Juan Gossaín

JUAN GOSSAÍN

Las memorias conversadas son historias de vida escritas en primera persona por Isa López Giraldo.

ORÍGENES

Soy Gossaín Abdallah. Mi padre se llamaba Juan Gossaín Lajud y mi madre Bertha Abdallah Libler, libaneses puros, de la región de Zahle.

En aquella época al Líbano, que es un territorio hermoso, histórico, con una historia formidable, la patria de los fenicios que, después de ser derrotados por el Imperio Romano en su territorio que quedaba al norte de África, en Cartago, y que inventaron la navegación, los números, las letras, el comercio, navegando llegaron a esa montaña que se llama Líbano y Anti-Líbano, en Asia, en el límite con Siria. Fue aquí donde crearon su propio territorio.

Del Líbano salieron mis padres y mis abuelos por varias razones. La primera, porque era objeto de invasiones, de ocupaciones de todo el mundo. Turquía estuvo un tiempo allí dominando la propia Siria, Francia. Esa situación se agravó durante la primera guerra mundial, entre el año 1914 y 17 o 18. La segunda, porque los libaneses en su inmensa mayoría son católicos, la pequeña minoría son musulmanes. Estos últimos perseguían a los primeros. 

El Líbano tiene poca tierra y produjo una gran emigración de libaneses hacia América Latina, buena parte de ellos en el Caribe colombiano. Hoy todos los pueblos del Caribe colombiano están llenos de apellidos árabes. Fue una emigración hermosa que se combinó muy bien, juntó dos y hasta tres razas, porque hay árabes mezclados de libaneses con indios, con negros. Conozco ya libaneses negros en el Caribe.

He descrito, definido, la emigración árabe a Colombia y América en general, la libanesa, Pero no solo esta, sino la Siria, la Palestina. Por eso hablo de árabes en sentido general, aunque los libaneses no somos realmente árabes, sino fenicios, como ya dije, descendientes de los cartagineses.

Llegaron los primeros en el siglo XIX, en 1860, 1880, comenzó a producirse este fenómeno: tío que trae a sobrino, porque el que se había venido había comenzado a trabajar, le estaba yendo bien, entonces le escribía a su hermano que se había quedado en Beirut diciéndole: “Mándame a mi sobrino Abraham, mándamelo que tengo trabajo para él y aquí le va a ir bien”. Entonces venía el sobrino del sobrino del sobrino, por eso, hoy en día todos los emigrantes libaneses en el Caribe colombiano nos consideramos parientes, por algún lado estamos vinculados.

El viaje se hacía en barco. Viajaron hasta el puerto Marsella, en Francia, la tierra de La marsellesa, el himno nacional francés. Continuaron su recorrido en barco, por supuesto, y llegaron al único puerto internacional, formidable, que tenía Colombia, puerto para inmigrantes, de extranjeros, Puerto Colombia, en Barranquilla. Por aquí entraron todos.

Hacia el año de 1920 llegaron a Colombia mi padre y sus dos futuros suegros. Mi padre se instaló en San Bernardo del Viento, pueblo del Departamento de Córdoba, mientras que mi abuelo se fue a una población cercana, una tierra famosa por el Porro, música folclórica.

Juan Gossaín Lajud

Juan Gossaín Lajud, mi padre, fue un gran conversador, de basta cultura y lenguaje exquisito. Aprendió español de tal manera que se notaba. Cuando lo aprendió, pudo traducir el lenguaje árabe que él hablaba y la cultura lingüística. La gente iba a hablar con él solo por oírlo. Era un hombre prodigioso, sin lugar a duda.

Bertha Abdallah Libler

Mi madre, Bertha Abdallah Libler, fue una mujer muy tierna, cariñosa, amable, pero cuando tenía que sacar la autoridad no andaba con tolerancias. Para mí tenía el carácter perfecto.

CASA MATERNA

Mi padre alcanzó a montar un pequeño almacén que era el del sostenimiento de la familia constituida por mi papá, mi mamá y cinco hijos.

Un día, a mis ocho o diez años, estaba yo en mi casa en San Bernardo del Viento, de pie contra la puerta del almacén, cuando llegó una señora que encontró a mi papá en la puerta de la tienda leyendo el Diccionario de la Lengua Española. Para ese momento llevaba dos o tres años leyéndolo a diario. No lo leía como lo leemos todos para consultar una palabra, sino como quien lee una novela, desde la primera página hasta la última.

