Ana Cristina Restrepo

ANA CRISTINA RESTREPO

Las Memorias conversadas® son historias de vida escritas en primera persona por Isa López Giraldo.

Soy una mujer de cincuenta y un años, mamá de tres hijos a quienes amo profundamente. Mi motivación principal es viajar por eso mantengo mi maleta empacada y lista. Me hace feliz conocer lugares nuevos, pero también visitar sitios a los que ya he ido para darles otra mirada, una distinta.

Amo mi carrera en el periodismo, aunque alguna vez pensé que me dedicaría a escribir pues es lo que más me gusta en la vida y es donde está mi corazón. Me gusta leer. En los entornos sociales prefiero escuchar y preguntar, porque soy callada.

Vivo profundamente agradecida con el universo. Soy atea, escéptica por naturaleza, no tengo ningún tipo de creencia religiosa pues el pensamiento mágico conmigo poco funciona.

ORÍGENES

RAMA PATERNA

Alberto Restrepo, mi abuelo, oriundo del oriente antioqueño, fue educado por jesuitas en el colegio San Ignacio y se hizo abogado. Fue un hombre de fuerte carácter, sus hijos lo recuerdan como un papá furioso.

Ester Arbeláez, mi abuela, de Rionegro, Antioquia, fue ama de casa. Tuvo dos hijas mujeres y cuatro hijos hombres de los cuales tres fueron supremamente necios, lo que la obligó a ser rigurosa y seria.

Mi abuelo buscó que todos sus hijos fueran profesionales incluso las mujeres, como Beatriz que fue filósofa y profesora de escuela.

CARLOS IGNACIO RESTREPO ARBELÁEZ

Carlos Ignacio Restrepo Arbeláez, mi papá, nació en Marinilla y estudió en el Colegio San Ignacio, luego Ingeniería Civil en la Escuela de Minas de la Universidad Nacional. Fue conservador, pero no retardatario, sino de mente abierta: en su biblioteca al lado de un libro de Nietzsche estaba la Biblia, al lado de uno de Schopenhauer la biografía del Papa. Se dedicó a la política. Tuvo varios cargos públicos: director de Planeación Municipal, secretario de Obras Públicas de Medellín.

Vivió en una casa enorme, preciosa, del barrio Buenos Aires de Medellín, aunque ahora es un hostal de mochileros. Recuerdo que en el segundo piso mi abuela tenía un busto del rostro de Jesús bañado en sangre, lo que nos asustaba de niños cuando debíamos subir por algo.

Fue muy necio junto a su hermano Bernardo. Por ejemplo, brincaban por el patio de atrás a robarse los mangos de las casas vecinas lo que enfurecía al abuelo.

Mi papá estrenó zapatos cuando comenzó a trabajar, pues siempre le tocaron heredados de sus hermanos mayores. Trabajó en una compañía de construcción, más adelante se independizó. En su negocio sufrió un robo continuado por parte de una persona de confianza lo que lo llevó a tener un revés económico hasta perderlo todo. La incondicionalidad del amor de mi mamá lo llevó a rodearlo, apoyarlo, respaldarlo.

Toda su vida quiso ser viejo, soñaba envejeciendo al lado de mi mamá, solo que se fumaba una cajetilla de Marlboro al día. A mis ocho años, cuando pedíamos una hamburguesa en Hardy’s y nos quedamos solos a la mesa, me dijo: “Hoy mismo dejo de fumar porque quiero conocer a tus hijos”. Murió a sus cincuenta y nueve años en el 2000.

RAMA MATERNA

La familia materna es de Sonsón, Antioquia. Aquí se conocieron mis bisabuelos, Alejandro Panesso y Teresa “Nanita”  Nanita Robledo. Alejandro era ebanista, hacía altares de iglesias como el de la gótica del Señor de las Misericordias, en el barrio Manrique de Medellín..

Tuvieron doce hijos, entre ellos Antonio Panesso Robledo, famoso en Colombia por sus columnas de opinión, lo reconocían como un sabio a tal grado que cuando llegó Internet dijeron: “Ahora hay Google, pero antes contábamos con Antonio”. Hizo parte de la mesa de Caracol, fue un importante columnista de varios periódicos y embajador en Israel. En mi biblioteca conservo la que fuera su máquina de escribir.

Pero también tuvieron a mi abuela, Maruja, la mujer más influyente de mi vida, mi gran paraguas. Ella siempre recordó la noche que pasaron en la Posada del Camino en el Alto de las Palmas, por el Aeropuerto, donde hoy hay otros desarrollos. La gente viajaba en mula, traían consigo los baúles que contenían sus pertenencias desde ropa, libros, entonces descansaban en la Posada. Mi abuelita se acuerda cuando el papá les señaló las luces de Medellín diciéndoles: “Miren, hijos, para allá vamos”. Era, por supuesto, un pueblo pequeño.

Mi abuela se casó con Gabriel Jiménez Fonnegra, abogado y tomador, por lo mismo muy ausente. Entonces mi abuelita trabajó muy duro para sacar a sus hijos adelante y hacerlos profesionales: fue contadora de un almacén de llantas, donde la recogíamos cuando terminaba su jornada. La recuerdo con su vestido muy bien puesto, carterita y zapatos de tacón.  

