JORGE HUMBERTO BOTERO
Recordatorios
¿De dónde vengo? ¿quién soy? POR JORGE HUMBERTO BOTERO
“Según nuestra visión de las cosas, una novela debería ser la biografía de un hombre o un caso, y toda biografía de un hombre o un caso debería ser una novela”. Ford Madox Ford
Al cruzar el umbral
Este epígrafe de un famoso escritor inglés del siglo pasado, puede ser interpretado de varias maneras, pero hay una que considero especialmente pertinente: cuando uno se sumerge en su memoria, tratando de recuperar eventos del remoto pasado, en especial aquellos que tienen resonancias afectivas, la única realidad posible es el recuerdo, no los hechos tal como sucedieron y fueron vividos. Ante la inevitable erosión del pasado, su recuperación implica, sin que de ello seamos conscientes, cierta adulteración.
De esos eventos, que comienzan a volverse pasado desde el instante mismo en que suceden, surge una realidad diferente, que no son los hechos sino la huella que en nosotros dejaron. Nada pretendo distinto a contar algunos episodios anteriores a mi nacimiento o transcurridos durante mi infancia, aunque advirtiendo que es inevitable que haya sesgos y tergiversaciones involuntarias. Y que, a veces, dé la impresión de que lo que escribo es una novela.
Este texto, que nunca tuve la intención de escribir, se debe a mi hijo Juan Manuel y a su esposa Lauren. Fue ella precisamente la promotora de este ejercicio. Le doy las gracias por su iniciativa, que de seguro obedece a su deseo de conocer un poco del abuelo colombiano de su hija y de la que viene en camino.
Tendré en cuenta algunas de las preguntas que ella me ha remitido cuando encajen en la estructura de este relato, que versa sobre mis ancestros y mis primeros quince años de vida, límite temporal suficiente para responder las preguntas que arriba me hago. A esa edad dejamos de habitar el mágico país de la infancia y comienza la vida adulta. La mía es tan parecida a la de tantos de mis contemporáneos que de ella no vale la pena hacer memoria.
Esas preguntas –¿De dónde vengo? ¿Quién soy? – que no sabré responder a cabalidad, son las mismas que ustedes, queridos hijos por la consanguinidad y la afinidad, deberían formularse desde ya. En la etapa de la vida en que se encuentran mucho pueden aprender reflexionando sobre sus orígenes y experiencia. ¿Mas qué razón habría, se preguntarán, para ocuparse de la vida de aquellos que ya vivieron, o están cerca del final, y, entre ellos, de los ancestros?
Respondo así: no estamos solos en el mundo; la humanidad, actual y pretérita, nos envuelve. Somos seres con pasado, es decir, con historia. Y si bien cada vida es única e irrepetible, su singularidad no es absoluta. No somos islas. John Donne, el poeta inglés de la época isabelina, bellamente nos decía: “No preguntes por quién doblan las campanas. Doblan por ti”. La muerte, tanto como la vida, nos hermanan.
Y de ese acerbo inmenso que es la humanidad, los ancestros son una pequeña parcela que vale la pena conocer. Por vías de las que muchas veces no somos conscientes, nuestros padres influyen en nosotros. Igual pasa con los abuelos si tuvimos el privilegio de compartir con ellos un tramo de la vida, y por la impronta que ellos dejaron en nuestros padres.
Un bello poema de José Manuel Arango sobre su padre recoge este sentimiento:
A veces
Veo en mis manos las manos
De mi padre y mi voz es la suya
Un oscuro terror
Me toca
Quizá en la noche
Sueño sus sueños…
Son él, repitiéndose
Soy él, que vuelve
Cara detenida de mi padre
Bajo la piel, sobre los huesos de mi cara
José Saramago, al recibir el premio Nobel de Literatura en 1988, habló con singular belleza de sus abuelos, campesinos pobres y analfabetas, pero que le aportaron, sin saberlo, las vivencias y lecciones que luego se vieron reflejadas en la obra del gran hombre de letras que llegó a ser. Noten esta hermosa paradoja. De la urdimbre de palabras elementales de esos abuelos carentes de cultura literaria, fluye, a lo largo de toda una vida y de muchos libros, la gran literatura. Este es un fragmento de sus palabras:
“Considero que sin ellos no sería la persona que hoy soy, sin ellos tal vez mi vida no hubiese logrado ser más que un esbozo impreciso, una promesa como tantas otras que de promesa no consiguieron pasar, la existencia de alguien que tal vez pudiese haber sido y no llegó a ser”.
El Valle del Cauca; abuelos paternos
Antioquia y el Valle del Cauca son regiones muy distintas, no tanto ahora como en los siglos precedentes. Las menciono porque de allí provienen mis mayores, aunque todos ellos, por el nacimiento o los orígenes, provienen del ámbito cultural antioqueño.
En el Valle se desarrolló, desde el siglo XVII, una economía de plantaciones azucareras que utilizaba mano de obra esclava, expatriada del África por mercaderes portugueses, situación que persistió hasta cuando se decretó la libertad de los esclavos en 1850. Para que se formen una idea de la importancia del cultivo del azúcar en la época del colonialismo europeo, anoto que la economía de Haití, una posesión francesa en el Caribe, llegó a tener un valor superior al de la Francia metropolitana.
Marco Antonio Botero, mi abuelo paterno, fue empresario del azúcar, quizás desde fines del siglo XIX, hasta su muerte. Fue un hombre acaudalado, pero su fortuna se dispersó cuando su herencia debió ser dividida entre mi abuela y los nueve hijos que tuvieron. Mi abuelo había nacido en Manizales, una ciudad que prosperó como consecuencia del auge de la caficultura; mi abuela en Rionegro, Antioquia.
No conocí a estos abuelos. Sin embargo, tengo la correspondencia de negocios y personal de mi abuelo entre 1927 y 1932, el año de su muerte. Al leerla aprecio la diversidad de sus intereses económicos. De modo primordial, el cultivo y molienda de la caña de azúcar, pero tambien actividades industriales y comerciales. Fue socio o propietario de una fábrica de cigarrillos y otra de puntillas. Tuvo en Cali una casa lujosa –“Villa Ofelia”- que tuvo alquilada al Ministerio de Guerra, como se llamaba en esa época la cartera de Defensa, para albergar al comando de la tercera división del Ejército. Un mal inquilino. No pagaba a tiempo los cánones.
Preocupado por esta circunstancia y con mucho sentido del humor, el 22 de marzo de 1927, le escribe al general Gregorio Victoria, el inquilino de Villa Ofelia, con el fin de pedirle que interceda frente a sus superiores en Bogotá. Mi abuelo- padre de siete hijas- le dice:
Yo lo he de ver a U. andando el tiempo y cuando sus hijas mujeres crezcan, oyendo la eterna istoria (sic): “Papá que se me acaban las botas; que se me pasó de moda este sombrero; que el corcet está hecho un desastre; que ya no tengo medias”. Y U. que tiene su quinta alquilada al gobierno liberal y que de esos arriendos ha de sacar la lata (sic) y el valor de la factura que ya le mencioné, bregando conmigo que será el General e inquilino suyo, y yo hecho el bobo, como si no lo fuera, haciéndome el sordo.
Bueno mi señor, a pagar tocan y déjese de chanzas pesadas como son estas de demorar la plática ajena.
Tiene gracia el juego de invertir los papeles para que el arrendatario moroso se vea colocado en el de propietario, e interesante el inventario de las prendas de vestir que eran usuales para las jóvenes de cierta posición social hace casi una centuria.
Como no obtuvo respuesta (¡ah el inefable gobierno!) le vuelve a escribir el 6 de abril de 1927. Se nota que ese dinero era importante para él:
“…deduzco de su silencio con respecto a ella que U. ha tomado a mal mis chanzas por lo cual estoy apenadísimo y le pido mil perdones. No obstante mi vejez, no he podido tomar la vida por el lado serio y de allí viene mi modo de escribir que algunas veces me ha producido mis dolores de caveza (sic).
Viejo marrullero: no te creo una palabra de lo que dices. Lo que necesitabas era una excusa para reiterar el cobro. Por eso añadiste que “hoy sí le escribo en serio y le ruego tomar como tal la presente carta”. Me alegra mucho que poco después lograste vender esa propiedad y que, como buen empresario, utilizaste los recursos en pagar deudas e invertir en tu hacienda. Es una lástima que ninguno de tus nueve hijos haya sido continuador tuyo en la empresa familiar. Luego de tu temprana muerte el patrimonio familiar se dividió en muchas porciones. Me dice mi primo Alfredo que la casa que fue de la Hacienda Belén aún se encuentra en pie. Quisiera conocerla. No sé si la vida me dará esa oportunidad.
Me la dio sí, por fortuna, hace poco, de visitar la casa en el barrio Laureles en donde viví con mi abuela, mi madre y hermanas. La recorrí sintiendo la presencia tácita de personas amadas. Funciona allí en la actualidad lo que me pareció un taller de artes gráficas. No pregunté mucho. Quería guardar silencio rodeado de esas paredes y recintos amados que mías y de los míos fueron.