Sayde Hattin de Gossaín, casada con Moisés Gossaín, hermano de mi padre quien también había venido del Líbano, vivía al lado de nuestra casa y se lo quedaba viendo cuando mi padre estaba leyendo el diccionario. Sayde comentaba con quien estuviera ahí: “Juan dice que va a leer ese libro completo. Cuando llegue a la letra F estará loco”.

Estando yo en la puerta y mi padre con su taburete recostado y leyendo su diccionario, llegó Brudul Brudura Moreros, una señora del pueblo cuyo nombre no he podido olvidar nunca pese a que salí hace cincuenta años del pueblo y no he regresado. Ella y sus hermanas se llamaban: Brudul Brudura, Brudisney, Bruniquilda. Muchos años después, leyendo cosas, descubrí que eran los nombres que tenían algunas mujeres en el libro de los mormones.

Llegó doña Brudul Brudura a la puerta de la tienda donde mi papá vendía azúcar y sal, camisas, yardas de tela para hacer trajes y esas cosas, y le dijo: “Oiga, don Juan, estoy sorprendida, usted como habla de bello el idioma. Recuerdo cuando llegó aquí, no sabía ni saludar en español y hoy como habla de bello”. Mi papá le dijo: “Un momentico, señora. No es que no supiera saludar, es peor. Cuando llegué no sabía si la letra O era redonda o cuadrada”.

Fue la lección de la vida. Hoy, su hijo, es miembro de la Academia Colombiana de la Lengua. Ese es el mejor homenaje que puedo rendir a mi padre. Por eso el día que ingresé con Daniel Samper Pizano, porque ingresamos juntos y tuvimos una misma ceremonia con un discurso a dos voces, en mi parte puse: “Señores, aquí falta hoy una persona, falta mi padre que, cuando llegó, no sabía si la letra O era redonda. Hoy, su hijo, está ingresando a la Academia Colombiana de la Lengua”. Ese es mi gran honor en la vida.

En mi casa, quien tenía el sentido práctico de la vida, los pies puestos sobre la realidad, era mi madre. Ella era el equilibrio, una mujer estupenda, dedicada, se encargaba de la educación, de la alimentación, de la crianza de los hijos. Cuando nos ponía en cintura no nos permitía salir a la calle por tres días. Cuando mi papá abogaba por nosotros, ella se reafirmaba en su punto diciendo: “Si los dejo salir ahora, después lo hacen peor. Tienen que respetar los castigos”. Esto mantuvo nuestro hogar.

Mi papá se dedicaba a leer y decía que sufría la tienda porque llegaba la gente a comprar cosas y no lo dejaban leer. Mi madre se dedicaba a las cosas prácticas y él a las poéticas de la vida.

Mi padre fue un ser poético, tenía poca o ninguna relación con la realidad diaria. Por ejemplo, el caso del dinero que manejaba mi madre, los recursos de la tienda como las cosas materiales, lo tenían sin cuidado. ni dinero ni lujos le importaban. Mi madre compraba los muebles, las cortinas en Lorica, en Montería, las ciudades más cercanas. Mi papá no tenía vínculos con eso, es más, creo que ni siquiera era habitante de la tierra, sino del aire celestial.

Para nosotros fue muy bello recibir ambas enseñanzas, ambas lecciones en la vida. La vida es trabajando, sí, pero también tiene placeres espirituales como leer o cantar, como lo hacía mi padre.

Mi papá y mi mamá se levantaban muy temprano. Nunca vi a mi padre, ni una sola vez, fuera de su casa, no salió jamás. Madrugaba, se iba para el patio de la casa que era inmenso, lleno de árboles, de matas, de flores que él sembraba, regaba, podaba, cuidada. En aquel pueblo del Departamento de Córdoba, cálido, caliente como el trópico, sembró una mata de uvas, que nacieron y vivieron muchos años: se daban chiquiticas, pero en racimos inmensos. Se dedicaba todas las mañanas a limpiarle las ramas, cortarles las hojas, se inventó unas bolsas de pera que le ponía a cada racimo para protegerlos de los pájaros, para que no se comieran las uvas. Estas uvas eran famosas, las uvas de don Juan.

