JUAN CARLOS RIVERO CINTRA
Las Memorias conversadas® son historias de vida escritas en primera persona por Isa López Giraldo.
Nacer en una isla es una experiencia de vida que te marca para siempre, como el hecho de ser cubano, de llamarme Juan Carlos, de ser artista plástico, hijo de cubano descendiente de españoles de Islas Canarias que llegaron a Cuba a principios de siglo y de cubana un poco más criolla, con una mezcla de portugueses y de alguna manera relacionada con las guerras de independencia en la Isla.
A mi abuelo le expropiaron sus tierras y eso en la familia fue siempre un tabú. Hay cosas en Cuba que no se podían y otras que no se pueden hablar aún, y eso incide en la educación.
Haber nacido en la parte más oriental de Cuba te convierte en un habitante interesante, pues necesariamente viviste la migración que se dio de los feudales con sus esclavos que eran muy cultos, sabían pintar, tocar piano, violín, tenían cuerpos de danza y eso se mezcló con lo que ya había en el isla. La mezcla de la cultura francesa y afro haitiana, impactó el sistema a principios de siglo. Cuba supo integrarlo y creó una unidad cultural.
Estudié mi escuela primaria sin entender qué ocurría con las marchas del pueblo combatiente, ni con los discursos de Fidel.
En algún momento, a la hora del almuerzo y de la cena, para no pasar trabajos conmigo y con mi hermano, mi mamá se ponía a dibujar para que la imitáramos. Hacíamos una especie de comics, de historietas. Ese, puedo decir, fue el inicio de mi manera de entender que cuando uno toma un lápiz y hace una marca, se está creando y con sentido. Siempre me pareció interesante que la gente se sorprendiera con lo que uno era capaz de hacer o de imitar y me gustó calcar los libros infantiles de cuentos.
Mi mamá me llevó a que hiciera el examen de ingreso a una escuela vocacional de arte, pero pensó que tenía más posibilidades en la música, entonces me presenté al examen de guitarra pero no había plaza para mí. Creo que por el movimiento de la nueva trova en Cuba, todas las madres querían que sus hijos tocaran guitarra (mi mamá en algún momento tomó clases también). Un hermano de mi padre tenía facilidades para dibujar, pero creo que nunca las desarrolló. Como había dado muestras de ser bueno para artes plásticas, me presenté y pasé. Ahí fueron cinco años en los que aprendí dibujo, pintura, acuarela, cerámica y grabado. Me pareció increíble. En la primera clase de grabado me di cuenta que se usaban herramientas que se me parecían a las de los odontólogos y que sobre la madera se podía tallar.
El sistema de educación en Cuba de ese momento, te regalaba las cosas (después me enteré que eran japonesas de excelente calidad), entonces yo recibí un juego de cuchillas y la madera. Lo único que tenía que hacer era trabajar. Recuerdo que me llevé la madera para mi casa y frente al televisor, viendo los dibujos animados, hacía mi grabado y como no me salía, ponía los dedos adelante y me cortaba porque la madera era muy mala. La sangre marcó el trabajo, como fue evidente al entregarlo al día siguiente. Este lo consideré como mi bautizo, una especie de consagración al arte. Me gustó tanto que me convertí en responsable del taller, en ese alumno que se gana el respeto del profesor, por lo mismo me dieron la llave que me permitía entrar cuando quisiera e igualmente permanecer en él.
Siempre conté con el apoyo de mis padres. Cuando terminé noveno grado, tuve la posibilidad de presentarme a una escuela de nivel medio y aprobé el examen. Pasaron cuatro años en una ciudad que queda a dos horas por carretera de Guantánamo, siendo la primera vez que me desprendía de mi familia. Resultaba valioso el hecho de vivir por fuera de mi casa. Toda familia tiene su dinámica por lo mismo nunca estuve preparado para asumir otras distintas, pues la mía fue armoniosa siempre. Cuando estoy en Santiago de Cuba descubrí que convivir con otra gente genera un choque aunque al final terminé adaptándome, sobreviviendo a eso. Aprendí y me hice más fuerte.
Con mi pasión por el grabado me hice monitor (hasta cuarto año) con todo lo que eso implicaba. Ahí me sucedió un hecho interesante. Dada la precariedad de condiciones de la isla, cuando a Santiago de Cuba llega la carta de que hay plaza para dos o tres estudiantes, que podrían presentarse al mes siguiente sin anotar fecha, pues así lo hice y cuando llego, hacía un mes que se habían hecho los ingresos. Llevaba yo mi carpeta con mi trabajo y accedieron a verlo, me hicieron el examen y por primera vez veía a cinco profesores como jurado, una especie de tesis de grado y era tanta la tensión que hablé como nunca. Gustó mi trabajo y mi presentación. A la hora me dijeron que nos veíamos en septiembre porque había aprobado. Si mal no recuerdo, era tanta la emoción que perdí el habla por mucho tiempo. En esa universidad solamente hay quince plazas al año y se presentan poco menos de seiscientos estudiantes.