De paso te cuento que este nieto tuyo nunca fue un hombre de negocios. Ha sido, casi toda la vida, un funcionario, tanto del Estado como del sector privado, lector impenitente y ciudadano obsesivo. Por eso escribe tanto sobre los temas que inciden en los asuntos de interés nacional.
Mucho ha avanzado el país en la superación de los prejuicios raciales que eran muy acentuados un siglo atrás. En carta a Martin Duque, un “dentista” de Manizales, que se había casado con su hija mayor, le dice, con discreción y amable ironía, que le irá mandando de a poco sus otras hijas, con fines casamenteros, salvo a una de ellas, Gabriela, de la cual destaca su piel morena o “tiznada”. Temía que por esa circunstancia fuera discriminada. Nunca se casó.
Imagino que ese color oscuro de algunos de mis parientes por el lado paterno, obedece al gran crisol de razas que fue la península Ibérica. Allí durante siglos y hasta finales del siglo XV, convivieron íberos, celtas, judíos, gitanos y árabes, a los que también denominamos “moros”. La tez bronceada de mi padre, su pelo negro y rizado, sus ojos verdes, encajan bien con el genotipo de ese pueblo.
Si mi abuelo percibía riesgos de discriminación para aquellas de sus hijas de tez morena, la discriminación contra las poblaciones negras trasplantadas de África era todavía más intensa. A esos fenómenos de exclusión racial, que el país ha ido superando poco a poco, se añade la de carácter social, entre ricos y pobres.
A comienzos de la década de 1950, vivíamos en uno de los primeros edificios de apartamentos que hubo en Cali. Éramos, para usar una expresión ingrata y común, “gente bien”. Una manifestación de esa acentuada estructura clasista, es que cada apartamento tenía dos puertas de acceso, una para los señores, otra para la servidumbre. Ese niño que fui, de escasos cinco o seis años, trabó amistad con el niño negro cuya madre hacia las tareas domésticas en el vecindario. Mi padre nos sorprendió compartiendo un trozo de pan; en términos muy airados me hizo ver, delante de ese niño, la gravedad de la falta cometida. Mi dolor y vergüenza están vivos en la memoria. Nunca lo he mencionado. Lo hago ahora como un acto de inútil justicia retrospectiva.
Penoso registrar el curso de las enfermedades que condujeron a esos abuelos a sus tempranas muertes. Leyendo sus cartas, escritas casi un siglo atrás, siento cierta angustia al registrar cómo se acerca la muerte sin que ellos lo sepan, y sin que yo, desde el remoto futuro, pueda hacer algo para torcer el curso del destino. Hasta ahora no eran para mi nada más que nombres y fechas. Ahora, como consecuencia de este ejercicio de recordación y catarsis, ocupan un lugar en mis afectos.
El 24 de mayo de 1927, Marco Antonio se dirige a Samuel Velásquez, residente en Manizales, quien le ha remitido su libro “ Sueños y Verdades”. Le dice que recibió su libro en la cama “mi residencia habitual hace ya marras, pues haz de saber que no levanto caveza (sic) hace la mar de tiempo. Son tantos los achaques que me mortifican y me traen de capa caída que pienso con razón que moriré joven, “pero no joven aún y entre las verdes ramas”, sino entre una hilera de beques de higuerón de dos manijas.
La cita es de un bellísimo poema –“La tórtola”- de Epifanio Mejía, un poeta nuestro fallecido en 1913. La referencia a “beques de higuerón” versa sobre una modalidad de ataúdes que entonces eran de uso común.
Como homenaje a la memoria de un abuelo que, ahora descubro, fue lector además de empresario, lo transcribo:
Joven aún, entre las verdes ramas,
De secas pajas fabricó su nido;
La vio la noche calentar sus huevos,
La vio la aurora acariciar sus hijos.
Batió las alas y cruzó el espacio,
Buscó alimento en los lejanos riscos,
Trajo de frutas la garganta llena
Y con arrullos despertó a sus hijos.
El cazador la contempló dichosa,
Y sin embargo, disparó su tiro:
Ella, la pobre, en agonía de muerte
Abrió las alas y cubrió a sus hijos.
Toda la noche pasó gimiendo
Su compañero en el laurel vecino:
Cuando la aurora apareció en el cielo
Bañó de perlas el hogar ya frío.
“Las Fábulas” de Esopo, las “Vidas Paralelas” de Plutarco y las “Metamorfosis de Ovidio”, son remotos antecedentes de nuestro humilde poeta, nacido en una aislada provincia de Antioquia, que perdió, desde mediados de su vida adulta, el uso de la razón, y su oficio, mientras pudo trabajar, fue de vendedor en un almacén de telas en la pequeña villa que entonces era Medellín. ¿Cómo pudo conectar -me pregunto- en esas precarias circunstancias, con la gran tradición literaria para que le fuera posible escribir este poema conmovedor? Hay algo inexplicable en el talento poético del que algunos están dotados, a pesar de que sus bases culturales sean magras, y del que otros muchos carecemos, así hayamos leído buena literatura toda la vida.
Un mes después de escrita la carta a Samuel Velásquez, mi abuelo reconoce que padece una “disentería amiviana(sic)… que no me la han podido curar entre cuatro médicos que, hasta en junta médica, me han visto examinado y tratado”. Por eso le escribe a Julia Velásquez en Medellín diciéndole que no puede viajar a esa ciudad para acompañar a su suegro Juan Manuel Mejía en su grave enfermedad.
Así, de a poco, y por diversas vías, su vida va tomando un curso definitivo, pues como lo escribió don Jorge Manrique en el siglo XV: “Nuestras vidas son los ríos / que van a dar en la mar, /que es el morir: / allí van los señoríos, / derechos a se (sic) acabar y consumir”.
El 25 de febrero de 1931 escribe a sus hijos Manuel y Alberto una carta manuscrita; quizás sus condiciones de salud no le permitían sentarse y escribir “a máquina”, como se decía antes de que se generalizaran los computadores. Les dice que “…estoy muy embromado de la cama” como consecuencia de “una infección de peluquería” que padece desde hace tres meses. “Este es el motivo para no haber ido a verlos pues no quiero que me vean tan feo”. En enero de 1932, un mes antes de su fallecimiento, mi abuela escribe a Alberto: “Te diré que tu papá no está bien de salud. Después de la caída del caballo no ha podido volver a montar. El medico dice que todavía le duele mucho el maltrato”.
En cuanto a la muerte de mi abuela solo encuentro una carta suya de mayo de 1933 – cuatro meses antes de su muerte- en la que le dice a Manuel: “Estoy con una gripa que ni veo. El lunes vine de Cali con dolor de garganta y se ha convertido, como es natural, en gripa”.
Al final de la colección de cartas de mi abuelo, se encuentran, sueltas, unas pocas manuscritas de mi abuela. Su caligrafía y ortografía son casi perfectas, en una época en que la escolaridad, sobre todo femenina, era muy baja. Están dirigidas a sus hijos pequeños, mi padre, que entonces tenía dieciséis años, y mi tío Alberto un par de años menor.
Esa correspondencia refleja su preocupación con el desempeño escolar de sus hijos. Son, de cierta manera, triviales: las que cualquier madre atenta a sus deberes escribe. Pero rescatadas de un pasado ya lejano, y como consecuencia de los vínculos poderosos de la sangre, que lo son para quien puede rastrearlos, adquieren un significado especial.
Esta mirada obsesiva sobre mis ancestros, que estos ejercicios han despertado con especial intensidad, no pretende establecer hidalguía o una prosapia prestigiosa, sino, apenas, conocer el contexto social en el que les tocó vivir, y rastrear rasgos de carácter que, hasta cierto punto, se mantienen en la rotación de las generaciones.
Ofelia Mejía se dirige directamente a Manuel, e indirectamente a Alberto, pocos meses después de la muerte del padre, en carta de fecha indeterminada. La carta está escrita a mano y con lápiz. Pronto será ilegible. Allí les dice:
“Pienso en ustedes constantemente y desde hoy más que nunca los buenos informes de tu educación y conducta serán mi consuelo y satisfacción. Estas más que nunca obligado a ser noble hijo en memoria de tu papacito que será para todos en adelante sagradas y estimulante de todas tus buenas acciones ya que él nos trazó siempre el camino recto.
Poco después le dice a Alberto, el menor de sus nueve hijos: “He puesto en ti y en Manuel, ahora que me falta tu papacito, toda mi esperanza porque imagino que serán más adelante mi apoyo moral y material; y si he luchar con poco éxito en esa educación y obraré que serán ustedes los que tengan que sentirla”. Su vida se agotó antes de que pudiera constatar el cumplimiento de sus anhelos.