Mientras atendía sus rutinas, recitaba en voz alta versos en español de los tiempos clásicos de la poesía: “Así se pasa la vida, así se viene la muerte”. Los versos de Jorge Manrique a la muerte de su padre. Había que oírlo diciendo: “Ladran, Sancho, señal de que cabalgamos”.

Terminaba esta labor, tipo ocho y media de la mañana, abría la tienda. A las cinco y media de la tarde, todos los días, religiosamente, sacaba una mecedora al corredor de la calle, que rodea la acera de la casa, porque en los pueblos de esa época no había acera sino perfil, corredor de cemento, se servía un whisky, uno escocés que se conseguía de contrabando en San Bernardo, y le echaba granos de café crudos y almendras. Se tomaba una sola copa cada tarde mientras leía el periódico, uno que tenía tres o cuatro días de antiguo porque llegaba con ese retraso a San Bernardo del Viento.

A las siete de la noche, él, mi madre, mis hermanos y yo, ya estábamos en la cama. Mi papá, todas las noches, a las siete cuando se acostaba, lo primero que hacía era rezar un Padre Nuestro y besar el escapulario que había traído del Líbano, para quedarse profundo. En mi caso, a las ocho de la noche ya estoy trasnochando.  

LECCIÓN DE VIDA

Uno de los episodios de mi infancia y adolescencia, fue una lección para toda la vida. En esa época y en esos pueblos no existía como hoy la costumbre de que el miembro de la familia que va llegando a la casa almuerza sin importar la hora, sino que todos debíamos estar juntos y comer al tiempo. Si no estaba alguien lo mandaban a buscar: “Niño Juancho, que vaya a almorzar. Niño Juancho, lo están esperando”.

En nuestra mesa, la de los pueblos del Caribe de aquellos tiempos, había una mesa que no usaba nadie, bellísima, con muebles hermosos, imágenes, estatuas, porcelanas. Pero quién, en ese calor, iba a comer bajo techo. Entonces ponían una mesa en el patio bajo un palo de frutas, en mi casa, junto a las matas de uva había un palo de guayaba. Ahí desayunábamos, almorzábamos y comíamos, a la misma hora, todo el mundo.

Éramos siete personas en la mesa, cinco hijos, padre y madre. De pronto vi que comenzó a aparecer un octavo plato puesto en la mesa, lo recuerdo como si lo estuviera viendo en este momento, un plato boca abajo con los cubiertos cruzados en la parte de arriba. Aparecía en las tres comidas diarias.

Después de años de verlo y con la intriga que me generaba, se despertó el periodista que iba naciendo en mí por la curiosidad. Le dije a mi mamá: “Mami, veo que todos los días pones en la mesa un puesto adicional. ¿Eso para qué es?” Me contestó: “Mijito, te voy a decir para qué es eso. Por si llega alguien que no ha comido y no tiene qué comer, por si alguien se quedó sin comida y no tiene dinero para pagar un almuerzo”.

Esto me produjo un amor y una sensación de caridad y respaldo del prójimo. Pero lo más grande fue lo que vi después, en todas las casas del pueblo hacían lo mismo. El de mi casa lo vi usar un par de veces. El pueblo entero era solidario, afectuoso unos con otros, compañeros unidos. Esta fue una gran lección espiritual que aprendí en mi vida, la de ser solidarios unos con otros y la de estar preparados para ayudar.

El que llegaba no tenía que pedir, se sentaba y comía, se le facilitaba, no se le hacía pasar vergüenza a nadie.

ACADEMIA

Debo decirle que salí muy niño de mi casa. Tenía nueve años cuando me mandaron a estudiar en Cartagena. Esto fue así porque en mi pueblo había dos o tres pequeñísimas escuelitas que llegaban hasta los primeros años de primaria, después no había más.

Cuando vine interno a Cartagena, mis tres hermanas mujeres, dos mayores y una menor, ya estaban internas. Nos veíamos los pocos días en que tenía salida, las visitaba o ellas a mí. Mi hermano José, el menor, que hoy vive en Montería, también estudió en Cartagena, pero ya nosotros no estábamos.

Nunca olvidaré en mi vida la escuela en San Bernardo del Viento, la del profesor Manuel Joaquín Paul – Canabal, como lo apodaban. Él era, para decirlo de la manera más bella y real posible, campesino y educador al tiempo, agricultor y maestro. Por la mañana dictaba clases, como único profesor, y por la tarde se iba a sembrar en una huerta que tenía a la salida del pueblo.

