ANDRÉS CALLE NOREÑA
Las memorias conversadas son historias de vida escritas en primera persona por Isa López Giraldo.
Soy huérfano, de pueblo, crítico de las tribus y de lo gregario, un sazky, contador de cuentos, buen escucha, lector y escritor, observador curiosísimo, un profesor gris porque no me alcanza para maestro.
Acompaño y guio moribundos. Tengo adentro un niño alegre que quiere ser grande. Para mí la vida es estética. Quiero ser un sembrador de montes. Soy practicante de la religión de la hospitalidad. Oficiante de signos. Coleccionista de palabras. Media nona. Especiero. Ciudadano en ejercicio. Escucha predilecto del chelo. Reconocedor tardío del arte abstracto.
ORÍGENES
RAMA MATERNA
Asunción Madrigal, mi tatarabuela, fue una mujer de gran carácter, sencilla, ignorante, pero inteligente. Esposa de un minero rico y madre de varias religiosas, un hijo sacerdote, otro que fue al seminario y otro que se hizo obispo. Su casa existe, con los años se convirtió en un convento que tenía por nombre Patio de Brujas en Santa Rosa de Osos. Jesús María Martínez, mi tatarabuelo, venía de Santa Fe de Antioquia.
María Balvanera Martínez Madrigal, mi bisabuela, a quien conocí, fue una mujer muy bella, dulce, bondadosa, fervorosa. Sus padres fueron muy importantes en el pueblo. Ella tuvo una hermana soltera que era muy mandona. Le decían la virgen del Rosario porque siempre estaba cargando un niño. Tuvo dieciséis partos, de los que vivieron seis hijos. Al enviudar quedó dependiente de su hermano obispo lo que hizo que lleva una vida menguada.
Agustín Muñoz Upegui,mi bisabuelo,fue un hombre muy buen mozo, maestro con alguna prestancia de Carolina del Príncipe. Heredó la maldición de un cura. Resulta que su papá, Abelardo Muñoz, en compañía de otros feligreses, generó una carta, motivada por un mal comportamiento de un sacerdote, para quejarse ante el obispo de Santa Fe de Antioquia. Don Abelardo fue encomendado de llevar la carta, pero el cura salió al camino y le dijo: “Usted se va, pero no vuelve”. En el trayecto se despeñó la mula y nunca encontraron el cuerpo. De la maldición se supo por habladurías del pueblo, era gravísimo portar esa carta, fue la muerte anunciada. En adelante la familia ha sufrido un sino a consecuencia de esta maldición.
Agustín en un momento dado se enfermó de fríos y fiebres. El hermano de su esposa, mi bisabuela Balvanera, que era cura, vivía en Sopetrán, que es tierra caliente, lo invitó a que se fuera para allá en busca de alivio. Así viajó para temperar, pero fue víctima de la maldición del cura. Había dejado a su mujer con los hijos, y murió a causa de la enfermedad. Fue enterrado en el lugar. Cuando trasladaron al cuñado sacerdote, nunca se volvió a saber de su tumba.
Agustín tuvo una hermana, Crescencia, madre de unas niñas muy bonitas y cultas que nunca se casaron porque la mamá era loca. Se riega la maldición del cura. También dos hermanos, Leonardo y Alfredo, que fueron calaveras, llevaron mala vida, se casaron mal y sufrieron en condiciones lamentables hasta la muerte. A uno de ellos lo tuvieron que enterrar en cualquier rincón de un cementerio, sin que se pudiera identificar nunca.
Francisco María Simón Aldemar, abuelo paterno de mi mamá, fue un hombre querido y bueno, bien parecido. Un día cualquiera se fue para misa y, cuando fue a comulgar, le robaron su sombrero. Le pareció indignante que en la casa de Dios ocurrieran estas cosas, entonces le dio una furia tan grande que se murió de infarto fulminante.
Deyanira, Mima, mi abuela, es mi personaje preferido. Si yo quiero a alguien en la vida es a ella, antes que Edipo yo tengo abuela. Una mujer maravillosa, nacida en 1904, muy pretendida, la adornaba una simpatía que era con moderación. Fue la hija mayor de Balvanera, a quien le decían Bellanira, por hermosa. Si bien era vanidosa, no era superflua. Fue una gran lectora, de brillante memoria, piadosa que rezaba oraciones muy hermosas, con dichos del Quijote. Tuvo muy bella letra. Mima, un poco, cambió la suerte de la familia.