Abuela mía: hay entre tú y yo un abismo profundo que solo salva el delgado hilo que son las pocas cartas tuyas que conservó mi padre y me entregó hace muchos años. Solo ahora las leo. Mirar atrás, si se hace con profundidad, es una actividad que consume mucho tiempo y energía. No se puede realizar entre una cita de trabajo y la siguiente, o mientras Juan Manuel y Lauren cambian los pañales de mi nieta Sienna.
Ulises, en el canto X de la Odisea, visita el Hades y encuentra allí a Anticlea, su madre, quien le dice estas bellas palabras:
“En cuanto a mi propio final fue así: el cielo no me llevó rápido y sin dolor en mi propia casa, ni me aquejó ninguna enfermedad de esas que por lo general minan a la gente y acaban matándola, sino el pesar por saber qué hacías, y el afecto que te tenía…eso fue lo que me mató”.
Como no coincidimos en el mundo de los vivos, tampoco podríamos encontrarnos en el de los muertos. No conservo memoria de tu rostro ni de tu voz. Sería posible, incluso, que, sin reconocernos, nos cruzáramos por azar en el inframundo. Me quedé sin saber qué enfermedad aniquiló tu vida; si en tu prematura partida influyó la del esposo y padre de tus hijos. Quizás exista un sentido recóndito para que hayas fallecido el mismo día en que cumplirías treinta años de casada.
Tu viudez fue breve. No pudiste acompañar el crecimiento de tus varoncitos más allá de su adolescencia. Ignoro el impacto que esa orfandad temprana tuvo en Alberto que murió soltero, a sus treinta años, antes de yo nacer. Sin embargo, creo que en Manuel el golpe fue duro y perdurable. ¡Ese desasosiego, esa recóndita tristeza, esa inestabilidad afectiva!
Mi abuelo murió el 7 de febrero de 1932 a la edad de cincuenta y seis años; mi abuela el 6 de agosto de 1933. Ignoro la fecha de nacimiento de mi abuela, pero deduzco, por conocer la fecha en que contrajo matrimonio, que no alcanzó a vivir cincuenta años.
Antioquia; abuelos maternos
A mediados del siglo XIX, que es hasta dónde retrocedo en este recuento, Antioquia, una región que había sido muy pobre desde la colonia, empezaba a florecer gracias a la minería del oro. Marginalmente, para su extracción se había utilizado mano de obra esclava; pero, en la época a la que me refiero, la producción aurífera se había trasformado en parte como consecuencia de la tecnología introducida por migrantes provenientes de Inglaterra y Alemania. Por eso existen en Antioquia familias cuyos apellidos denotan esos orígenes: Wolf, Cock, White, Nichols, Wills, Garner, Greiffestein, Bayer, entre otros. Al lado de esas empresas mineras, la más notable de las cuales fue la mina “El Zancudo”, existía una explotación aurífera en pequeña escala que no tenía los devastadores efectos ambientales que hoy padecemos.
La otra fuente que facilitó el auge económico de Antioquia fue el cultivo del café, actividad en la cual si bien hay grandes plantaciones en las que se utiliza mano de obra, ella siempre fue asalariada, no esclava. Al contrario de lo que sucede en el Brasil, buena parte del café se produce en pequeñas parcelas por el campesino cafetero, su mujer e hijos. Esta realidad social es función de factores topográficos. Mientras el café en el Brasil se cultiva en grandes planicies, en nuestro país y en otros, tales como Guatemala, Salvador y Nicaragua, los terrenos montañosos facilitan la consolidación de pequeñas parcelas.
Estas circunstancias del cultivo, no solo en Antioquia, tambien en el resto del territorio nacional, es la causa de que tengamos más de 500 mil familias cafeteras. El efecto político de esta configuración es la adhesión de esos propietarios de fundos de reducido tamaño a la democracia liberal. Por eso el populismo no goza de respaldo en las zonas en las que se cultiva el café.
Explica esta actitud que, para las necesidades de apoyo técnico, provisión de insumos agrícolas, siembra y renovación de los arbustos, mecanismos de compra garantizada, los caficultores cuentan con una institución que, a pesar de sus fallas, les ha sido útil: la Federación Nacional de Cafeteros, creada en Medellín en 1927. Su naturaleza es híbrida; es privada, pero maneja recursos públicos. Las contribuciones que desde la fundación de la Federación los exportadores pagaban voluntariamente, se convirtieron en obligatorias cuando se creó el Fondo Nacional del Café en 1940.
Me preguntaba mi querido yerno Mauricio hace poco, en una de nuestras gratas caminadas por la playa a la hora del crepúsculo, la razón para que los cafeteros dieran este paso: dejar que unos recursos que eran privados pasaran a ser públicos. Fueron dos los motivos: que la Federación fuera designada como operador del Fondo en virtud de un contrato con el gobierno que se ha renovado hasta hoy; y que el gobierno asumiera la obligación de proteger a los caficultores de las fluctuaciones del precio en los mercados internacionales. Así se estipuló
Sin embargo, esa garantía casi nunca se ha cumplido y no es cumplible. En general, fracasan los mecanismos de sustentación de precios de bienes, monedas y tipos de cambio. Los mercados son más poderosos que los gobiernos. Los Estados Unidos decidieron abandonar, en 1971, la paridad de su moneda frente al oro.
La confluencia de estas fuentes de riqueza -oro y café- hizo posible, ya en los albores del siglo XX, el surgimiento en Antioquia de una demanda vigorosa por bienes de consumo, implementos de labranza, materias primas para el agro, la cual se satisfizo por empresarios que organizaban recuas de mulas para abastecer los mercados ubicados en zonas montañosas; en ellas vivía la mayor parte de la población de esa región del país.
Ahora hablaré de mis abuelos maternos. De ellos no tengo correspondencia, pero sí una constelación de hermosos recuerdos.
Mi abuelo, Juan Manuel Angulo, fue socio, hasta su muerte prematura, de Juan David Botero, esposo de una de sus hermanas, y padre del célebre pintor Fernando Botero. Ambos eran propietarios de recuas de mulas con las que viajaban por los pueblos de las montañas de Antioquia, satisfaciendo una demanda amplia de bienes durables.Como arriero se ganó el pan (o mejor, la arepa y los frijoles) hasta que el desarrollo de los vehículos automotores desplazó el transporte animal.
Quise mucho a este abuelo que me enseñó a jugar ajedrez. En su recuerdo mi hijo lleva su nombre. En las tardes en las que hacía frío se quejaba de dolor en un brazo que se le rompió al ser derribado por su cabalgadura. Hasta muchos años después de su muerte, disfruté su pequeña casa de campo, que estaba ubicada en un lugar que, entonces, era paradisíaco: La Estrella, al sur de Medellin. La expansión de la ciudad y el tiempo devoraron ese lugar, modesto y hermoso; los naranjos que lo circundaban ya no existen; nunca volví a ver a los niños campesinos con los que, con armas de plástico, jugábamos a policías y ladrones. No sabíamos que desde 1948 el país se ahogaba en una ola de sangre. Amado, Elkin, amigos de la infancia: ¿qué fue de ustedes?
Voy a detenerme un poco más en el recuerdo de esta época de felicidad que, con intermitencias, duró desde mi infancia hasta mi temprana juventud. El Río Medellin nace en las cumbres andinas que circundan el Valle de Aburrá, en cuyas planicies y laderas la ciudad ha crecido. Poco antes de que el Río haga un brusco viraje hacia el norte y se derrame sobre la llanura, en lo alto de una colina paralela a su curso, se levantaba “Marinela”. Se llamaba así por la contracción de los nombres de Mariela y Nelly, mi tía y mi madre.
Por el borde del lindero con el empinado camino veredal, transcurría una acequia de agua transparente y helada que descendía de la montaña para el consumo de unas pocas familias, que venían de la ciudad por breves temporadas, y de la mayoritaria población campesina. Me fue concedido el anhelo de tener un pequeño estanque alimentado con el agua de la acequia para albergar mi colección de peces tornasolados. Por alguna razón desconocida e imprevista, una noche se suspendió el flujo de agua y todos los peces murieron. Recuerdo mi dolor profundo ante esa temprana evidencia de la muerte.
La casa tenía dos habitaciones privadas y un amplio dormitorio comunal. Al morir mis abuelos, en mi condición de nieto mayor, heredé uno de eso recintos cerrados. Su pequeña ventana se abría sobre el jardín. Al abrirla cada día al amanecer recibía el grato perfume de los jazmines; o si lo hacía en noches de luna llena, gozaba, además, del resplandor de sus flores que eran de un blanco inmaculado. El goce de estar vivo en medio del silencio, la paz nocturna y el misterio del universo me dejaron una huella profunda.
Esa habitación se comunicaba con el ancho corredor que abarcaba todo el frente de la casa. Allí leía y contemplaba el paisaje. Desde la altura podía ver, en la llanura, a un par de kilómetros de distancia, el discurrir del rio entre dos estrechas alamedas. Más lejos, una serie de colinas bajas y, en lontananza, las luces de la ciudad. Sentía especial devoción por ese entorno que fijé en mi memoria por si alguna vez me faltaba. Allí está. Tan nítido como a mis dieciocho años.