El colegio era un ranchito de paja con un solo salón, sin cemento en el piso, era de tierra. A los muchachos que se portaban mal, a mí casi todos los días, nos castigaba el profesor Canabal mandándonos por una regadera de aluminio para mojar el piso para que el viento no levantara polvo. El castigo era regar el piso.

En el mismo salón había alumnos de treinta años, de ocho, de siete, de catorce, de veintidós. Entonces, cuando tuve nueve años, llegué a cuarto de primaria y no había curso para mí. Fue así como decidieron mandarme a Cartagena.

En aquellos tiempos Cartagena era la ciudad, de todo el Caribe, con más vocación estudiantil, más vocación escolar, llegaban muchachos de todos los pueblos de la Costa. Pero no solo eso, también de otros países del Caribe cercanos, de la orilla del mar. Tuve compañeros que vinieron a estudiar desde Jamaica y, cuando llegaron a Cartagena, no hablaban español, lo aprendieron aquí. Tuve compañeros de Aruba, de Curazao.

Mi colegio, el famoso y legendario Colegio de la Esperanza, me puso interno porque no tenía donde vivir. Estuve interno nueve años, hasta los dieciocho.

AMOR POR LOS LIBROS

Ahí fue donde nació mi amor por los libros, pero mi papá fue quien me enseñó a leer y a escribir. Mi papá me enseñó las primeras letras. Tomó un cuaderno, recuerdo como si fuera hoy, y comenzó a enseñarme el abecedario. Me explicaba el origen de las letras, cómo el alfabeto nació en su pueblo, en los fenicios. Conocía muy bien la historia. Me explicaba por qué la letra A se llama así, cómo se llamaba en su idioma original. Era un aprendizaje cargado de historia y de profundidad.

Además, el profesor Canabal, el agricultor-maestro, el campesino-educador, nos enseñó muchísimo el sentido de la lectura. Era un hombre tan inteligente y tan atinado que nos enseñó los signos de puntuación leyendo, que es como se aprende, ejercitándonos en la lectura. Esto fue una maravilla, aprendimos rapidísimo.

Como estaba interno, todas las semanas me castigaban, leyendo (tomando) la lista, y me dejaban sin salida ni sábado ni domingo. Los castigos eran por travieso, por hablar en clase, por puyar a un compañero con un alfiler, por cualquier cosa. Como estaba castigado en medio de columnas y muros de una edificación colonial, entonces me iba a la biblioteca del colegio, que era excelente. Leer fue mi entretenimiento en los castigos, que no eran pocos.

Quien me indujo a eso fue José Manuel Guerrero, mi profesor de español, de literatura y después de francés: famosísimo en Cartagena. Vestía todo de blanco: camisa, pantalón, medias y zapatos. Le decían el Papa Guerrero porque el primer día, con orgullo y arrogancia, les decía a los estudiantes: “Jóvenes, todo lo que yo diga escríbanlo, porque no lo van a encontrar en ninguna parte. Soy infalible y nadie sabe lo que yo sé”.

Algún día me vio leyendo una novela de mala muerte durante mi castigo, me preguntó: “¿Para qué lees eso?” / “No hay nada más que leer”. / “¡Cómo que no hay más que leer!”. Me tomó de la mano y me metió a la biblioteca, me llevó directamente a un estante, un armario de libros. Me dijo: “Toma y lee esto”. Era el ingenioso hidalgo, Don Quijote de la Mancha. Entonces en ese momento leí a Cervantes.

Desde muy pequeño, pero muy pequeño, quise ser escritor, no exactamente periodista, sino escritor literario. Quiero contarte que, a los nueve años, cuando llegué a Cartagena a hacer cuarto de primaria en mi primer año de estudios, escribí mi primer cuento, uno breve que se llamaba El Ancón. Se trata de una piedra en una gruta generalmente a la orilla del mar. En San Bernardo del Viento hay dos o tres ancones, uno se llama Punta de piedra, El Ancón, y tiene una leyenda tan bella que fue la que escribí en el cuento.