Tuve una experiencia cultural excepcional donde se conjugaban todo tipo de personas, de diferentes condiciones, en albergues donde la gente interactuaba de una manera que yo no conocía. Era la Meca, un paraíso donde la gente prácticamente no dormía, solo trabajaba; donde el éxito no dependía de tus recursos, ni de la influencia de tus padres sino por la calidad y cantidad de trabajo que pudieras hacer. Me tocó el momento más duro de Cuba, las cosas no fueron tan bonitas en el año 91 pero de todas maneras fue interesante porque el Instituto siempre ha sido un laboratorio en constante ebullición. Es un espacio que se acomoda a las condiciones políticas y económicas del momento. La gente produce con lo que hay.
Cuando llegué empezaron a escasear las tintas para hacer grabados, así que se puso de moda hacerlos en blanco y negro, se veía mal hacer grabado a color. Se hacían obras de altísima calidad prácticamente con las uñas; la gente se reinventaba. Esa diversidad ha creado un fenómeno pues la universidad es constantemente visitada por galeristas, museos, dealers de arte, curadores. Si bien existe una competencia también están muy activos los estudiantes, ávidos de compartir catálogos, de producir obras, de conocer el discurso de los artistas que están exponiendo; quieren conocer los elementos que usan. Es un verdadero laboratorio.
Yo no conocí la Habana como mucha gente la conoce, pues mi inmersión al arte fue total y resultaba tan exigente que en alguna entrega de trabajos mi profesor me preguntó que qué nota me daba a lo que contesté que tres sobre cinco y me pregunta porqué. Genuinamente sentía que me faltaba mucho, porque no había llegado a lo que quería llegar. Él no me dijo nada pero ya me había calificado con cinco, como lo fueron casi todas mis notas. Mi tesis de grado se presentó en un evento internacional que se llamó “La huella múltiple” y siendo de provincia me piden que me quede como profesor, lo que no era costumbre en la Isla pues tu debes trabajar en tu pueblo natal.
En el año 99 vine por primera vez a Colombia gracias a un intercambio cultural que hubo entre Barranquilla y La Habana, en un proyecto que armó la Cámara de Comercio y el Instituto Superior de Arte al que yo pertenecía. Expusimos en los dos lugares y en Cartagena. Ahí conocí a la que luego fue la madre de mi hijo. La Secretaría de educación de Cartagena me volvió a invitar, así que en el año 2000 estuve nuevamente en Colombia haciendo una exposición personal y dictando unos talleres de grabado. En ese momento estuve apoyado por el maestro Alfredo Guerrero y su esposa Cecilia.
Conocí a unos grandes artistas, la obra de Roberto Angulo, Jaime Correa y de otros amigos más con los que mantengo relación desde entonces. Colombia me pareció interesantísima, en el sentido de que la primera impresión era la abundancia, no solo económica. Vi una Cartagena que me hizo querer que Cuba fuera así; pasaba por las calles y veía las fruterías y me emocionaba. Ese sentimiento me creó una nostalgia con mi familia porque, si bien puedo decir que son gente de campo aunque viven en la ciudad, desde chiquito siempre se relacionó con las frutas y Colombia me conectó con ella y con lo que estoy haciendo.
Estando en Cuba alcancé a obtener una beca por seis meses en París, en la Escuela de Bellas Artes. Tenía opción de escoger el taller que quisiera y previendo que regresaría a Cuba a seguir como profesor de la Universidad, pensé que lo mejor sería aprender técnicas de litografía. En ese tiempo coincidí con la madre de mi hijo y allá nos casamos; siendo ella colombiana hice los papeles para radicarme en este país legalmente. Viví en Barranquilla, una ciudad muy cercana a mis raíces, pero, siempre sentí la necesidad de intercambio intelectual, de movida cultural, lo que me empezó a afectar mucho. Seguí trabajando, hice algunas exposiciones.
En algún momento presenté mi hoja de vida a la Universidad Javeriana en Bogotá y al mes me estaban llamando para decirme que tenían una plaza para mí. Yo acababa de tener un bebé por lo mismo pedí un tiempo antes de viajar. Trabajé allí durante ocho años como profesor de grabado. Fue interesante a pesar de las diferencias, pero era una manera de reafirmarme. Sentí mucho pánico en mi primera clase, pero de a poco me fui acostumbrando. Como anécdota te cuento que me pidieron que les hablara más despacio, me enseñaron a hablar de manera calmada. Recuerdo también que un alumno me preguntó por el número de habitantes de la Isla y ante mi respuesta dijo que entonces Fidel no era un presidente sino un alcalde. Ese tipo de relación me abre espacios y horizontes.