Su tío obispo le pagó estudios en Medellín, se hizo maestra en 1920. Fue la única que no estudió en su casa, sino en la Normal antioqueña de señoritas donde había estudiado la Madre Laura. Ellas dos fueron las primeras mujeres maestras de Antioquia y de las pocas en el país para ese momento. Fueron un núcleo de mujeres importantísimas. Años más tarde mi abuela vivió en el convento con la Madre Laura para trabajar con ella siendo laica.
De Santa Fe de Antioquia se fue para Santa Rosa de Osos donde el señor obispo, Maximiliano Crespo, era de Popayán. Viajó con sus dos sobrinos huérfanos, Rosita y Sebastián Cajiao Crespo. Pertenecieron ellos a una familia muy prestante. Un dato curioso es que conservan el corazón del obispo en una urna con formol.
Cuando Sebastián conoció a Bellanira le prometió matrimonio. Pero tuvo que viajar a Popayán para atender temas de su herencia de sus padres y en el viaje murió ahogado en el río Palacé.
Mima tuvo otros pretendientes hasta conocer a quien se convirtió en su marido, mi abuelo Martín Noreña, un joven muy bien plantado e inteligente de Marinilla. Estudió en Medellín en el Liceo Antioqueño, luego medicina en la Universidad de Antioquia.
Fue hijo de un tendero quien también era músico, interpretaba el clarinete. Tuvo una colección de gramática latina con exlibris, lo que habla muy bien de su educación. Pero él, como lo hizo su padre, fue músico que interpretó el clarinete, que soñó con ser director de orquesta y que escuchaba música dirigiendo con las batutas que le regalamos. Mientras estudió, su hermano lo sostuvo, cuando se graduó, el sostuvo a su hermano para que estudiara. Los dos fueron médicos.
Martín tuvo un tío que vivió en Anorí donde había minas de oro, también en Segovia y Remedios. Allí trabajó su tesis sobre el paludismo y produjo un remedio, porque fue investigador.
Antes de casarse Mima trabajó para sostener a su mamá que ya era viuda, lo hizo como educadora viviendo bajo los mandatos de las mujeres solteras y maestras. Debían tener el mejor comportamiento, no podían fumar, ni asistir a bailes porque se tenían que consagrar. Consiguió trabajo en San Pedro de los Milagros, lo que la llevó a vivir un año con la Madre Laura quien protegía jóvenes que querían ser misioneras. Se casó a los veintitrés años, en 1927, y su esposo fue el último médico de la Madre Laura. La Madre Laura no la tuvo fácil porque la tenían por loca y por desorientadora de las mujeres.
Durante el último año de noviazgo se escribieron carta diaria, tenemos trescientos sesenta y cinco muy bien guardadas. Este par de novios trabajó por tres años mientras lograban estabilidad económica antes de casarse e instalarse en Medellín, lo que ocurrió en 1928, cuatro años después de que muriera don Agustín.
Mi abuela se casó vestida de negro en Santa Rosa de Osos en la Capilla de la Humildad, que es muy linda. Conformó un hogar muy hermoso, pues eran cultos y tuvieron un muy buen modo de vida. Tuvo cinco hijos y dos de ellos calaveras: Rafael, Lucía, Mario, Jorge y Martín.
Jorge fue simpático, inteligente, buen bailarín, bajito, pero buen mozo. También se casó mal, dio tumbos toda la vida. El papá lo había conminado cuando le dijo que, si bien era inteligente, su inteligencia era de la mala. Murió solo, pobre y en muy malas condiciones personales.
El mayor fue muy buen muchacho, bondadoso, virtuoso, amable, pero, cuando su hermano se casó, dijo: “Jorge se tiró la familia”. Y como la lengua es el azote, se enredó también con una señora que no le convenía y llevó mala vida.
Cuando mi abuela y mi mamá, tan hermosas, bien puestas y cultas, se fueron a conocer a la mujer de Rafael, volvieron de la visita, mi abuela con un ruido en el oído, y a mi mamá se le fue la voz ocho días. Nuevamente, la maldición del cura.
Laura, mi mamá, fue el sol de su casa, la niña del doctor Noreña e hija de Deyanira, heredera de la belleza de mi abuela. Tuvo cinco hijos varones, y alguna vez dijo: “Prefiero no haber tenido hijas, a haberlas tenido feas”.
Se educó en colegio de monjas, fue excelente estudiante del colegio La Enseñanza. Cuenta que sus amigas se empezaron a casar aún sin graduarse y ella, que era bonita y muy pretendida, lo hizo a los veintiséis.