Allá dicen, toda la vida han dicho, que en la época de la Colonia española y de la piratería, como los españoles viajaban llevando mercancías, oro, plata, piedras preciosas, porque caían los piratas franceses, holandeses, estos asaltaban los barcos y luego, los que estaban cerca de San Bernardo del Viento, escondían el robo dentro de la cueva en el Ancón, dentro de la gruta, en la que guardaban el producido para después volver por él. Cuando regresaban, la gruta se había cerrado. Si tú dabas un ábrete Sésamo, la gruta se abría, cogías la bolsa de oro que estaba dentro, pero cuando intentabas salir, se cerraba de nuevo. La única manera de poder salir era poniendo la bolsa en su puesto. Esa historia la conté en el cuento que fue publicado en un periódico cartagenero de aquella época.

Mi vocación por los libros empieza desde el nacimiento, viendo a mi padre. Mi padre mandaba a los viajeros de varias regiones de la Costa Caribe colombiana, iban al pueblo gentes con camiones a comprar arroz para revenderlo en otras ciudades, era el producto de exportación, por decirlo de alguna manera. A ellos mi papá les hacía encargos: “Hazme un favor, en el próximo viaje que vengas, tú, que vas para Cartagena, en la librería de Mogollón me compras este diccionario, esta novela”.

Esto fue lo que me crio a mí. El primer diccionario que él tuvo ahora está en mi biblioteca, en mi colección de más de ciento veinticinco, pero alguien que estuvo aquí se robó uno. Amaba tanto mi papá sus libros que, cuando comenzaban a romperse las hojas, les ponía cinta pegante. Este es el tesoro de mi biblioteca.

Para mi asombro, mi alegría, para que quedara maravillado y con la boca abierta, en otro libro, muchos años después, encontré una corrección que le hizo en tinta. No recuerdo cuál es, pero sí que cuando llegó al país no sabía si la letra O era redonda o cuadrada, al cabo de los años corregía los libros. Su biblioteca era muy pequeña, personal, se dedicaba a la gramática, a aprender la conjugación de verbos.

Quien me llevó de la mano, quien me indujo en la lectura, fue mi profesor. Al cabo de unas semanas mi profesor me preguntó: “¿Ya terminaste El Quijote?” / “Sí, profesor”. / “Ven para que veas esto”. Me llevó de nuevo a la biblioteca a un rincón que recuerdo tenía un título pegado en la madera del estante que decía: “Clásicos griegos”. Sacó Edipo Rey. Leí la tragedia de Edipo Rey a mis diez años.

PAUSA

Me emociona ver cómo Isabel está compenetrada en esta conversación y se adelanta a lo que voy a decir.

PANDEMIA

En este último año, con esta pandemia, con este encierro, he cogido una costumbre. Ya no solo estoy leyendo, estoy releyendo. Un día me pregunté: “¿Cuáles son los libros que más me han gustado en la vida, los que más he disfrutado, de los que más he aprendido, con los que más me he divertido? Voy a releerlos”. El primero que releí fue Edipo Rey, El Quijote ya lo había releído varias veces.

En mi crónica quincenal de El Tiempo, con mucha frecuencia la dedico a temas sobre el idioma, refranes, proverbios, la historia de las palabras. Estoy preparando la historia de las palabras, proverbios y refranes que inventó Cervantes en el Quijote, son más de ciento setenta que no existían y que él inventó.

Los dos escritores que mejor han entendido el alma humana, los que mejor han sabido traducirla en su obra, con todos los que hay en el mundo, son Sófocles y Shakespeare, en griego y en inglés.

Tiene usted tanta razón en lo que dice, Isabel, que, en la segunda lectura, descubre emociones y sensaciones que en la primera no tuvo. A medida que va madurando su mente, cuando se trata de libros nuevos, profundos, importantes, clásicos, descubre emociones dependiendo de cómo ha sido su vida, de las experiencias que ha tenido, de lo bien o lo mal que le ha ido. Usted y el libro comparten la vida.

CARÁCTER

La rebeldía se debía a mi temperamento. Detesto, desde niño, la hipocresía, me parece que lo peor de un ser humano es la mentira como práctica cotidiana, como manera de ser, la falsedad. A los hipócritas en clases les ponía tinta en el asiento de la silla para mancharles el pantalón. Los pupitres tenían un asiento de madera y en la parte de abajo un hierro para poner los libros, entonces les metía papel y lo encendía, no sé como no sancoché a uno de ellos, cómo no hice un almuerzo con alguno. Cuando sentían el calor pegaban un grito y se formaba el escándalo en el curso. ¿Quién fue? Ah. Siempre fue así.