Mi abuelita Maruja fue una gran lectora. Me leyó cuentos y novelas de Agatha Christie como Muerte en el Nilo cuando yo tenía apenas cinco o siete años. Pero también fue escritora, El Colombiano le publicó un cuento en el suplemento Generación. Cuentan que después de esa “osadía”, hubo gente que en la iglesia evitaba sentarse junto a ella, pues no era bien visto que una mujer publicara o hiciera algo distinto a dedicarse a su esposo y a su familia.

Tuvieron cuatro hijos: Beatriz, mi otra mamá a quien le dije siempre Tiota, fue abogada de la Universidad de Antioquia donde fue alumna de Carlos Gaviria Díaz. Mi mamá Victoria Eugenia. David es profesor de literatura de la Universidad Nacional de Bogotá donde se jubiló, además poeta, se ganó el Premio Nacional de Poesía. Raúl, el menor, murió asesinado muy joven.

Mi abuelita murió de cáncer de riñón que le hizo metástasis en el cerebro. Recuerdo que cuando despertó de la operación que le practicaron en la cabeza, llegó a pensar que mi mamá era su mamá, pero a mí nunca me dejó de reconocer. Hasta el último día de su vida compartimos cuarto. Hacíamos la siesta juntas cuando murió.

Mi mamá tuvo dos mamás y por ende yo tuve dos abuelas maternas. Alguna vez la escuché decir: “A mí me tocó el peor dolor de todos, enterrar a dos mamás”. Porque, cuando mi abuelita Maruja estaba tan sobrecogida con la crianza de cuatro niños, su hermana Otilia le ofreció, gracias también al respaldo de su marido quien era notario, criar a Victoria.

Fue de esta manera como mi mamá recibió una educación y una formación distintas a la de sus hermanos, creció con comodidades: cuando se graduó del colegio tuvo carro, algo rarísimo para la época. Por eso se ganó que le dijeran: “La pinchadita de Maruja”: se mantenía como un postrecito perfecto.

Inicialmente estudió una carrera de señoritas, luego, casada con mi papá, se hizo bibliotecóloga y trabajó en el colegio San Ignacio de Loyola. Recuerdo verla llegar de mochila con sus compañeras de universidad para hacer proyectos en la terraza de la casa. Terminado el estudio, escuchaban música de Julio Iglesias, Abba, pero también cantaban y se divertían. Yo tenía siete años cuando ella se graduó, es más, me llevó a varias de sus clases en la Universidad de Antioquia: alguna vez, en plenos años setenta, nos tocó una manifestación en la que lanzaron piedras.

La primera biblioteca de vocación infantil de un colegio de niños, la abrió mi mamá en el San Ignacio. Mi mamá tuvo una premisa que le transmitió a los profesores: “No recibo niños castigados, porque la lectura no es un castigo”. Llevaba a la casa las novedades literarias de las que nos nutrimos mi hermano y yo disfrutando el olor de libro nuevo. Fuimos sus conejillos de indias para identificar qué podría gustarles más a los niños.

Cerró esta etapa de su vida cuando quedé en embarazo, pues decidió que en adelante leería solo para sus nietos.

Ha sido una mujer absolutamente hermosa, desde siempre. Estábamos en el Olaya cuando un señor, a la distancia, comenzó a tomarle fotos confundiéndola con Victoria Principal (famosa por el papel de Pamela, en la serie Dallas). No había lugar en que no se convirtiera en el centro de atención. Con ella siempre he tenido una relación muy dulce y amorosa, ni siquiera tuvimos conflictos en mi adolescencia.

SUS PADRES

Mi papá se ganó a mi mamá en franca lid, pues ella tenía otro novio. Fueron muy unidos, se acompañaron en todo. Él, un hombre de negocios que viajaba, pero que hacía todo lo posible por no dormir en otra ciudad porque extrañaba a mi mamá, no concebía dormir una sola noche sin ella. En caso dado viajaba con ella.

Antes de casarse, le envió a mi mamá una foto en la que está mi papá con Alejandro Echavarría y Hernán Trujillo, sus grandes amigos de juventud, la tomaron cuando viajaban y la acompañó con un mensaje: “Victoria, este es un recuerdo del día en que más te han amado en tu vida”. Se casaron el 7 de diciembre de 1968 en Medellín, en una ceremonia muy sobria.

En mi casa siempre hubo biblioteca, esta fue inmensa, gracias al aporte de mi mamá quien  leía ficción y mi papá, como yo, leía ensayos y biografías. Mi mamá nos educó en la importancia de la lectura como fuente de riqueza, de tranquilidad. En el ejemplo de mujer trabajadora e independiente en lo económico y sin temor a la dependencia en los afectos a mi papá, como era él del amor de ella. En el cuidado del otro: “Siempre estoy ahí por ti”.

Mi papá nunca perdió el asombro por la mujer con quien se casó y que conservó a su lado. Por su parte, mi mamá nunca se volvió a casar pese a quedar viuda tan joven y a ser una mujer tan hermosa.

INFANCIA

Nací en Medellín en 1970. Soy la hija menor de una pareja de esposos de una familia católica y con un referente de mujeres trabajadoras, quienes nunca se quejaron por hacerlo.

Crecí en La Palma, barrio del Occidente de Medellín de clase media. Me encantaba ir a la casa de mi abuela Maruja donde mi abuelito me cargaba en sus hombros para sacarme a pasear por el parque mientras me cantaba Muñequita linda: de cabellos de oro, de dientes de perla, labios de rubí… Mi otra abuelita materna, Otilia, murió cuando yo estaba muy chiquita.