Soy agnóstico y místico al mismo tiempo. Carente de fe me refugio en la música religiosa; me encantan los ámbitos sacros. Soy seguidor de Epicuro quien nos habla desde la remota antigüedad. “Dioses? Tal vez los haya. Ni lo afirmo ni lo niego, porque no lo sé ni tengo medios para saberlo. Pero sé, porque esto me lo enseña diariamente la vida, que, si existen, ni se ocupan ni se preocupan de nosotros”.
Adoré a Elisa Medina, mi abuela materna. Recuerdo su dulzura, sus ojos de un azul profundo, su bondad infinita. En memoria suya mi hija tiene el mismo nombre. Al enviudar vivió con mi madre, mis tres hermanas y yo hasta su muerte.
Como era común en su medio social, usaba el pelo largo recogido en una moña que formaba una especie de diadema en torno a la cabeza. El trabajo de peinarlo debía resultar muy demorado. No importaba. Ya había educado a sus dos hijas, Nelly y Mariela. Le sobraba el tiempo. Entonces no se usaba que las “señoras” trabajaran.
Hacía parte de un grupo familiar que prosperó en la industria textil. Sin embargo, ella misma no participaba en esa empresa que se organizó por los hermanos hombres y las hermanas solteras. Como estaba casada, no hubo espacio para ella. La costumbre de la época en los estratos medios y altos de la sociedad consistía en que sostener a las hermanas casadas era responsabilidad de sus maridos. Por fortuna ese mundo patriarcal ha quedado atrás.
Desplazado por el cambio tecnológico, mi abuelo encontró un modesto oficio en la empresa de la familia de su esposa. Recuerdo sus silencios que, quizás, obedecían a la nostalgia por un mundo perdido y por la disminución de sus ingresos. Para resaltar esta última circunstancia, recuerdo que, si bien mis abuelos vivían, cuando yo nací, en el barrio más elegante de la ciudad, su modesta casa estaba ubicada en el lindero de ese barrio. Bastaba cruzar la carrera Palacé con la calle Manizales y el nivel social de los habitantes era ostensiblemente inferior. Así vivieron mis abuelos. Tratando de mantener un estatus social que no se acomodaba a sus ingresos.
Los padres a los que amé
Debo, para cerrar el círculo de mis ancestros, hablar de Manuel y Nelly, mis padres, ejercicio que no puedo abordar sin que a mis ojos afloren lágrimas.
Ambos venían de familias acomodadas, pero, ellos mismos, no lo eran. Al arribar a la mayoría de edad, y como sus padres ya habían muerto, mi padre tomó la porción de la herencia que le correspondía y se marchó a vivir a Nueva York hasta que agotó su dinero, que, según creo, no era mucho. Cuando regresó a Colombia en 1942 huyendo de la guerra, y se casó con mi madre, poco le quedaba. En cuanto a mi madre, la situación era parecida: los motores a gasolina empobrecieron a sus padres.
Al momento de casarse, Manuel fue acogido como empleado en la empresa textil de los tíos de su mujer. En el año 1948, intentó volar con independencia; abrió en Bogotá una oficina de importaciones de maquinaria pesada. El momento era propicio: la economía estaba en auge, su conocimiento del inglés, una herramienta que pocos tenían, le facilitaba la tarea. El 9 de abril de ese año fue asesinado Jorge Eliecer Gaitán, un dirigente político que probablemente ganaría las elecciones presidenciales para el siguiente periodo. La revuelta popular, que entonces se suscitó, aniquiló el sueño empresarial de mi padre. Nunca en la vida volvió a tener una oportunidad semejante.
Mis recuerdos de esos días de violencia y anarquía son nítidos. Dormíamos en el piso para prevenir el riesgo de balas perdidas. Las calles estaban desoladas; los pocos transeúntes que se atrevían a salir caminaban con las manos en alto. Vi arder el Colegio de la Salle ubicado a poca distancia.
El daño para el país fue gigantesco. Desde entonces hemos padecido otros ciclos de violencia. En la actualidad, a pesar de que ya no existen móviles políticos para las acciones que adelantan grupos armados, insistimos en negociaciones de paz que a nada bueno pueden conducir. El gobierno cree -o finge creer- esta patraña.
Muchos años después de aquella semana de disturbios, tuve la ocasión de compartir en la Habana, acompañado por unos pocos colegas, dos largas noches con Fidel Castro. Nos contó que, por casualidad, cuando se inició la revuelta, siendo entonces nada más que un joven estudiante aventurero, estaba en Bogotá y que participó activamente en la revuelta. Se ufanaba de sus acciones. Como tantos otros revolucionarios, no parecía tener conciencia de los daños enormes que la violencia generalizada ocasiona a las sociedades que la padecen. Para evitar esos estallidos, es mucho mejor adelantar agendas reformistas que permitan realizar, de manera gradual, los ajustes que el inevitable cambio social exige.
Habiendo fracasado su emprendimiento en Bogotá, mi padre fue acogido de nuevo por la familia de su esposa. Fue nombrado gerente de la empresa textil en Cali. Allá fuimos a parar. Cuando mi madre tomó la decisión de separarse de mi padre, una decisión muy inusual en aquella época, mi padre perdió, por obvias razones, su empleo. El resto de su vida intentó, con menguado éxito, muchos otros proyectos.
Desde niños, mis hermanas y yo vivimos en una situación de incertidumbre económica, aunque nunca privaciones. Mi padre jamás tuvo recursos para apoyar a sus hijos con Nelly. Fue gracias a sus denodados esfuerzos, y a los de su familia materna, que pudimos tener un nivel de vida decoroso.
Este contraste entre el nivel de ingresos, y el estatus social que teníamos que aparentar, se manifestó de mil maneras. Cuento una. Yo asistía a la Universidad muy bien vestido (mi madre me traía la ropa de la Isla de San Andrés que entonces era puerto libre), pero, de ordinario, no tenía dinero para compartir con mis compañeros un refrigerio entre una clase y la siguiente. Y como desde entonces era lector empedernido, me sentaba a leer en el patio adyacente a la cafetería. El resultado fue lamentable: fui catalogado como un joven arrogante cuya alcurnia le impedía fraternizar con estudiantes de modesto origen, que, por cierto, abundaban en la Universidad de Antioquia, una institución estatal. En el medio universitario hice muy pocos amigos. Donde sí los hice fue en mi barrio de adolescencia y primera juventud: “Laureles” en Medellín.
Voy a hablar ahora de mi padre, un ejercicio que me suscita profundas y encontradas emociones. Juzgarlo con ecuanimidad es difícil.
En noviembre de 1919, Franz Kafka escribió su celebre “Carta al Padre”, la cual nunca intentó hacer llegar a su progenitor, tal vez abrumado por la dureza de sus palabras: “A veces me imagino el mapa del mundo extendido y a ti estirado a lo ancho sobre él. Y tengo la sensación de que, para mí, solo son habitables las regiones que tu no cubres o que no están al alcance de tu mano”.
En otra parte se refiere a la experiencia de desvestirse para tomar juntos un baño de mar. “Yo flaco, débil, poca cosa; tu fuerte, grande ancho. Yo ni siquiera necesitaba salir de la caseta para sentirme un guiñapo, y no solo a tus ojos. Sino a los del mundo entero, pues tú eras para mí la medida de todas las cosas”. Por lo que refiere a mi relación con mi padre durante la infancia y adolescencia bien podría suscribir estas palabras.
Recuerdo con terror a mi padre, que intentando corregir la poca habilidad manual que me caracteriza, un buen día me obligó a abotonar y desabotonar varias veces una de sus camisas, mientras mi madre, acongojada, guardaba silencio sin atreverse a intervenir. Fue una dolorosa experiencia. Todavía intento, si nadie me observa, ponerme la camisa sin abrirla.
Esta ineptitud mía para asuntos que requieren habilidad manual, que está más en la mente que en las manos, me ha causado múltiples sinsabores. De niño recibí de regalo un “Meccano”, lo que hoy llamaríamos un “Lego”, solo que entonces las piezas eran de madera, no de plástico. Me derrotó observar en el folleto de instrucciones los objetos que podrían construirse: castillos, puentes, automóviles. De antemano me declaré incapaz de acometer esas tareas.
Por esa misma razón perdí en el colegio el curso de dibujo, cuyo objetivo consistía en que aprendiéramos el manejo de la perspectiva lineal, a fin de representar la profundidad y la distancia mediante líneas convergentes hacia un punto de fuga. Elemental, mi querido Leonardo da Vinci. Al año escolar siguiente, los beneméritos curas de mi colegio me dispensaron, conscientes de mis limitaciones, del curso de dibujo.
Con estos antecedentes, es comprensible un principio rector de mi vida: “Lo que no se pueda arreglar con un memorial o un martillo, no tiene arreglo”. (Esta es la versión original; de la actual he suprimido el martillo).
