones, en el gobierno de Gaviria. Fue muy divertido y me permitió consolidar la amistad, que pasó a ser con toda la familia; al punto de que a mi suegro lo llamo “campe” o “mijito” y a mi suegra le digo “gorda”. De hecho, adoro a mi suegra porque siempre apostó por mí, pues ¿qué mamá querría para su hija a alguien que pone música en un bar y hace dibujos? Por eso, uno de mis grandes logros fue convencer a mis padres de que yo sí podía vivir de la caricatura.
Ya he pasado veinte años dedicado a esta labor y, si de balances se trata, debo decir que he publicado seis libros de humor gráfico, todos con un contenido muy diferente al de la caricatura política que hago en el periódico. Soy dibujante satírico, hago más reflexión gráfica que humor, y eso se refleja en los nueve premios nacionales de periodismo que me han otorgado, los cuales me han servido para celebrar con los amigos que se sienten orgullosos de mi trabajo. Para darle forma a mis ideas y hacer los bocetos uso unas libretas pequeñas (llamadas Moleskines) y me acompaño de un radio transistor, que me ayuda a tener todos los sentidos dispuestos para la creación.
En mi producción no uso texto, soy mudo y dibujo en blanco y negro; es por esta razón que Matador me llama “el Chaplin de los caricaturistas”, en tanto que yo lo defino a él como “una máquina de hacer dibujos”, por su habilidad, inteligencia, sentido de la oportunidad y talento. Lo conocí hace doce años, también en la Feria del Libro, cuando él pasaba por uno de los corredores y me reconoció por una foto mía publicada en la revista SoHo. Con él tenemos un gusto en común: el Jack Daniel’s, que tal vez es lo único que nos tomamos en serio. Como ya dije, me gusta leer y mis autores favoritos son Bukowski y Fontanarrosa. En cuanto a mi legado, estoy tranquilo, pues Verónica Martínez, mi hija, de 28 años, también es artista y está haciendo exposiciones de sus dibujos de aves de humedal.