Patinaba en la calle mientras mi hermano disfrutaba con su bicicleta, porque para ese momento no había riesgos de hacerlo, como sí ocurrió más adelante. En la cuadra tuvimos barrita, jugábamos hasta tarde.

Como mi papá tuvo el sueño del retorno a la montaña, compró una finca en Llano Grande donde organizaron novenas de Navidad, armaron pesebres tan grandes como los de las iglesias y convocaban a los niños de las veredas cercanas: hubo noches en que asistieron hasta doscientos. Su norma era que no se quemara pólvora. Mi papá rezaba la Novena, nos repartíamos los gozos, ofrecíamos dulces, hacíamos juegos para que buscaran al Niño Jesús y el 24 les dábamos regalos. Eran noches de villancicos, panderetas y maracas.

La misión de mi papá superaba la caridad cristiana, porque él no daba lo que le sobraba. Nos enseñaron a que el uno vive por el otro, que los seres humanos habitamos el planeta porque nos necesitamos y en la medida en que nos apoyamos podremos evolucionar. Por ser una familia tan católica, “tallados” nos llevaron a misa hasta los quince años, sin lugar a discusión.

A mis doce años mis papás viajaron a Miami para que mi papá se operara del fémur. Allí permanecieron un tiempo importante mientras nosotros nos quedamos con mi abuelita. Entonces en casetes les grabábamos reportes de lo que pasaba en la casa en su ausencia. Cuando regresaron me dieron el “Premio Simón Conito”, simulando los nacientes premios Simón Bolívar.

Mis primas Clara y Luchi Mesa, y Adriana Restrepo son mis primas más  adoradas, los grandes regalos que me trajo la sangre paterna. Después vendría Manuela Ceballos, mi primita menor y madrina de mi hija, el mejor ejemplo de inteligencia y amor para ella.

Ya más grande, cuando salía con amigos, nunca llegué a mi casa después de media noche, porque mi papá me protegía. Crecí en los ochenta, plena época de la violencia de Pablo Escobar. Sufrí la pérdida de amigas: a Mónica Acosta la mataron en el estallido de la bomba de   la plaza de toros La Macarena. Cuando ocurrió la masacre de Oporto, yo acababa de salir del lugar con mi novio para cumplir la hora de llegada a la casa impuesta por mi papá. Avanzábamos pocas cuadras cuando escuchamos en Caracol Radio que estaban matando gente en un bar. Al llegar a la casa encontré a mi papá sentado sollozando en la sala porque ese bar era del que yo acababa de salir. Ese fin de semana asistimos a siete velorios.

Debo confesar que mi abuelita Maruja me invitaba a quedarme en su casa, me autorizaba a recibir las serenatas de los pretendientes, a asistir a fiestas y a devolverme a la hora que quisiera. Sin importar mi hora de llegada, me recibía con comida: chocolatico con arepita caliente. Mi Tiota me llevaba a comprar ropa, me buscaba la pinta más hermosa para las fiestas. Mi mamá sabía de esto, pero mi papá nunca se enteró (o al menos eso creía yo).

En algún momento mi mamá y mi Tiota le regalaron a mi abuelita un viaje a Tierra Santa desde donde me envió postales hermosas con notas de amor. Regresaba con dos maletas, una con sus cosas y otra con regalos para mí y chocolates para los demás.

COLEGIO

Rompí la tradición de estudiar en el colegio San Ignacio, no porque no me gustara pues los jesuitas tienen un lugar muy importante en mi vida espiritual. [A1] 

Asistí al Marymount, colegio bilingüe, femenino, en el que hice la primera comunión. Recuerdo con cariño a mi profesora Amparito, quien nos nombró a todas sus alumnas damas de honor de su matrimonio. Mis papás me sacaron el año en que empezaron a cobrar bono.[A2]  Esto fue así por estar ellos en contra de ese sistema, entonces lo hicieron por principio: nunca les gustó el concepto de clubes o de grupos con marcas de exclusividad.

Me matricularon en San José de las Vegas (en Bogotá se llama Siervas de San José), de monjas españolas de pensamiento medio franquista. Los grupos de alumnas eran muy numerosos y yo estaba acostumbrada a cursos muy pequeños. También usaban la metodología de guías. Todo esto me generó una sacudida fuerte. Fui una estudiante promedio, solo  sobresaliente en inglés y español.

Tuve una presión muy fuerte al lado de Lucas, mi hermano, quien es un genio, inteligentísimo, brillante, el de las mejores notas, exigente con los profesores, aunque necio. Lo salvó su inteligencia… y el que mi mamá trabajara en su colegio. Lucas es neurólogo educado en los Estados Unidos, país del que nunca volvió cuando se fue a sus veinticuatro años.

Hice gimnasia olímpica por cinco años y entrené con la Selección Antioquia, pero nunca viajé a representarla. También estuve en clases de danza moderna  durante una década.

En octavo grado, tercero bachillerato para la época, se presentó una situación que cambió la historia del colegio y por ende la mía. Dos niñas entraron al salón de la profesora de geografía para copiar a mano las respuestas del examen que teníamos al día siguiente, pero sin percatarse de un error que habían cometido en esa tarea. La noche anterior a presentarlo, hubo una fiesta de cumpleaños a la que asistieron todas las compañeras del curso, excepto unas cuatro amigas. A mí no me dejaban salir en semana. Solo con un par de excepciones (las niñas que sí leyeron el examen), todas sacaron nueve con ocho coincidiendo en el mismo error.  