Mi padre era, en aquellos años, de una gran presencia física. No perdía oportunidad de lucir su cuerpo moreno y bien proporcionado y su resplandeciente sonrisa. ¡Ay qué duro fue después verlo viejo, enfermo, sin piernas, postrado en una silla de ruedas! Marguerite Yourcenar, en “Opus Nigrum”, refiere a esta decadencia corporal: “El cuerpo, ese reino del que nos creemos príncipes y del que somos prisioneros”.
Bella expresión que cabe modular. El cuerpo, durante un cierto período de la vida, cuando nos da placer compartirlo, es un perfecto estuche del alma; con el paso del tiempo, o cuando nos avasalla la enfermedad, se convierte en una cárcel. O sea que sí, momentos hay en la vida en los que gozamos de esa condición principesca, que la imparable corrosión del tiempo se encarga de aniquilar. De ahí esa nostalgia por el cuerpo que tuvimos, que ahora es mía en la senectud, y que solo logro vencer pensando en que, si pudiera, no quisiera volver atrás.
Como si fuera hoy recuerdo a Manuel subir a la plataforma de clavados (diez metros de altura) del recién inaugurado Club San Fernando de Cali. Nadie se atrevía a lanzarse a la piscina desde esa altura. Nadie salvo él, quiero decir, que había aprendido a hacerlo en los Estados Unidos.
Saltaba de una manera magnífica. Al iniciar el salto, abría los brazos como si fuesen las alas de un cóndor, luego los juntaba, rígidos sobre su cabeza, y entraba al agua en una vertical perfecta, sin salpicar ni hacer olas. Al regresar a la superficie, recogía el aplauso silencioso de los presentes. Entre tanto, yo quería que me tragara la tierra, temeroso de que me forzara a subir a esa estructura que se perdía en las alturas y, desde allí, arrojarme al vacío. No alcanzo a vislumbrar a mi madre, persona discreta, que tal vez se escondía para no estar presente en el instante del triunfo escénico de su marido.
Otra idea genial que trajo Manuel de los Estados Unidos -genialidad de la que fui víctima- fue que los recién nacidos pueden aprender a nadar antes que a caminar. Lo intentó conmigo cuando tenía meses de nacido. Aprendí a nadar a los trece años. El estilo que mejor me viene es “nadadito de perro”.
Por fortuna, mi estatura infantil impidió que me obligará a imitarlo en el ejercicio de saltar sobre tres caballos colocados en paralelo. Según él, era muy sencillo. Bastaba tomar impulso, saltar con ímpetu, apoyar las manos sobre el lomo del caballo intermedio, dar una vuelta en el aire, y caer al otro lado, inmóvil sobre ambos pies. La maroma terminaba con un saludo olímpico. Entiendo que aprendió a hacerlo en la Escuela Militar en Bogotá. Allí duró poco, pero hizo grandes amigos.
El contraste entre mi padre y yo no podía ser mayor. Yo era pálido, de magra contextura, me acomplejaba ser bizco y un tanto cegato. No me relacionaba fácil con los niños de mi edad. Mi único amigo de la infancia fue mi primo Alfredo Giraldo, el hermano que nunca tuve. Durante unos años singularmente difíciles, cuando estuve en Cali al cuidado de algunas de las hermanas de mi padre, las mismas que velaron por él en su orfandad, pasé muchos fines de semana en su casa. Recuerdo con gratitud a sus padres, Kike Giraldo y Ofelia Botero, mi tía.
Kike, hacendado y comerciante exitoso, tenía una “radiola” y una buena provisión de discos del género que conocíamos como “brillante”: versiones edulcoradas de música culta. Los desayunos en su casa incluían chocolate y pan, conforme a la tradición de esa región del país. En Antioquia se desayunaba con café y arepa. Estas amplias diferencias entre regiones, que eran tambien lingüísticas, ya casi no existen.
La influencia de mi padre fue crucial para que yo adquiriera la inextinguible pasión por la lectura, a pesar de que cuando yo era niño poco pude gozar de su pequeña biblioteca; la mayoría de los libros estaban escritos en inglés, lengua que hablaba con fluidez y sin acento. Le debo igualmente la devoción por la música culta que le fascinaba.
A comienzos de los años cincuenta, Manuel compró una grabadora de sonido de las que se llamaban “reel to reel”, (Elisa, mi hija, las ha visto en cine), pero carecía del artefacto necesario para conectarla con un reproductor de discos de vinilo, que en aquel entonces se llamaban“Long play”. Eso no fue inconveniente para Manuel: convirtió la sala y comedor de nuestra casa en un estudio de grabación. Esto quiere decir que con cierre de ventanas y puertas, cortinas, exigencias de silencio y desconexión del teléfono, podía“grabar” usando el micrófono de su flamante aparato, los discos que sus amigos le facilitaban.
Desde fines de la adolescencia aquel modelo de relación filial que describe Kafka empezó a cambiar. Primero, porque el divorcio hizo a mi padre muy vulnerable desde el punto de vista emocional. En mi condición de hijo mayor me correspondió servirle de paño de lágrimas. Luego, porque me correspondió ayudarle a solventar sus recurrentes dificultades económicas.
Manuel nació en Cali, capital del Valle del Cauca, en 1916. Tuvo siete hermanas mayores y un hermano menor, Alberto, que murió poco antes de yo nacer. Mi padre perdió a sus padres con un año de diferencia. A los diecisiete años ya era huérfano, una difícil carga. Desde ese momento y hasta arribar a la mayoría de edad, que entonces era a los veintiún años, estuvo sometido a la tutela de sus hermanas mayores, a las que quise, debo gratitud, y que debieron ser muy severas con esos hermanos menores.
Cuando cumplió los veintiún años reclamó su parte de una herencia menguada y se marchó a New York. Sospecho que se dio la gran vida hasta cuando la disminución de sus fondos, y el control de la navegación marítima en el Océano Atlántico por los nazis, lo obligaron a regresar.
Sus ancestros eran antioqueños. Su padre había nacido en Manizales, ciudad que, desde la perspectiva cultural, es muy semejante a la región antioqueña; su madre en Rionegro, cerca de Medellín. Ambos hicieron parte de un gran proceso migratorio que duró unos setenta años, desde Antioquia hacia el sur, con el fin de asentarse en los actuales departamentos de Caldas, Quindío, Risaralda, Huila y Tolima. El factor determinante de ese éxodo, que de alguna manera se parece a la conquista del centro y oeste de los Estados Unidos en la segunda mitad del Siglo XIX, fue determinado por la necesidad de encontrar nuevas tierras aptas para el cultivo del café.
Esos orígenes explican el amor de mi padre por una región en la que no nació. Lo ilustra esta historia. En la década de los ochenta, derrotado una vez más por la vida, llegó a Medellín a buscar protección. Yo era su hijo mayor y el único que tenía recursos económicos, así fueran modestos, para sostenerlo. Le ayudé hasta su muerte. Al recibirlo en el aeropuerto le pregunté: ¿“a qué vienes”. Me respondió: “vengo, como los elefantes, que retornan a su lugar de origen para allí morir”. Así ocurrió.
Mi padre, hasta donde puedo saberlo, fue infeliz casi toda su vida. Sufrí por sus infortunios, que fueron muchos, a pesar de que no estaba a mi alcance remediarlos. Tuvo muchos defectos que ya no es el momento de reprocharle, pero que nos hicieron sufrir a mi madre, mis hermanas y a mí. Fue sensible e inteligente; amó a sus hijos con pasión. Tenía un gran don de gentes, talento y gusto por la cultura. Su temprana orfandad ayuda a comprender su desasosiego, su propensión a la tristeza y su inestabilidad emocional.
Mi madre, Nelly, nacida en 1920, tuvo unos padres maravillosos y una hermana, mi tía Mariela. Ella y su marido, el tío Martín, nos dieron, a mis hermanas y a mí, un amor infinito. Martín fue para nosotros un segundo padre.
Mi ángel tutelar, a quien debo casi todo lo bueno que en mi exista, fue esa madre adorada. Me prodigó su amor con generosidad absoluta. Con su ejemplo, más que con sus palabras, me infundió valores a los que he procurado ser fiel. Fuimos íntimos amigos. Cuando en su vejez se agotaron sus ahorros, puse los recursos necesarios. Fingí que meramente administraba sus fondos. Ella fingió creer. La discreción era una de sus mayores cualidades.
Fue muy duro para mí madre, cuando se rompió el matrimonio con mi padre, mantener unas apariencias que excedían los apoyos que recibía de sus tíos, y que ella complementaba con un pequeño negocio: importar ropa aprovechando ciertas exoneraciones tributarias a las importaciones que se hicieran al territorio continental desde la Isla de San Andrés. Luego, cuando me fui a Estados Unidos a estudiar en 1972, su sostuvo alquilando habitaciones en nuestra casa para jóvenes universitarias de otras ciudades.
Un dato curioso sobre la muerte de mis padres. Murieron en los mismos mes y día, con 10 años de diferencia.