Entre las costumbres culturales del Caribe de la época no existía la penalización, el tener que hacer algo. No. Existía el castigo: de aquí no te mueves, de aquí no sales, tienes prohibido ir a cine durante un mes, no puedes oír música durante diez días. El castigo productivo, el que ocasionaba aprendizaje, ese no se usaba. Y, claro, ese tipo de castigo produce más reacción, más rebelión. Sí, señora, yo era cada día peor.

Supe disfrutar de cada situación, cuando era hora de jugar con los amigos, jugaba; a la hora de parrandear, lo hacía: íbamos a bailar con la banda de músicos de San Pelayo. El fin de semana, que era para la lectura, me concentraba en los libros. Porque no creo que se pueda hacer una vida dedicándose monacalmente, conventualmente, a una sola cosa. Ese es el camino directo al aburrimiento.

En mi internado fui jugador del equipo de voleibol, fundé el grupo de teatro. Cuando uno es joven, es el momento de probar todo lo que le ofrece la vida. La vida plena, la vida plena, acaba de decir Isa, esa es la expresión. Con los años uno se va amansando, se va domando, pero mientras tengas el brío juvenil, la vida tiene que ser muy variada.

FORMACIÓN ACADÉMICA

En el año 1967, al terminar el bachillerato, estudié seis meses contabilidad. A diferencia del contador público, que tiene un oficio alto, yo soy un humilde tenedor de libros, un auxiliar de contabilidad.

Cuando salí del internado, del profesor Guerrero y de los libros, a mis dieciocho años quería estudiar Derecho en Bogotá. ¿Por qué? Yo también me he preguntado y creo que la única respuesta posible es que en esa época la única profesión conocida entre nosotros, que permitía tener satisfacciones literarias, la más cercana a las humanidades era el Derecho porque las otras eran Medicina o Ingeniería. No quería ser abogado ni ejercer, quería algo que tuviera vínculos con lo que amaba que eran la literatura y la historia.

No pude viajar porque mi familia no tenía dinero para pagar mi permanencia en Bogotá. Entonces mis primos, hijos de la tía que mencioné, Antonio y Marum, le dijeron a mi papá: “Nosotros le pagamos sus estudios en Cartagena. Que estudie Contabilidad. Es más, cuando termine, le damos trabajo en San Bernardo del Viento”.

Ellos eran los propietarios de la única industria que había en el pueblo, un molino de arroz. Las únicas industrias de aquel momento eran cinco o seis molinos de arroz que en mi tierra llaman piladoras o arroceras. Así ocurrió y a los seis meses ya estaba de regreso en mi pueblo y me emplearon como contador de la arrocera Tres Estrellas.

Mi mamá, en sus últimos años cuando vivía con mis hermanos en Barranquilla, tenía un cuento célebre cuando la gente le decía: “Doña Berta, yo no sabía que su hijo había estudiado contabilidad”. Cualquier día otra le dijo: “Yo no sabía que su hijo era contador”. Entonces contestó: “Él estudió para contador, pero terminó de contador de cuentos en los periódicos”.

No me frustré porque en el molino de arroz, encerrado en esa oficinita de vidrio en San Bernardo del Viento, en ese escritorio con los libros de contabilidad, con la máquina sumadora al lado, me puse escribir para enviar crónicas al periódico. Año y medio más tarde recibí una carta en la que me ofrecían trabajo como cronista del diario El Espectador en Bogotá.

PRODIGIOS COMO EN MACONDO

Estábamos en los tiempos del molino cuando hubo un estremecimiento en San Bernardo del Viento, uno de esos prodigios que no ocurren sino en Macondo, en el Caribe colombiano, en ese mundo insólito. Comenzaron a llegar al pueblo unas cajas de madera, inmensas, del tamaño de una casa. La gente se asombraba, se preguntaba qué era y para quién, pero no tenían destinatario ni dirección, decían simplemente: Municipio de San Bernardo del Viento, Departamento de Córdoba, República de Colombia, Suramérica.

Fue todo un enigma y decían: “Cuidado con eso. Se puede meter en un problema. Debe ser algo delicado”. Tuvieron que coger las cajas y ubicarlas en el patio de la Alcaldía del pueblo donde las guardaron.