Las profesoras se dieron cuenta de la situación, pero ignoraron a quienes no habíamos participado, ni enteradas estábamos, y nos involucraron en el problema. Nos llamaron al aula múltiple para preguntar qué había pasado. Nos dejaron allí hasta la noche, sin agua, sin alimentos, insistiendo en su punto de delatar a las responsables.

La fila de papás afuera era eterna esperando por nosotras, hasta que por fin alguien asumió o delató (nunca lo supe en realidad). Ante esto las monjas decidieron que todas debíamos reprobar, pese a que nosotras no teníamos absolutamente nada qué ver con eso, pero no nos creyeron. Lo más grave fue que, sumado a esto, a todas nos pusieron falta en conducta, lo que implica unas consecuencias nefastas en nuestra hoja de vida como estudiantes que aspirábamos ingresar a la universidad, porque otra cosa muy distinta es tener una falta en disciplina.

Mis papás pidieron cita con la rectora, la Madre Aracelly, para reclamarle por aplicar castigos colectivos, algo propio de los nazis, improcedente desde todo punto de vista. Recibieron por respuesta: “Si no le gusta, bien pueda retírela del colegio”. Y así procedieron mis padres.

Fui aceptada en el colegio La Enseñanza gracias a mi tía Beatriz Restrepo: era muy difícil ser recibida en un buen colegio en mitad del bachillerato. Cursé noveno grado en el que me volví necia, rebelde, llena de furia, pero solo en la institución, no con mis padres. La madre Pastora Pimienta, que era muy brava, conmigo se portó de manera muy especial, me protegió, como también lo hizo María Cecilia Peña, profesora de cerámica.

En La Enseñanza hacían “El Juicio”, que consistía en que sentaban a las estudiantes frente a nueve profesores quienes nos decían que debíamos cambiar. A mí no me fue bien, me echaron del colegio por un incidente con Margarita Peña, profesora de geografía. En un momento dado ella me dijo delante de todas las compañeras: “En este salón no cabemos usted y yo”. Le contesté: “Pues ahí está la puerta”. Ella se retiró del salón en ese momento, pero finalmente fui yo  quien atravesó la puerta principal del colegio, echada y además con nota de expuslión escolar, lo que es gravísimo.

Después de ”El Juicio” llegué llorando a mi casa, no tenían el más mínimo aprecio por las estudiantes. En esa oportunidad nos expulsaron a cuatro, si mal no recuerdo. Por fortuna, aunque después de muchos años,  eliminaron esta práctica perversa.[A3] 

Durante ese año, la junta de padres de familia del San José de las Vegas decidió que el colegio no estaría más a cargo de religiosas  y nombraron rectora a María Luz González, quien me impactó de manera potente. Ella creció en la misma cuadra del barrio con mi papá. Cuando mi papá le pidió que me recibiera, María Luz le contestó: “A mí me hacen buena pedagoga las niñas difíciles”.

Desde el momento en que llegué al colegio, María Luz, quien nos llamaba cara’e miquitas a las alumnas, me dijo: “Le estoy dando una oportunidad, por favor, ¡gánesela!”. Ella fue muy estricta conmigo, lo que me sirvió muchísimo. Su lema era: “Duro en el fondo, suave en la forma”.

María Eugenia Yarce, mi profesora de Español y Literatura, como Luz Stella mi profesora de Ciencias, fueron también muy importantes en ese momento de mi vida como estudiante. Lo mejor que me queda del colegio es mi amiga del alma Ana María Henao Bernal.

UNIVERSIDAD PONTIFICIA BOLIVARIANA

En el ICFES me fue muy bien, por fortuna, y la orientación vocacional mostraba que debía estudiar Derecho, como mi adorada tía materna Beatriz Jiménez Panesso “Tiota”. “Tiota” era abogada, muy liberal y para mí la mujer más inteligente, me hizo sentir alguien muy importante y aprendí muchísimo cuando me pedía que le ayudara a calificar los exámenes de escogencia múltiple que presentaban sus alumnos de Derecho. Esto fue así hasta mis diecinueve años.

Dos abogadas: mi “Tiota” y Marta Elena Jaramillo Panesso (prima de mi madre) han sido, tal vez, las más poderosas influencias en mi pensamiento liberal.

Me presenté a la Facultad de Comunicación Social de la Universidad de Antioquia y en la Bolivariana, pasando en las dos. Pero, por la admiración que sentía por mi hermano, quien estudiaba medicina, decidí estudiar odontología, además podría estar cerca de él.

Me hubiera gustado estudiar en la Universidad de Antioquia, pero temía que por los paros se prolongara mucho mi carrera. La Bolivariana me guardó el cupo, por lo que me matriculé cuando, después de dos semestres, decidí cambiarme.

Estudiando periodismo en la Bolivariana me colé a las clases magníficas del maestro Juan José Hoyos en la de Universidad de Antioquia. En mi Universidad tuve profesores muy importantes a quienes admiro como Luz María Tobón, editora de El Mundo, una persona a quien agradezco su ejemplo de reportería y su exigencia: nos hacía cuestionar sobre todo. El profesor Gildardo Lotero era implacable en su rectitud con el idioma.