Vacaciones memorables de la infancia
Voy ahora a la pregunta de Lauren sobre unas vacaciones memorables de mi niñez, anotando que memorables no significa que hayan sido gratas. Cali, la ciudad en la que vivíamos, queda cerca de la costa pacífica de Colombia, pero, en aquel entonces, el viaje terrestre hasta Buenaventura, nuestro principal puerto en el océano Pacifico, tardaba cerca de 12 horas para recorrer una distancia que es casi la misma que la que hay entre Philadelfia y New York. Hoy el viaje sigue siendo demorado. Es preciso salvar dos obstáculos formidables: la cordillera occidental y la región selvática paralela a la línea costera.
Imagino que por ese motivo, mis padres y sus amigos, concluyeron que era mejor fletar un avión que nos llevara hasta Tumaco, un pequeño pueblo pesquero del Océano Pacífico en la frontera con el Ecuador. Ese avión era un DC-3 como tantos que se utilizaron durante la Segunda Guerra Mundial, y que hasta hace poco volaban en muchos países pobres. Recuerdo el nombre del piloto -capitán Cabrera-, y que la única aeronave de su empresa no tenía sillas sino bancas, como es común en el transporte militar. Poco después de nuestro memorable viaje perdió la vida en el riesgoso vuelo sobre la cordillera.
Recuerdo la belleza, turbulencia y majestuosidad del mar al que por vez primera veía, el cielo plomizo propio de esa región, y la alegría de la gente, que es tan característica de los negros. Yo fui un niño tímido y asustadizo, mientras mi padre era audaz, extrovertido y autoritario. Tuvo que forzarme a penetrar unos pocos metros en el agua; mí terror aumentó al sentir que el suelo era fangoso; lo imaginaba lleno de animales peligrosísimos. Lo curioso es que algo de razón tuve. De repente sentí un grito de dolor suyo. Luego me asió de la mano para buscar la orilla. Entonces pude ver en una de sus piernas, como si fuera un latigazo, la marca del animal que lo había picado: una raya.
A Lauren quizás no le sorprenda la manera de quitarle el dolor y prevenir la infección: que cuantos hombres hubiera disponibles le orinaran en la herida.
Este otro recuerdo tampoco es feliz. Cubierta por la niebla del ayer, que casi no me permite recordar, sucede en la Laguna de la Cocha, cerca de Pasto, en el sur de Colombia. El ambiente es frío y brumoso. Yo debería tener doce años. Logro vislumbrar la presencia de mis hermanas y de mi padre, pero no de mi madre. No estaba. La busco por los suburbios de la memoria y no la encuentro. ¡Creo que mis padres ya se habían separado! Ya no hay dolor. Persiste una nostalgia que nada puede remediar. El pasado es como una segunda piel escondida que siempre nos envuelve. Es parte de nuestro estar en el mundo.
En este periodo de mi niñez caleña, mi padre levantó una modesta casa de campo a partir de paneles prefabricados, una verdadera innovación. Carecía de energía eléctrica. En las noches nos alumbrábamos con lámparas de petróleo que producían una luz mortecina; había tambien lámparas “Coleman” de gasolina muy potentes que solo se usaban para situaciones extraordinarias. Sensible a la cultura como era, Manuel decoró las paredes con reproducciones de Pablo Picasso pertenecientes a sus periodos tempranos, que se conocen como azul y rosa.
Para llegar a “La Serranía”, que estaba situada en las cumbres de la cordillera occidental, a cuya vera la ciudad se recuesta, había que recorrer un breve trecho de 25 Kilómetros. Una experiencia inolvidable. Justo al salir de la ciudad, la carretera tomaba un empinado curso montañoso de 17 kilómetros. La cálida temperatura del valle pronto cedía a un clima frío, y del sol radiante de las tierras bajas se pasaba a la niebla de las alturas. Luego se iniciaba un breve descenso hacia tierras templadas en las que el café se cultiva.
En esos años se producía la modalidad del café que se conoce como “borbón”. Eran arbustos grandes que requerían la sombra de árboles altos y frondosos para optimizar la productividad del cultivo. El entorno resultante era hermoso y no causaba impactos ambientales de consideración. Infortunadamente, se desarrolló un nuevo tipo de cafeto -el “caturra”-, que era más productivo que el tradicional, pero que requería plena exposición al sol. Colombia aumentó su producción cafetera; las consecuencias sociales y económicas fueron positivas. Sin embargo, pagamos un precio enorme del que no se tuvo conciencia: la deforestación masiva de buena parte de las laderas andinas.
El caturra destruyó buena parte del mundo rural de mi infancia. Algunos bellos cuadros de Gonzalo Ariza conservan imágenes de una Colombia entrañable que ya no existe.
El predio campestre de mi familia bordeaba el curso de un riachuelo que mi padre resolvió represar. Para lograrlo, ordenó construir un muro de contención y, en su centro, una compuerta, unida, en un extremo, a un eje en forma de espiral y, en el otro, a una rueda, para así poder, subiéndola y bajándola, regular el flujo. En esa piscina natural finalmente aprendí a nadar. Era una cuestión de honor. Mi hermana Beatriz, dos años menor, ya sabía. No había sido sometida por mi padre a la experiencia traumática de nadar antes que caminar.
La rueda de la fortuna
Un día hacia las 10 de la mañana se presentaron lluvias torrenciales y el cauce comenzó a subir con celeridad. Aterrorizado vi pasar por encima de la presa el cadáver de una vaca ahogada. Esas tempranas evidencias de la muerte dejan huellas indelebles.
Mi padre llegó a la conclusión de que tenía que abrir la compuerta antes de que la fuerza del agua derribara la presa. Debía proceder con rapidez antes de que llegara a la altura del muro. La abrió, en efecto, pero no pudo regresar. La creciente se lo impidió. Subió, entonces, encima de la rueda, que todavía no estaba cubierta por la avalancha.
Era esa una solución temporal; el cauce seguía aumentando. Sin embargo, mi padre era un súper héroe al mejor estilo de las historietas gráficas que nos llegaban de los Estados Unidos. El mayordomo le lanzó un cable que sujetó a su cuerpo, y se lanzó al torrente del lado opuesto a la presa. La operación fue un éxito. Aterido de frío, desnudo y golpeado, pero ya a salvo, imagino que mi padre se tomó unos aguardientes. En esa ocasión estaban totalmente justificados. ¡Ay, pero, no en otras; no en otras!
Este dramático episodio lo observamos de cerca mi madre, mis tres hermanas y yo. La neblina de los años no me deja recordar nada más. Creo que llorábamos en silencio y nada decíamos.
Tuve la mala suerte de que mis padres me regalaran un “ponny”, la variedad más pequeña de los equinos, que apenas sirven para darle vueltas y tomar fotos a los niños en un parque de diversiones. Estos eran detalles minúsculos para mí padre. Le pareció fantástico que su hijo fuera a una cabalgata con niños más grandes que montaban en caballos normales. Inicialmente, creí que el día se había oscurecido, pero, en realidad, sucedió que me había quedado solo en medio de una gran polvareda. Solo con mi ponny, quiero decir.
Un episodio infortunado, que hoy me hace sonreír, sucedió cuando murió el obispo de Cali. Los estudiantes de todos los colegios de la ciudad fuimos convocados a la Plaza de Caycedo para asistir a las honras fúnebres, vistiendo nuestros respectivos uniformes “de gala”, que eran de chaqueta azul y pantalón gris, salvo el de mi Colegio – el Pio XII-. Nuestro traje era blanco y negro. Todavía estoy investigando las razones por las cuales no pude llegar hasta donde mis compañeros estaban reunidos. El hecho es que estuve atrapado, en un mar azul y sin poder disimular mi chaqueta blanca, durante las horas que duró la ceremonia. Mantuve todo el tiempo la vista baja. Sospecho que se burlaban de mí.
Una tragedia se desploma sobre mi cabeza
Estos episodios ocurrieron al comienzo de los años sesenta. Mi madre, ya separada de mi padre, decisión que mantuvo a pesar de sus muchos ruegos y lágrimas, vivía en Medellin con mis tres hermanas. Yo, que había huido de mi casa, inducido por un padre sumido en una tristeza profunda, vivía con él en Cali.
Creo recordar que era un sábado en la mañana. Sorpresivamente me enteré de que a poca distancia se había presentado una riña dentro de un taller de mecánica. Que una persona había muerto y otra estaba herida, y que mi padre, el autor de los disparos, había huido del lugar. Minutos después mi padre se entregó a las autoridades y conducido a prisión. Allí permaneció durante varios años en detención preventiva hasta que fue absuelto. Entonces no existían plazos perentorios, como sucede en la actualidad, para resolver los procesos penales.
Como evidentemente no podía vivir solo, la solución acordada por mis padres consistió en que, durante la semana, permaneciera interno en el colegio, y que el fin de semana lo pasara en la casa de alguna de mis tías, hermanas de Manuel. Fue así como me convertí en el “niño de los curas”, o sea en el único estudiante interno de mi colegio. Esos beneméritos sacerdotes, que no estaban preparados para tan singular tarea, hicieron lo posible por protegerme y cuidarme.