Mis abuelos la llevaban a la casa de Ascensión Madrigal, Patio de Brujas, para pasar vacaciones. Como era una muy linda niña de ciudad, en el pueblo llamaba la atención. Cuando tenía cinco o seis años, mi papá la vio por primera vez teniendo él nueve. Se conocieron y reconocieron toda la vida.
Mi papá tenía una hermana de la edad de mi mamá, entonces mi abuela le mandó a preguntar a Deyanira si estaba dispuesta a prestarle un vestido de la niña porque quería copiarlo para su hija. Mi papá fue por él y ahí se conocieron.
RAMA PATERNA
Rosalía Vieira, mi tatarabuela, fue madre de dos hijos, murió en 1927 de noventa años. Venimos de ese útero que es su casa que aún hoy existe y que es nuestra matriz.
Mi abuela proviene de una familia con tristezas, porque fue huérfana. Murió a sus cuarenta y cinco años dando a luz cuando mi papá tenía catorce años. Mi papá fue el séptimo de doce hijos, el sexto después de cinco años de la hermana inmediatamente anterior. Pero ella supo de esa niña hermosa que luego se convertiría en esposa de su hijo, que la habría hecho muy feliz.
MATRIMONIO DE SUS PADRES
Cuando mi padre fue a pedir la mano de mi mamá, mi abuelo le dijo: “Usted no se puede casar con ella a menos que se comprometa a tenerla en una vitrina de cristal, en ese caso sí se la entrego”.
Alguna vez mi mamá visitó a sus cuñadas. Al entrar a un baño, escuchó a las amigas de mis tías que estaban diciendo: “¿Esta boba qué le daría a Darío que nosotros no pudimos?”. Hizo un té para mostrarle a sus futuras cuñadas el ajuar y ellas no pararon de llorar, estaban tristísimas porque le iban a quitar a su niño mimado.
Se casaron con el tío obispo y once curas más. A mi mamá le copiaron el vestido de Grace Kelly. Tuvo el ramo más hermoso. A mi papá lo enterramos en la misma iglesia donde se casaron, entonces mi mamá volvió a entrar con él, pero en esta ocasión él iba ya en el féretro vestido de claveles blancos, sus preferidos. Al momento de dar la paz, desbaratamos el ramo y repartimos los claveles. La familia de mi papá absorbió por entero a mi mamá, porque fueron mis padres los hijos queridos de sus dos casas.
Tuvieron cinco hijos, soy del grupo de los tres mayores, y con todos tengo excelentes relaciones.
INFANCIA
Vivimos en Medellín en una casa junto al Museo Zea, de Botero, cuando los cuatro abuelos de mi mamá vivían en Santa Rosa de Osos. Entonces, se me considera paisa, sin serlo, pues mi crianza y mis miedos son de pueblo, de campesino: miedo al viento, a las mariposas negras, a las brujas. Estos no son miedos de gente citadina, pues en las ciudades tienen rejas, alarmas, porteros en los edificios. Diecisiete años después, cuando estuve viviendo en Londres, me sentaba a pensar en qué daba miedo estando ahí, quería sentirlo, experimentarlo.
Desde mis seis años viví en la casa de mis abuelos maternos, lo que hizo que mi abuela materna se convirtiera en mi personaje favorito, ella fue una maestra que ejerció durante seis años antes de casarse, trabajó con la Madre Laura. Pero el pueblo siempre fue mi felicidad, aún hoy me tropiezo con la gente y abruptamente me detengo ante los carros porque no me acostumbré, sino que viví en lugar sin carros, sin semáforos. Los que se atravesaban eran los animales.
Mi papá vino dos años después. Buscó ubicarse a las afueras de la ciudad, pues consideraba que no estábamos preparados para vivir en el centro. Mis tías vivían en el barrio Prado, mientras que nosotros llegamos a El Poblado, hoy muy reconocido, no así hace cincuenta años, pues se consideraba una zona rural. Contaba con unas casas republicanas hermosísimas, con varios patios y baños de inmersión. Nuestra casa tenía pesebrera, antejardín y cualquier número de animales. Fue construida para el gerente de una empresa suiza, Brown Boveri, con especificaciones precisas, tenía chimenea cuando en Medellín no se usa.