Disfruté de una época de grandes periodistas, aunque no fueron mis compañeros porque cuando yo llegaba, ellos se estaban graduando, como María Cristina “la Tata” Uribe, Félix de Bedout y Javier Rodríguez (radio cultural). Construí lazos de amistad con compañeras que, aunque no ejercen actualmente el periodismo, son personas maravillosas. Con Rafael Escobar, una persona muy importante en mi vida, ha sido un gran referente de resistencia, lealtad y amor. Con profesionales extraordinarios como Javier Mejía, quien dirigió la película Apocalipsur. Con Camilo Jiménez, quien ha sido editor de grandes revistas. Con Silvia Córdoba, productora de cine y escritora. Con Paula Jaramillo, relacionista pública. O Lina Moreno, una importante comunicadora empresarial, y Ana Cristina Vélez, gran académica y profesora.

En la Universidad nunca dudé en ser periodista, descarté Relaciones Públicas pese a que tuve un profesor maravilloso (Javier Álvarez Lozano), pues siempre me gustó la reportería.

EL COLOMBIANO

Siendo estudiante, profesores que trabajaban en El Colombiano (Juan José García Posada y Samuel Arango) me pidieron mi hoja de vida. Tuve que buscar una noticia y enviar la nota que me dio la entrada.

En El Colombiano trabajaron grandes íconos del periodismo colombiano. El periódico tuvo la Unidad de Derechos Humanos, la primera dedicada a estudiar casos muy delicados de violaciones al derecho internacional humanitario en los territorios. De ella hicieron parte Chucho Abad Colorado, Carlos Alberto Giraldo, Juan Carlos Pérez, Diana Lozada, Juan Gonzalo Betancur, bajo la guía de Ana Mercedes Gómez, quien en los años noventa tuvo una profunda visión en Derechos Humanos con lo que se ganó un Premio Simón Bolívar. Esta Unidad fue un hito en el periodismo colombiano.

Margarita Inés Restrepo Santamaría, hermana de Nicanor, estuvo a mi lado por muchos años marcando mi vida profesional desde el periódico. Su rigurosidad rayaba con la obsesión porque hacía verificaciones hasta con quince fuentes distintas. También fue una gran escritora, ganó premios Simón Bolívar. Además, como si fuera poco, Margarita fue un ser humano maravilloso.

Surgieron otra especie de maestras del periodismo que han guiado mi vida y que se convirtieron en mis amigas más amadas: Diana Losada, Beatriz Arango, Ana María Cano, Patricia Nieto y Claudia Morales. Ellas son excepcionales en su oficio, escritoras estupendas, almas iluminadas de la profesión. Soy un producto de la “formación ajena”, de personas que con su ejemplo y amor han hecho grandes cosas en mí.

Tengo un chat desde hace varios años con amigas periodistas, lo llamamos el Costurero Savia. Se llama así en honor a Savia,  una colección de crónicas del Grupo Argos. Sus editores fueron Ana María Cano y Héctor Rincón. Algunas cronistas escribimos en ella sobre la botánica en Colombia. Hacemos parte del chat Patricia Nieto, Ana María Cano, Beatriz Mesa, Piedad Bonnett, Nora Cardona (científica) y yo.

EXPERIENCIA EN FILADELFIA Y MONTREAL

Más adelante viajé con mi hermano a los Estados Unidos para estudiar inglés. En un momento dado Lucas se fue para otra parte y yo me quedé con un grupo de coreanas en Filadelfia.

Luego viajé a Montreal. Mientras estudiaba francés, trabajé cuidando los niños de una colombiana y un canadiense: Kenny, de ocho años, y Nathy de seis. Los dos adoptados. Nathy siempre soñó con trabajar el Circo del Sol, entonces jugábamos con lo que yo había  aprendido en Gimnasia Olímpica.

REGRESO A COLOMBIA

A mi regreso al país fue recibida nuevamente en El Colombiano para luego hacer una especialización en Periodismo Urbano. Trabajé en varias secciones: cultural, internacional, nacional y en asuntos de ciudad.

VIDA SENTIMENTAL

El médico Álvaro Jaramillo fue mi novio cuando entré a El Colombiano. Me propuso matrimonio, me invitó a que viviéramos en Bogotá y luego terminó la relación de forma intempestiva cuando yo ya le había contado a todos. Fue la única vez que vi llorar a mi papá como extensión a las lágrimas que yo derramé.

Mi primer novio fue muy celoso. Esta fue una relación tóxica. Alguna vez en una finca fui a cambiarme a un cuarto. En ese momento un amigo de mi novio entró, se me acercó y quiso tocarme. Forcejeamos, pero nadie escuchaba mis gritos. Hoy es un “respetable empresario”. De repente entró mi novio, pelearon y dijo: “¡Para que aprendás a no tocar lo que no es tuyo!”.