Sin embargo, esos apoyos, familiares y colegiales, no eran suficientes para permitirme superar un estigma profundo: hijo de padres separados y con el padre en la cárcel, o en la “Universidad”, como él decía. Cuando fue evidente que su proceso penal no se resolvería pronto, regresé a Medellin al lado de mi madre. Tenía catorce años. Comencé una vida nueva llena de experiencias felices, dolor por la suerte de mi padre y por la temprana destrucción de mi familia nuclear. La herida cerró, la cicatriz es ya casi invisible.
Violencia: vida y literatura
Desde la temprana infancia, mi rechazo y horror ante la violencia han sido absolutos. No obstante, en mi juventud asumí que es una anomalía, un fenómeno transitorio, que el avance de la civilización nos permitiría superar. Hoy tengo claro que otra es la realidad. Somos violentos por naturaleza. Peor aún, la crueldad, la sevicia, el gozar torturando a nuestros semejantes, o a los animales, como en las abominables corridas de toros, son atributos exclusivos de nuestra especie.
La propensión a la violencia en ciertos individuos es un problema que debe afrontarse desde las ópticas de la salud pública y la criminología. Pero más me preocupan, en la actualidad, las manifestaciones violentas de orden colectivo. En “Masa y Poder”, Elías Canetti, premio Nobel de Literatura de 1981,nos enseñó que caudillos totalitarios, sea cual fuere su ideología, pueden galvanizar en su apoyo a vastas colectividades, incitándolas a que cometan actos de violencia, sin que los individuos que las integran atiendan los valores morales que, por fuera de ese contexto, les servirían de freno. Un conjunto de individuos, como consecuencia del aura y el prestigio del caudillo, puede convertirse en una masa irresponsable y violenta. Bien dijo Canetti que, en esas circunstancias, “Podría ser que el hombre que no quiere matar se le niegue, al final, cualquier decisión libre”.
A comienzos de los años 50 de la pasada centuria, se desplegaba una ola de violencia interpartidista. Fue, en cierto sentido, la última de las guerras propias de la consolidación de la República. Los fenómenos de violencia posteriores tuvieron que ver con la captura del Estado por grupos insurgentes de origen comunista; y, más recientemente, con la expansión de una criminalidad que simula fines políticos, pero que, en realidad, no pretende derrumbar las instituciones, sino cooptarlas. Muchos no se han dado cuenta, especialmente en el gobierno, de esta transición.
Pues bien: en aquel contexto supe que en la carretera que conduce desde el municipio de Caldas a Medellín, a corta distancia de Marinela, estaban detenidos unos vehículos que transportaban cadáveres. Fue irresistible el deseo de salir corriendo colina abajo para fisgonear. Mi baja estatura no me facilitaba ver qué había dentro de un enorme carro negro. Empinándome, pude observar el cuerpo de un hombre grande y robusto, apaciblemente muerto, si así puede decirse. Sus piernas habían sido desmembradas y colocadas, con el mayor cuidado, a su lado. Con el candor propio de la temprana infancia, debí pensar que las necesitaría en el otro mundo. Ignoro cómo tuve fuerzas para regresar, montaña arriba, y temblando como un papel, hasta mi casa. Muchos de los cuadros de Fernando Botero describen la atroz violencia de aquellos años.
Desde esa misma época y lugar me llegan, aturdiéndome el alma, los gritos de las reses y cerdos que degollaban en un primitivo matadero cercano. No se había desarrollado aún la sensibilidad por el dolor de los animales; tampoco el concepto de que hay deberes éticos hacia los otros seres sintientes. Por fortuna, ya hemos entendido, y no plenamente asumido, que no somos “los reyes de la creación”.
El Valle del Cauca de mi niñez era esplendoroso. El Río Cauca corría apacible por la llanura. En ciertas épocas del año abandonaba su cauce e inundaba, fertilizándolas, las vegas adyacentes. Los cultivos de arroz eran numerosos. Estas circunstancias atraían bandadas de aves de muchos tipos, incluidos patos canadienses y otras especies migratorias. Un verdadero festín para mi padre y sus amigos cazadores. No tengo nada que reprocharles; eran otros tiempos. Solo que me resulta aterradora la experiencia de escuchar los disparos y ver caer muertas montones de aves, como parte de lo que para ellos era una actividad placentera.
En esos años -comienzos de la década de los cincuenta- mi padre era gerente de Arrocera La Esmeralda, tal vez el primer molino de arroz que hubo en la región. El arroz se ponía a secar, antes de empacarlo, en grandes patios de cemento. Desde los cielos las palomas acudían por cientos en búsqueda de ese alimento. Mi padre puso en mis manos una escopeta y me instó a que la usara. Fue la primera y última vez que lo hice. Disparar a 10 metros de distancia sobre un grupo de palomas significó, de un momento al otro, la transición de la vida a la muerte. El fin del Paraíso Terrenal y el comienzo del Apocalipsis. Las plumas iridiscentes se convirtieron en una masa sanguinolenta; el silencio sucedió al arrullo de las palomas. Y no por la obra de terceros, sino por mi propia mano. Resuena todavía ese disparo en mi corazón.
Estos episodios explican que, a pesar de su belleza, “La Ilíada” no sea mi preferida entre las epopeyas de Homero. Es la apoteosis de la guerra y la violencia. La ira, la crueldad, la falta de clemencia por el vencido me sumen en estupor e incomodidad. Sin embargo, sus cantos finales marcan un notable contraste con el resto de la obra y son de singular belleza. Aquiles ha dado muerte a Héctor y arrastra su cadáver atándolo a su carro de combate. El rey Príamo, su anciano padre, acude al campamento aqueo para implorar que se le devuelva el cadáver. Durante un breve interludio parece que la paz fuera posible entre quienes han combatido por más de 10 años. No lo fue. Después de la tregua pactada, la guerra continúa y Troya es destruida.
El vencimiento y saqueo de la ciudad amurallada es el punto de partida de “Las Troyanas” de Eurípides, el último de los grandes trágicos griegos. Se narra en esta pieza conmovedora la suerte de las madres, esposas e hijas de los líderes de la ciudad arrasada. Los vencedores se las reparten para convertirlas en sus concubinas o esclavas.
Es este un monumento, tal vez insuperable, al coraje femenino. Los hombres suelen ser los causantes de la violencia homicida; las mujeres sus víctimas. Se ven arrastradas, por amor o fidelidad a sus hombres, a guerras que en su fuero íntimo detestan. Saben los dolores que las esperan como consecuencia de unas acciones que no pueden detener. Antes de que ellos partan hacia el combate ya se sienten viudas, huérfanas y despojadas de sus hijos.
El descubrimiento de Eros
El Río Cali de mi infancia, como casi todos los ríos de esa época, era de cristal líquido; nace en la abrupta cordillera occidental, recorre la ciudad de sur a norte, rinde sus aguas en el río Cauca, éste en el Magdalena, el que finalmente las vierte en el mar Caribe. Al pasar por la ciudad, el río fluye paralelo a la avenida Colombia. En una de sus bandas existe todavía una alameda o camino peatonal; a su vera había unas pérgolas que proveían sombra a las bancas ubicadas debajo. En la otra orilla, se encontraba un prado arborizado que, al caer de la tarde, y cuando el calor ya había disminuido, los jóvenes enamorados frecuentaban. Yo debía tener unos doce años e inadvertidamente me encontré caminando a la vera de esas parejas juveniles.
Primero, quedé estupefacto; me resultaba difícil entender lo que estaba presenciando; no quería mirar, pero no podía dejar de hacerlo. Luego, me dominó un sentimiento ambiguo, de miedo ante lo desconocido, y de deseo. Comprendí, entonces, que el mundo en el que hasta ahora había vivido se derrumbaba. El futuro sería otra cosa: yo tambien quería besar, acariciar y abrazar, pero ¿a quién, cómo y dónde sí aún era un niño?
Otra experiencia de descubrimiento sexual, que está grabada en mi memoria con nítidos caracteres, fue haber conocido, en 1957, a mis trece años, a una bellísima joven, candidata por el Valle al Reinado de Belleza en Cartagena, un evento que hoy carece de la importancia que entonces tuvo. Su presencia me deslumbró. Se dirigió a mí con singular delicadeza. En ese momento el tiempo y los astros se detuvieron, el silencio se hizo absoluto, los astros detuvieron su curso y yo perdí el uso de la voz. Cuando esa eternidad fugaz cesó, pude darme cuenta de que ella estaba frente a un adolescente, no ante un joven que, al menos, tuviera su estatura y edad. Parado frente a ella yo debería llegarle a la altura de sus hombros. Todavía me estoy reponiendo de esa enorme desilusión.