Bogotá me ha enseñado mucho, tiene un movimiento cultural valioso, con una buena calidad de artistas y uno se puede dar el lujo de no ir por la cantidad. Me faltaba mostrar mis obras lo que empezó al conocer a Viviana (Vivi Limpias), mi esposa, que me hizo reflexionar sobre quién y qué soy yo, pues estaba totalmente entregado a la docencia. Había dejado de ser, adopté estudiantes y me abandoné. Entré a una suerte de experimento, con gran incertidumbre pero hicimos la prueba.
En ese momento trabajaba en tres universidades, la Javeriana, la Antonio Nariño y en la Distrital. Comencé dejando una a una en la medida en que hacía inmersión en mi trabajo creativo. Me demoré en retirarme de la Javeriana por mis lazos fuertes con ella, pues allí había conformado un grupo de egresados al que llamé “Taller Trez” (todavía existe). Hacen grabado, proyectos grupales, exposiciones como la que tuvimos en el Museo de Omar Rayo. Mi propósito era hacerles ver que estudiar arte no era solo asistir a un aula de clase pues hay que prepararse para todo lo que ahí no se aprende. Los llevé a La Habana para que observaran cómo gente, sin recursos, produce con tan excelente calidad.
Retirado de la docencia, me volví a encontrar, a mis musas de inspiración, y con la iluminación. El taller te da eso, la capacidad de conectarte, incluso sueñas para resolver cosas, por ejemplo, cómo perderle el miedo a trabajar, puliendo imágenes, participando en historias que la mente crea y que puedo materializar cuando despierto. Ahora volví a dormir con una libreta para registrar mis ideas, bosquejos o palabras. Es una experiencia con algo que no existe pero que solamente tú eres capaz de traerlo a la realidad.
Gracias a Viviana tuve la suerte de encontrarme con Beatriz Esguerra, la galerista con la cual trabajo. Beatriz me adentra en la institucionalidad del arte y me cumple el sueño de llegar a una galería, lo que no logré en París, porque el tema funciona diferente y ella sabe cómo hacerlo. Hemos expuesto en Nueva York, Texas, en la Florida, en Art Bo…
Lo que se hace en arte es autobiográfico, como me dijo otro artista.
Yo daría mi vida por el arte.
REFLEXIONES
Si bien nací en un lugar, podría decir que me puedo adaptar a cualquier parte porque si las raíces son importantes he creado un mecanismo de reflexión donde me ajusto al lugar al que llego, eso no quiere decir que tenga alma de gitano pero tiene su encanto el sentido del nómada, es una forma de crecer, de aprender, de ampliar la visión, que sirva a la hora de tomar decisiones.
Esto todo puede tener algo que ver con el hecho de haber nacido en una isla y esa ansiedad que genera al estar rodeada de agua, por la dificultad de salir, de traspasar ese borde físico que existe entre el mar y la tierra y puede ser que el hecho de haber pasado ese límite me ha dado la posibilidad de probar el sabor de estar fuera.
El estar fuera implica, no necesariamente libertad pero sí otra forma de desplazarse, de comportarse, de analizar porque el sentirte atrapado, por un fenómeno interesante de las islas, te siente el centro del mundo y sí política o socio económicamente funciona para que pienses así, es peor todavía, como ocurre en mi Cuba. Cuando sales te das cuenta de que no es cierto, que existen muchos mundos y que mucha gente piensa parecido, que son el centro del mundo.
Esta influencia hace que mi obra no se refiera a algo en particular, procuro siempre evitar hacer referencia directa y mejor usar símbolos, íconos, para cuestionar conceptos históricos, del ciudadano que se pronuncia como un patriota. Hoy utilizo otro tipo de código, haciendo una traducción de comportamientos, de expresiones corporales y verbales, de símbolos, todo cambia. Las referencias varían.
Mi obra ha tenido un vuelco desde el plano táctico. El arte no es un arma como lo es la prensa, para denunciar, el arte es una herramienta que le permite al artista proyectar un discurso sobre su manera de ver ciertos temas. No está destinado a dar un veredicto final como lo hace un juez. El artista emite una opinión.
Me interesa que el espectador, cuando esté frente a la obra, no se sienta complacido del todo, sino que se pregunte, se cuestione y si está familiarizado con el tratamiento de la imagen se cuestione hacia dónde quiso ir el artista. No me interesa dar una idea específica sino que prefiero la ambigüedad, darle un toque fantástico, no necesariamente surrealista porque encasilla a todos, artistas y espectadores.