A partir de ahí empecé a tomar todo con muchísima más reserva. Con los años alguien me dijo que me había salvado de un matrimonio con quien padece celotipia y quien tiene restricción para acercarse a quien fuera su pareja. [A4] 

Cuando regresé de Canadá, conocí al médico Andrés Borrero, un novio con quien tuve una relación de muchos años. Cuando salíamos con sus hijas, la gente pensaba que yo era otra de ellas por la cercanía que teníamos en edad. Recibí una lección importante de mi papá, pude ver lo abierto que era para valorar mi tranquilidad sentimental. Nunca lo saludó, lo respetaba pero no lo aceptaba, por tratarse de una persona mayor y separada. A mis veintiséis años le pedí a mi papá el regalo más costoso de toda la vida: que lo quisiera, que lo aceptara, e hizo el esfuerzo. Hicimos el encuentro de novios, pero no nos fue bien, se fue a ver el partido del Medellín y cantaba sus goles mientras yo respondía los talleres. Pero el gran problema fue otro y la relación se acabó, sin que tenga nada malo qué decir de él ni de sus hijas, por el contrario, le debo gratitud y admiración, ha sido el médico de mis hijos y los ha atendido en graves emergencias con una generosidad y amor indefinibles.

MATRIMONIO

Como mencioné, mi papá no quiso a mis novios, los saludaba con dificultad y evitaba mirarlos. Pero cuando conoció a Jerry, mi esposo, lo adoró y me dijo: “Este gringo está tragao de usted”.

Me encontraba en El Colombiano cuando mi secretaria me dijo: “Anita, abajo hay dos gigantes preguntando por usted”. En ese momento recibí llamada de Diana Losada, entonces periodista de El Tiempo, quien me dijo: “Anita, se me había olvidado decirte que hoy te van a buscar dos ingleses que necesitan una traductora y alguien que le tienda puentes con terceros para sus reportajes”. Jerry quería hacer un trabajo sobre Pablo Escobar y se había entrevistado con Diana quien lo refirió a mí.

Su mejor amigo, Douglas Glenn, quien lo acompañaba, me llamó más tarde a invitarme a bailar salsa. Tres días después me invitó a Cali. Ante la insistencia hablé con Jerry y le dejé claro que yo tenía novio. Luego Diana me llamó a comentarme que Jerry estaba preguntando por mí.

Los dos cubrimos el terremoto del Eje Cafetero en Armenia. Y en la medida en que trabajábamos nos fuimos interesando en el otro.

LA MARÍA

Liberaron a los secuestrados de La María. Recuerdo que llegaron con capuchas impermeables. Vi a una señora muy linda, ilusionada por reunirse con sus hijas y su esposo que la esperaban con flores. Una vez salió, la señora me dijo: “No hay problema, hablamos ahora”. Decidí respetar ese momento tan íntimo con su familia, pero una periodista, muy conocida hoy, se le acercó a entrevistarla y la haló del impermeable, pese a que le pedí que no lo hiciera. Me empujó y siguió adelante con esa forma de hacer periodismo.

TERREMOTO EJE CAFETERO

Me encontraba sentada en el Bar Benitín (restaurante del periódico El Colombiano) con Martha Hoyos, periodista económica, y Margarita Inés Restrepo, cuando bajó Ana Mercedes Gómez a decirme: “Ana Cristina, ¿tiene cepillo de dientes en su bolso? Porque se va ya para Armenia”. Me monté en un carro con lo que tenía puesto, sin empacar nada.

Imposible describir lo que vi en Armenia.  La primera noche fuimos a dormir a un hotel en Pereira. Viajé con un fotógrafo  quien me dijo: “Ana, mira tu pared”. Cabía mi mano en la fractura hecha por el terremoto y por las réplicas, entonces decidimos dormir en un parque.

Aquí también, otra periodista de cadena nacional se acercó a la Cruz Roja a pedir sánduches. Nuevamente: formas inexcusables de ejercer la profesión.

Fueron semanas de trabajo intenso. Presencié operaciones de rescate que me hicieron ver cuerpos destruidos, el coliseo con cadáveres, la ciudad oliendo a muerte, calles que no podían recorrerse por el riesgo de que se cayeran las fachadas y los balcones. Pero también vi cosas hermosas como a los noruegos trabajando en rescates, de humanos y mascotas, con perros.

Conservo en la mesa principal de mi sala un libro de Pablo Picasso que quedó tirado en una calle. Está completamente destruido. En su interior estaba una tarjeta de oficina. Llamé, pero nunca contestó nadie. En mayo de 2021, en plena pandemia,  el primer piso de mi casa quedó casi perdido por una avalancha de lodo  y encontré el libro flotando: una vez más sobrevivió a una tragedia. Es una memoria de dolor que me recuerda que en cualquier momento podría perderlo todo.

MATRIMONIO

A los tres meses de salir con Jerry, me propuso matrimonio, viajamos a conocer a su familia (su padre, Patrick, y yo sí fuimos “amor a primera vista”: lo adoré desde que lo conocí y él fue muy especial conmigo siempre) y conformé con él una familia que ya cuenta veintidós años. Jerry es un hombre maravilloso, padre cariñoso y responsable, con un sentido del humor implacable, supremamente inteligente, exmilitar del ejército británico y ¡físicamente guapísimo!. Como profesionales entendemos muy bien nuestras dinámicas. Ama a Colombia y cada amanecer repite: “Otro día en el paraíso”.

RENUNCIA A EL COLOMBIANO

Después de vivir tan fuertes experiencias decidí renunciar al periódico, pero también porque los horarios eran extenuantes: durante una década no conocí el sol, jamás salí de día de la sala de redacción y fueron muchos los meses en que no disfruté un solo fin de semana.