Un día, travesura de muchachos, con Roberto Luna, mi compañero del molino, el cajero pagador en Tres Estrellas, mientras que yo era el contabilista, estábamos tomando trago en el pueblo en una noche de sábado cuando le dije: “Vamos a averiguar qué es eso, no podemos quedarnos con la intriga, con el misterio”.

Así lo hicimos. Nos subimos a una escalera para saltar la pared del patio de la Alcaldía. No pudimos abrir las cajas porque estaban muy bien clavadas. Fuimos al molino, trajimos una pata’ecabra, una saca clavos grandísima. Volvimos, abrimos y encontramos por fin lo que tenían. Lo primero fueron hojas, un inventario de las cajas, pero en inglés. Entonces, al señor del camión de siempre, le dijimos: “Ya que va para Cartagena, cómprenos en la librería Mogollón un diccionario inglés-español.

Llegó el diccionario, volvimos al sitio y comenzamos a traducir. Se trataba de un hospital prefabricado, incluía todo lo necesario: jeringas, algodón, camas, sábanas, las paredes de armadura. Así lo dije en la crónica que lo único que no mandaron fue a los enfermos.

El periodista que anidaba en mí y al que no le había podido dar salida, me hizo saber: “¡Esto hay que contarlo! ¡Esta es una historia increíble!” Me senté frente a la máquina de escribir del molino y comencé a escribir: “Esto tiene que ser un milagro, acaba de ocurrir en San Bernardo del Viento, un pueblo en el que la brisa empujó a los frailes españoles en un naufragio…”.

Unas monjas que habían estado en el pueblo unos años antes, cuando volvieron a su sede, el hospicio San José, contaron que habían conocido un pueblo muy lindo, de gente muy buena y querida, pero que no tenía ni siquiera un puesto de salud. Fueron ellas quienes enviaron las cajas.

CRONISTA

Dos meses después de estos hechos ocurrió cualquier otro tema que me motivó a escribir una nueva crónica.

De pronto llegó a San Bernardo del Viento en un jeep, que eran los carros que se usaban, un señor que preguntó por mi casa. Se dirigió hasta ella y le dijo a mi papá: “Por favor, el señor Juan Gossaín”. / “A la orden” / “Lo quiero felicitar por la crónica que publicó”. / “Espere, esas deben ser cosas del hijo mío”. Dijo mi papá: “Fulano, vaya a la arrocera y dígale a Juan que venga”.

Al llegar el señor se presentó:

  • Soy Nicolás Chadid, también descendiente de libanés. Vivo en Sincelejo, soy el agente de El Espectador y vengo enviado por Don Guillermo Cano (el gran Don Guillermo, mártir, héroe, maestro del periodismo colombiano, de la ética, de los principios). Me mandó porque llevan seis meses leyendo sus crónicas y él quiere saber quién es, qué edad tiene, qué hace.
  • Tengo diecinueve años.
  • Mire esto. Aquí le manda Don Guillermo Cano, un pasaje de avión Cartagena – Bogotá, de Avianca.
  • No, señor, yo no tengo intención de irme de San Bernardo del Viento. Estoy feliz aquí en el pueblo.
  • Vamos a hacer una cosa. Recíbalo y si decide ir, lo hace. Déjelo.
  • No, porque el periódico va a perder la plata.
  • No, señor. Esta es una cuenta corriente entre Avianca y El Espectador. Si el pasaje no se usa, no lo cobran.
  • Ah, bueno. Así sí.

Tomé el pasaje y nos despedimos. Desde ese día comenzaron mi madre y mis tres hermanas: “No seas tonto, vete. A lo mejor ese es tu futuro, quién quita. Vete”. Recuerdo una frase de mi mamá: “Vete que por mal que te vaya pasas un tiempo por fuera, conoces, pruebas y vuelves a hacer lo que estás haciendo”. Hasta que me convencieron y dije: “Bueno, voy por un mes”. / “Vaya por un mes y prueba”.

Fui por un mes y aquí estoy todavía en esto.

Te voy a decir la verdad, Isabel, dado que preguntas. En aquel momento exacto, estaba estrenando novia en San Bernardo. Y uno a los diecinueve años, estrenando amores, no se va. Esa es la verdad. Esto ocurrió en marzo y me fui en septiembre. Me convencieron mis padres y mis hermanos, me insistieron, me animaron a que fuera y a que no perdiera esta oportunidad de vida.

REFLEXIONES