Mi infancia fue mi seguro de vida, me ahorraron el psicoanálisis. Cuando tenía dificultades, visitaba a mis abuelos. Ellos tenían también una casa inmensa, con sótano, solar, tres patios, terraza y balcón. Desde niño aprendí a vivir lejos de mis padres, a tener autonomía, no puedo decir que a vencer los miedos, pues nunca los sentí ni viviendo en una casa que era oscura.
Mi abuelo, Martín Noreña, médico que gozó de gran prestigio y enorme capital cultural, en su etapa de retiro creó un mundo propio como lo es la música. Al escucharla en el amplísimo salón, en su imaginario dirigía la orquesta. Esta fue una afición que le heredé. Por su parte, no tuve una abuela convencional, pues no solía consentir a sus nietos, pero sí era dulce, tenía una sonrisa exquisita, y usaba dichos de el Quijote.
Llevaron los dos un estilo de vida monacal, dedicaban horas en sitios específicos de la casa que dedicaban a la oración, para leer las vidas de los santos. Mi abuela no era una beata, sino reflexiva, culta. Los dos tuvieron mucho mundo, pese a que nunca salieron del país. Hablaban de arte, literatura, música. Ese fue el universo que me correspondió a su lado.
Cuando mis abuelos murieron la vida me cambió, luego mi papá se quedó sin trabajo y esto coincidió con que perdí el año en el colegio. Estaba iniciando mi adolescencia, entonces pensaba que la vida era ingrata, que no tiene sentido. Empecé a chocar con el mundo, a ser crítico de mis profesores, la casa se volvió un campo de batalla, pues quise llevar la contraria, hacer todo lo que fuera distinto, contradecir por contradecir. Por ejemplo, quise tener una boa de mascota, me la alistaron, a diario debía alimentarla con una rata viva. Me parecía maravilloso tenerla, solo por fastidiar.
VOCACIÓN
Mi vocación es ser maestro. Sergio, mi hermano mayor, para mí era el sol que más alumbra. A mis nueve años, cuando él terminaba su bachillerato le pedí que me permitiera acompañarlo a hacer alfabetización. Como no era posible, le solicité a unas monjas que me prestaran su patio para dictar clases a niños de la zona. Fue de esta manera como monté mi propia escuela que mantuve durante cuatro años.
Para llegar a ella, salía de Medellín, pasaba por Envigado, para finalmente llegar a Sabaneta. Alcancé a tener cuarenta estudiantes, un poco menores a mí, a quienes les enseñaba lo que yo veía entre semana. Llevaba invitados especiales, es decir, compañeros de mis clases, aunque ellos no soportaban más de dos o tres sábados. El último fin de semana de cada mes, visitaba a los padres de familia para contarles los progresos de sus hijos.
Yo no sabía que existía la palabra “analfabeta”, entonces me inventé “inalfabeta”, e hice una colecta para comprarles útiles escolares y para celebrarles las Navidades. Mi mamá ocasionalmente les llevaba regalos a las niñas hechos por ella.
Nosotros tuvimos tres lugares en la vida. Las fincas, cerca de Hidro Ituango, que era donde pasábamos los fines de semana y las vacaciones, a las se llegaba en mula. También el pueblo de mi papá y la casa en Medellín para la temporada escolar. Resulta que en el sector de las fincas había escuelas rurales inmensas a las que mi papá envió a estudiar a varios de sus trabajadores, especialmente a las de Sutatenza.
Yo acompañaba a los hijos de los mayordomos, pues éramos de las mismas edades. Íbamos con una bolsa de harina, un libro y un lápiz. A final de año hacían sainetes, español antiguo en el que mi papá nos ponía a recitar, a cantar y a hacer crónicas con las experiencias del día, origen de mi faceta de periodista y narrador. De alguna manera me veo como una realización de mi papá, hombre de negocios y fincas que quería que sus hijos estudiáramos. En segundo de bachillerato suspendí la escuela, después de dedicarle cuatro años.
SEMINARIO
Como por rebeldía perdí el año, entonces me fui interno a un seminario que se encontraba en decadencia, modelo de los padres franceses eudistas que acogían a niños pobrísimos. El régimen era espartano: dormíamos todos en un cuarto inmenso, guardábamos la maleta debajo de la cama y teníamos una mesa de noche. Nos levantábamos a las cinco de la mañana, nos bañábamos con agua helada, teníamos que barrer y trapear, asistir a misa, meditar, recibir clases, hacer ejercicio. Viví un clima cultural por la lectura que realizábamos y la música que escuchábamos. El ambiente era muy favorable a jóvenes de nuestra edad.