Reflexioné sobre mis prioridades, sobre lo que había hecho mi marido al dejar su tierra y a los suyos. No debía dejarlo solo. Pensé en buscar el periodismo independiente, como el suyo, aunque terminé dictando clases en preescolar del colegio Cumbres, de los legionarios de Cristo. Enseñé por cuatro años y me retiré cuando supe que el padre Marcial Maciel, en México, era un acosador de niños. El padre Patricio Cerda, quien nos casó, chileno, hizo parte del grupo de investigación que lo desenmascaró.

DOLOROSA DESPEDIDA

Cuando pasábamos, Jerry y yo, la luna de miel en Tierra Santa y estando en Jerusalén, una noche tuve un pesadilla muy fuerte, espantosa, que me despertó agitada. Soñé que mi papá se había muerto mientras dormía. Soñé que Jesús se había sentado a mi lado y acariciándome me decía: “Todo va a estar bien”.

Me casé por la Iglesia en abril del año 2000 y mi papá murió en agosto. Me había prometido hacerme una cama para que tuviera en el cuarto de la finca, pues él era carpintero. La terminó, le incumplieron con el colchón entonces fue en su carro por él, lo subió al techo haciéndonos pasar un ridículo colectivo. Me mostró por la ventana lo que estaba haciendo y un teléfono celular que había comprado para llamarme (entonces los celulares eran un producto más bien escaso).

A media noche de ese día timbró el teléfono de mi casa. Le dije a mi esposo: “¡Algo le pasó a mi papá!”. Era mi mamá quien me dijo: “Mi amor, el papá está maluco. Sube a la clínica Somer, de Rionegro”. Yo temblaba, temía lo peor. Llegamos por Urgencias y quien nos recibió del personal médico dijo: “Ah, ese señor llegó muerto”.

Una curiosidad es que mi papá, cuando fue a comprar las tablas para mi cama, no pudo pagarlas porque no tenía efectivo, entonces no era frecuente que los negocios tuvieran datáfonos, las tarjetas débito eran una novedad, entonces le dijo al señor: “FiámeFiame las tablas que la única manera de no pagártelas es si me muero esta noche”. Una semana más tarde, fui con mi mamá a pagarle las tablas al señor de la madera quien preguntó por él. Lo velamos en la finca, esperando a que mi hermano llegara de los Estados Unidos. Darle la noticia fue algo muy duro, quizás lo más difícil de la existencia. En la mesita de noche junto a mi cama guardo un mechoncito de pelo que le corté en la clínica antes de que se lo llevaran, pensando en que algún día lo pueda clonar.

Mi mamá siempre pensó que lo hubiera podido salvar, siente que se demoró en llevarlo a la clínica, pero fue un infarto fulminante así que de ninguna manera se hubiera salvado. Lo extraño es que esa semana se había hecho una prueba de esfuerzo que había salido perfecta.

Si bien no llegó a viejo tuvo una muerte bellísima: junto a la mujer que amaba, después de escuchar el preludio para Chelo de Bach, su música preferida, de comer salchichón con limón, su pasabocas favorito, y en la finca, su lugar en el mundo: la muerte de los justos

HIJOS

Tuve un embarazo de trillizos. Uno de los bebés puso en riesgo el embarazo. El obstetra nos explicó que por el altísimo riesgo, el embarazo podría no salir bien. Era la semana nueve y uno de ellos no se estaba desarrollando y ponía en riesgo a sus hermanos.

Corría el año 2003 cuando no era legal el aborto en Colombia. Mi mamá, tan católica, me aconsejó al decirme que hiciera lo que yo considerara mejor, tal como me dijo mi esposo. Llegué a preguntar por el “funeral”, pero el médico me explicó que se trataba de un feto. En medio de mi profundo dolor por la pérdida, nacieron mis mellizos Marcus y Cyprian.. De aquí nace mi reflexión sobre el embarazo y el aborto, desde una posición privilegiada.

Fui mamá canguro de Cyprian, pues sufrió neumonía al mes de nacido. Jerry ha sido un gran papá: trasnochó con ellos, les cambió los pañales, estuvo siempre pendiente y participativo.

En las noches hice “sopa de bebés” en la bañera de la casa junto con los de las amigas que aparecieran a esa hora. Llegaron a ser seis chapuceando en el agua.

Desde entonces Emilce Guerra, una mujer y madre de Yolombó, ha trabajado en mi casa y cuidado de mis hijos con infinito amor.

El obstetra me advirtió sobre mi peso, pues llegué a estar por debajo de los cincuenta kilos. A los dieciocho meses de dar a luz me vio con “la cara repuestica” y me adivinó mi segundo embarazo, el de Gabriela, cuando ya tenía cinco meses de gestación. Gabriela fue la primera mujer en la familia de Jerry, lo que la convirtió en un centro de afectos y atenciones especiales.

Mis hijos estudiaron en el Colegio Alemán dado el origen de Christa, la madrastra de mi esposo. A sus egresados los he reconocido por su pensamiento crítico, lo que me animó aún más a matricularlos allí. El colegio le da un manejo perfecto a todas las situaciones, también al acoso escolar que surge por parte de los estudiantes, como lo vivimos.

Comencé mi maestría en EAFIT en las noche,s estando los niños muy pequeños. Poco después inicié a trabajar en periodismo independiente. Recuerdo la situación que se generó cuando Álvaro Uribe comenzó a dar conferencias de liderazgo en colegios.  Llamé a la Asociación de padres del Colegio Alemán para hacerlos reflexionar sobre el tema. Hice  de propuestas, ninguna de ellas buscaba silenciar al expresidente: Ponerle un interlocutor a Uribe para que tuviera con quien conversar, alguien de la talla de Carlos Gaviria Díaz o de Iván Marulanda (a ambos les hice la propuesta y ambos accedieron sin poner condiciones) . La segunda es que diera la conferencia y luego lo hiciera Carlos Gaviria, quien era abuelo del colegio.

Más o menos diez parejas de padres firmamos una carta con esas peticiones, pero las rechazaron. Nuestra única victoria fue lograr que no se diera esa conferencia de adoctrinamiento  en horas de clase de los estudiantes. Fui a la Embajada alemana en Bogotá a protestar, les dije: “No puedo creer que después de lo que han vivido en Alemania, de su historia, permitan que este señor se presente en el colegio a dar una conferencia”. Me dijeron, palabras más, palabras menos: “La junta de padres tiene todo en las manos”.

Me presenté con mi esposo a cubrir la conferencia con la advertencia de mi esposo  de que sería linchada. Al llegar casi no me dejan entrar, me requisaron como si fuera una delincuente, entonces les dije: “Señores, si vamos a medir las posibilidades de ingreso por presencia en este colegio, de todos los padres de familia presentes, la mía es de las superiores pues tengo tres hijos estudiando acá”.

Una vez en la charla y antes de que ingresara Uribe, apagaron las luces y me dirigieron un reflector para esculcar mi bolso delante de todo el auditorio y descartar que tuviera un grabadora (o quién sabe qué creían que cargaría conmigo). Todo esto en medio de la indignación de Jerry. Nos sentamos en las graderías y la Policía bajó a hacer esa segunda requisa pública y con reflector.

Saqué la grabadora que había escondido en mis botas, grabé a Uribe y el 18 de agosto de 2012 escribí para El Espectador Cátedra Uribista (ver en: https://www.elespectador.com/politica/catedra-uribista-article-368547/) . Me llamó un supuesto abogado en nombre de la Asociación de padres aduciendo que yo no tenía derecho de publicar. Mi amigo abogado Álvaro Mejía (QEPD) me defendió y me dijo: “Aquí no hay un caso”.

Publiqué una primera columna en El Colombiano, la primera contra las ideas de Uribe, en un círculo uribista. Esto dio un giro a mi carrera. Por otro lado, a mis hijos les tocó asumir cosas muy fuertes como que les dijeran que “la mamá es guerrillera” pues Raúl Tamayo, familiar de los dueños de El Colombiano y hoy columnista de ese diario, escribió  en el periódico que yo era “activista de la guerrilla”. Les enseñamos a responder: “Mi mamá no es guerrillera, solo piensa distinto, y está bien hacerlo”. Porque nosotros usamos la palabra y no la fuerza física.

Los niños se graduaron durante la pandemia y viajaron al exterior junto con Gabriela. Ya ninguno vive en Colombia.

PERIODISMO INDEPENDIENTE

Me convertí en columnista de El Colombiano. Envié un artículo a un suplemento del periódico, indignada por una publicidad machista que vi en la calle sobre una cerveza. Y fue publicado. El editor de opinión del periódico me dijo que lo había leído y me invitó a escribir, para publicar los miércoles. Me enteré de que habían sacado al maestro Javier Darío Restrepo y la columna que me daban era la suya, esto me significó un peso y un compromiso enormes.

Sin dejar El Colombiano, un año después empecé la columna quincenal en El Espectador.

Yo había trabajado diez años en la emisora de la Cámara de Comercio de Medellín con mis programas culturales Página en blanco y Líneas de la mano, formato muy distinto a la radio comercial. Y en el 2016 Carlos Arturo Gallego, de Caracol Televisión, me invitó como panelista de Blu Radio para trabajar en la emisión local y dos años después en el segmento que dirige Camila Zuluaga. Inicialmente pensé que Gallego esperaba que le refiriera a alguien y le dije que pensaría en nombres, pero entonces él me aclaró que me buscaba a mí.

Al comienzo tuve que trabajar intensamente en mi voz pues mi registro es muy suave, no soy agresiva para hablar en altos decibeles ni cuando otros discuten. No tengo la “actitud confrontacional”, pero me han respetado el estilo.

Siempre soñé mi vida escribiendo, nunca pensé que trabajaría en radio (a pesar de que toda mi vida he sido radio escucha). De los trabajos que más he disfrutado en mi vida fue el que tuve en la revista de la Universidad de Antioquia escribiendo perfiles. Con el de Carlos Gaviria Díaz gané el Premio Simón Bolívar. Mi editor fue el poeta Elkin Restrepo, uno de los grandes, aprendí enormemente de él, vivo muy agradecida por su guía, por su acompañamiento. Después escribí para la Editorial Planeta El Hereje Carlos Carlos Gaviria, editado por Andrés Grillo, con  un capítulo escrito por el hoy magistrado auxiliar de la Corte Constitucional, Santiago Pardo.

He sido coautora de siete libros de crónicas. Página en blanco  es mi libro basado en el programa radial de entrevistas.

En la reciente Feria del Libro de Bogotá acabo de presentar una antología de mis columnas publicadas en El Colombiano y El Espectador: Autorretrato alegoría del periodismo, editado por Sílaba Editores con la mirada prodigiosa de Lucía Donadio.

Mi sueño es escribir, sentarme a leer frente al mar.