La comida era pésima, no había televisión ni teléfono, permanecíamos encerrados, visitaba mi casa cada semana o cada dos y gozaba con que me vieran sufrir, que llevaran la carga conmigo. Los sacerdotes, amigos de mis papás, tenían diferentes percepciones de mí, algunos me comprendían, pero otros se molestaban al considerar que yo había llegado a lucirme al ser “el hijo de Darío”. Uno le dijo a mi papá que yo era el niño más perezoso de todo el seminario, como él pudo confirmarlo más adelante.
Mi propósito era hacer cosas transgresoras, como fumar, lo que estaba prohibido. Si nos veían, los soplones llevaban la queja a los curas. Entonces nos congregábamos a fumar en las tumbas que había al interior del seminario, un sitio que nadie visitaba.
Mis hermanos, entre los catorce y los quince años, crecieron diez centímetros, hoy miden metro ochenta, mientras que yo durante ese año crecí un centímetro y mido uno setenta. Es por esta experiencia que yo no siento frío ni hambre ni pereza ni dolor, además, trasnocho y madrugo sin problema.
SAN IGANCIO
En algún momento mi mamá me preguntó si quería ser sacerdote, pero yo no sentí la vocación. Entonces me dijo: “Si usted sale de un seminario, no va a encontrar universidad. Lo mejor es que se devuelva para Medellín ya mismo”. Como mis padres eran muy amigos de los jesuitas en Medellín, me consiguieron cupo en el San Ignacio para cursar quinto y sexto de bachillerato, lo que es un casi imposible de lograr, pues los estudiantes inician desde el kínder e hijos de egresados, como lo era mi papá. A mi papá le tocó el colegio de los jesuitas siendo de élite, a mí me correspondió cuando ya se estaban abriendo a lo social.
Con todos los salones sumábamos ciento veinte estudiantes en quinto grado, ellos amigos desde infancia, hijos de egresados, aunque mi papá también lo era. Pero yo no establecí vínculos de amistad, pues quería ser distinto. Leí cosas que mis compañeros no, temas que encontraran muy aburridos, como la biografía de Pío XII. Me destaqué en Español e Historia, porque en estos dos últimos años fui buen estudiante.
En el colegio nos prepararon porque iba a llegar el comunismo. Se esperaba para las elecciones de 1970, pero no ocurrió. Entonces, al final del bachillerato, con la idea de cambiar el mundo, nos dieron clases de marxismo, algo muy novedoso. El 19 de julio de 1979, cuando me gradué, se dio la toma de los sandinistas a Managua en Nicaragua. Para ese momento yo me había ido a un campamento en Puerto Inírida.
La familia es amiga de los sacerdotes Misioneros de Yarumal, quienes trabajan con indios y población vulnerable en lo que se conocía como Territorios Nacionales. Fue así como participé en el campamento de misión que hacían en pueblos. Durante una Semana Santa fuimos a Damasco, pueblo pequeño de Antioquia, por la vía a la Pintada, corregimiento de Santa Bárbara. El padre celebraba misa, luego alfabetizamos, ayudamos haciendo censos y acompañando a los campesinos con sus tareas. Para mí constituyó una enorme felicidad. De inmediato supe que había llegado donde quería.
En adelante fui solo, lo hice unas diez veces más, mientras mis amigos iban a fiestas y a partidos de fútbol. Los campesinos se convirtieron en mi familia, pues me alojaban, me brindaban comida. Entonces yo llevaba mercado, visitaba enfermos, cuidaba niños jugándoles, enseñándoles, cocinando con ellos. Los recorridos implicaban unas caminatas heroicas visitando diferentes veredas en las que me quedaba cuatro y hasta seis días.
Nuestros amigos franciscanos, junto con unas monjas, crearon otro campamento, este en San Bernardo del Viento, Córdoba, al que asistían estudiantes de colegio y primíparos universitarios en su mayoría estudiantes de medicina, enfermería y odontología. Aquí pasamos navidades haciendo brigadas de salud, de aseo. Recuerdo el paisaje, el ferry que cruzaba el Sinú, la comida típica.
Como me apuntaba para todo, viví un sinnúmero de experiencias. En la noche del 23 al 24 de diciembre, recibimos una llamada por un parto de una señora, y yo fui como voluntario acompañando a una monja y a un estudiante de medicina. Lo curioso es que recibí el bebé antes de que lo hiciera el médico. Lo tuvo en casa ajena, encima de una estera sobre un arenal, usamos una palangana de agua, una tijera y una vela.
UNIVERSIDAD PONTIFICIA BOLIVARIANA
Siempre pensé que los abogados, como mi hermano, eran los que escribían bien. Para ese momento, mi hermano viajaba a Paris para trabajar en Naciones Unidas, y me animó a que estudiara Derecho. Obviamente, me aburrí mucho, aunque me sirvió.
SEMINARIO DE ANTROPOLOGÍA
Al final de ese primer año, la iglesia católica y la Pontificia ofrecieron en un seminario, ubicado cerca al tercer puente de Bogotá, un curso de Antropología de vacaciones de verano. Estudiábamos internos durante veinte días de diciembre y de julio. Era auspiciado por la iglesia alemana con el fin de formar sacerdotes y maestros en Territorios Nacionales, intendencias y comisarías.
Iba dirigido a personas que llevaban muchos años ejerciendo, pero sin formación académica. Se tomaban ocho horas diarias de clases, porque era intensivo. Este era un laboratorio humano impresionante, pues se trataba de más de ciento veinte personas hablando diferentes lenguas.
UNIVERSIDAD JAVERIANA
Sin interrumpir mis clases de Antropología, decidí estudiar Comunicación Social en la Universidad Javeriana, pues siempre quise escribir. Me dediqué a estudiar a Gandhi y basé mi tesis en la sal y en la experiencia de la comunicación y el silencio. Pero nunca estuve lo suficientemente conforme, por ser tan autosuficiente. De haber tenido la lucidez que tengo ahora, hubiera estudiado Filosofía, Literatura o Arte.
Me instalé en la casa de unos primos. Aunque suene extraño, me integré a un grupo de cinco estudiantes del interior del país que no querían pertenecer a grupos, una de ellas fue más adelante Mujer Cafam. Con ellos, un par de veces, nos fuimos para la Caracas donde tomamos una flota sin preguntar a dónde se dirigía.
Aunque busqué integrar las dos carreras, no logré mi propósito, pero las terminé las dos. Es más, no siempre pude asistir a los viajes que hacían los estudiantes de Antropología. Para ese entonces, Sergio, mi hermano mayor, ya había estudiado en La Sorbona y estaba vinculado a Naciones Unidas, David en London School of Economics, y yo hubiera podido viajar, pero mi profesor de Antropología estando en Ecuador me motivó a viajar a su país. No pregunté nada, no sabía a qué condiciones ni a qué llegaba, me dejé sorprender.
ECUADOR
Estando allá fui corrector de edición para siete curas, cada uno con un proyecto distinto, en un pueblo perdido de ese país y en un desorden absoluto. También enseñé a niños. En algún momento se dio un terremoto que duplicó nuestro trabajo. Buscaba entregarme a la causa de ser un mártir aventurero.
Al año me di cuenta de que ese no era el camino, entonces regresé a Medellín con problemas de salud y sin plata. Repartí hojas de vida y me dediqué a actividades muy diversas. En algún momento fui director de museo etnográfico, por ejemplo. También trabajé con indígenas paeces en un colegio en Santander de Quilichao, se trataba de una granja, taller y escuela.
Como sufrí neumonía, viajé a Europa, estudié inglés en Londres, viví con jesuitas en un centro cultural, pero no lo aproveché, no me adapté, preferí regresar a mi tierra.
UNIVERSIDAD DE MANIZÁLEZ
Una profesora de la Javeriana se instaló en Manizales, y me recomendaron presentarle mi hoja de vida. Desde entonces he sido académico, ya han transcurrido veintiocho años. Estando acá hice mi maestría en Filosofía, crecí en el escalafón hasta convertirme en profesor titular, me asocié con proyectos de investigación, publiqué cuatro libros, dicté charlas, asesoré tesis.
PROYECCIÓN
En el 2023 me jubilé. Ahora quisiera crear un proyecto de lectoescritura en un pueblo. Debo estar pendiente de mi hermano Sergio, quien padece Alzheimer y su esposa cáncer, mi primo Jorge tiene otra condición de salud importante, y Lucía, mi madre, está muy mayor, tiene noventa y cuatro años, por lo cual está viviendo conmigo.
Para mí el centro de mi vida es la hospitalidad, por eso en mi casa llevo libro de visitas. Quisiera seguir acogiendo huéspedes, pues de esta manera no me vuelvo un solterón aburrido y posesivo, sino alguien quien comparte y convoca.