Ya viviendo en mi amado barrio de Laureles, posiblemente un par de años después del momento en que este relato finaliza, me enamoré de una joven cuya casa y la nuestra colindaban. Ese sentimiento era compartido. El único problema era que ella me llevaba unos dos o tres años. Ser novios en público hubiera sido ridículo. La solución dolorosa consistió en que ella se fuera para un convento. Allí estuvo el tiempo necesario para que nos curáramos de esa fiebre juvenil.
Primeras experiencias laborales
Como consecuencia de la tragedia atrás mencionada, debí regresar de Cali a Medellín. Pero como entre el momento de mi regreso, y el inicio del año escolar, debían transcurrir varios meses, mi madre hizo gestiones para que pudiera trabajar. Me presenté, pues, el lunes siguiente en la empresa que me abrió el espacio, que era una de las primeras tiendas por departamentos que funcionaron en la ciudad. ¡Me pusieron a mover cajas de un lado para el otro, labor para la que un adolescente, habituado a estar sumido entre libros, estaba pesimamente dotado!
De nuevo mi madre intervino y me trasladaron a la sección de control de inventarios. Tenía que verificar, junto con un compañero, el número exacto de objetos que se encontraban puestos a disposición de los compradores. En cada góndola podía haber miles de pequeños artículos de bajo valor, diga usted peines o pintalabios.
– “Compañero: ¿Cuántos contó usted?”- “632”. -“De malas compañero, volvamos a contar; mi cuenta es que hay 636”. Estas incongruenciaspasaban con frecuencia, pero terminaban a las 9 a.m. cuando el almacén abría sus puertas al público.
Al finalizar mi cuarto año en la Universidad, mi madre me pidió que le ayudará un poco con la carga económica. Así es que volví a trabajar, esta vez como inspector del trabajo. Recibía salario de tiempo completo, aunque laboraba solo cuatro horas al día. Esa fue una experiencia importante. Conocí de primera mano los abusos que se cometían contra las empleadas de servicio doméstico, que, en general, eran mujeres pobres, venidas del campo y madres solteras. En este problema, como en tantos otros, nuestro país ha avanzado, aunque falta camino por recorrer.
Como estas tareas debían desarrollarse antes de que el almacén abriera sus puertas al público, salía de mi casa en bicicleta a las 5 de la mañana. Desde entonces me fascinan esos objetos. Todavía hoy, si al mismo tiempo veo pasar una mujer hermosa y una bicicleta de alta gama, no sé a cuál de esas bellezas mirar primero. El ideal consiste que las beldades pasen pedaleando frente a mis ojos. A veces ocurre.
Medellín era una fiesta
Estoy en Medellín en octubre de 1959 y cumplo quince años. Mi madre y mi tía Mariela advierten que soy un adolescente solitario, que ha regresado a vivir en una ciudad extraña y en un barrio que no conoce. Que carece de hermanos y primos de su edad en esa ciudad y, por supuesto, de compañeros de colegio. Su acento caleño resulta extraño y provoca burlas. Los pocos adolescentes que conoce han inventado una forma de divertirse a su costa: lo invitan a salir en bicicleta, le dan unas cuantas vueltas para desorientarlo y, súbitamente, se esfuman. Entonces le toca descubrir el regreso a casa, orientándose por la torre de la iglesia de Santa Teresita.
Concluyen madre y tía, que debo aprender a bailar y descubren que, en la casa de una pariente de ellas, las niñas de mi edad reciben clases. Así fue como el antiguo niño de los curas pasa a ser el único varón entre un grupo de bellas adolescentes. Aprendí a bailar merengues, porros, cumbias y boleros. Me encantaron esas chicas, solo que el costo fue alto: la antipatía de los adolescentes del vecindario que me vieron como un peligroso rival. Quizás lo era sin darme cuenta.
Diseñaron, pues, una estrategia remedial que funcionó bien, aunque no por completo. Hacer una fiesta a la que invitaron a mis queridas danzarinas y a sus enamorados, a todos ellos. Infortunadamente, se filtró la noticia de que ese ágape coincidía con mi cumpleaños. Por largo tiempo tuve que soportar bromas pesadas: ¡Es a las niñas a las que se festeja al arribar a esa edad, no a los hombres!
Somos parte de la humanidad
Para terminar este arrume de recuerdos quiero poner de presente que, si nos remontamos 100 o más años, buscando las ramificaciones y raíces de nuestro árbol genealógico, nos daremos cuenta de que somos parte de la humanidad entera. Y que, más atrás de ella, se encuentra el remoto cosmos, cuando ni siquiera había surgido la vida.
Es lo que con singular belleza describe Marguerite Yourcenar en el “El Laberinto del Mundo”: “Las estrellas relucen, colocadas más o menos igual que hoy, pero sin que nosotros las hayamos unido todavía entre sí, formando cuadrados, polígonos y triángulos imaginarios, y sin haber recibido aún nombres de dioses y de monstruos que no les atañen”.
Pienso en Sienna, mi nieta, y en su hermana, que, en el calor y oscuridad acogedores del vientre materno, se está preparando para vivir. ¡Nunca me había maravillado tanto el milagro de la vida! En el torrente de sus sangres, y por la vía de su padre, reciben una carga genética múltiple: blanca de Italia y España, árabe y judía de la península Ibérica, tal vez indígena de esta parte del continente americano y negra del África. Los genes de Lauren las enriquecen, hasta donde sé, con los venidos del norte de Europa y de la región del mar Adriático. Y por supuesto, del gran país del que mis hijos son, ahora también, ciudadanos.
Epílogo
Aquí termina este relato que abarca algo así como una centuria y concluye al inicio de mí juventud. Escribir las vicisitudes de mi vida, desde entonces hasta ahora, cuando me encuentro cercano a los ochenta años, sería un esfuerzo largo y complejo que no quiero realizar. Mi vida no es diferente de la de otros muchos de mis contemporáneos. No vale la pena contarla. Tengo otros planes por delante que me atraen más. Hasta aquí me trajo el río.
Bogotá, Subachoque, Medellín, enero/ marzo de 2024
A PARTIR DE ESTE PUNTO COMPARTO LAS MEMORIAS CONVERSADAS DE NUESTRA CONVERSACIÓN DEL 25 DE OCTUBRE DE 2017
Las Memorias conversadas® son historias de vida escritas en primera persona por Isa López Giraldo.
Dimensiones de vida
Una primera dimensión en una capa más externa, no íntima, es esta:
— Soy un ciudadano militante.
Desde muy joven quise estar involucrado en los temas de interés público. La agenda ciudadana, la de mi país, es mi propia agenda personal en muchos campos.
Mi esposa dice, burlándose de mí, como corresponde, que tengo siempre un programa de gobierno debajo del brazo. Y es verdad. Tengo siempre posiciones tomadas sobre los temas de interés nacional. Ahora hago un ejercicio sistemático sobre el proceso de paz y publico todas las semanas sobre eso.
En los años en que estuve en el gobierno, mantuve mi columna sobre temas de comercio exterior, que era una de las agendas que me correspondieron en esa época, pero siempre he escrito sobre asuntos diversos tales, como justicia, políticas públicas y desarrollo económico.
En lo personal, hoy por hoy vivo una vida tranquila. Tengo una edad muy interesante – en la década séptima- porque sé que hay ambiciones que ya no voy a realizar, y como ya no tengo el tiempo las descarto; otras ya las realicé. Es muy interesante vivir, a la edad que tengo, la ausencia de ambiciones. Me basta flotar en la ilusión de que el tiempo no pasa, que es una idea consoladora y falsa.
Poesía
Vivo con un horizonte temporal breve, vivo el momento y logro combinar una cosa que me gusta y es tener una vida social activa, la de conversar con los amigos. Pero, también tengo grandes espacios de soledad y de intimidad para leer. Leo intensamente y para hacerle una confidencia, leo, entre otras cosas, poesía.
Cuando los lunes amanezco deprimido, salgo de mi casa con un libro de poemas. Puede que no lo abra en todo el día, pero ahí está y en mi teléfono cargo poemas; a lo largo del día leo uno o dos poemas o ninguno, puede ser, pero saber que la poesía está ahí es un motivo de consuelo.
Hay un poeta mexicano, uno de los mejores en nuestra lengua que me gusta singularmente, José Emilio Pacheco, quien murió hace un par de años. Su obra completa, y lo quiero contar para su portal, está publicada por el Fondo de Cultura Económica. Se llama “Tarde o Temprano.” ¿Tarde o temprano qué? Él no dice, deja eso abierto. Las grandes cuestiones de la filosofía y la poesía se quedan en la pregunta o en la intuición de un camino, de una solución. La obra completa de Pacheco está publicada en un libro de quinientas páginas en pasta blanda y como lo mantengo en uso, está en proceso de deterioro, entonces lo mandé a empastar con este argumento curioso: Quiero que este libro esté en buen estado cuando yo muera.
Va a estarlo. Y ¿qué camino tomará? Pues, no tengo idea. Yo supongo que mi mujer me sobrevivirá (no quisiera sobrevivirla) y que ella mantendrá intacta mi biblioteca por apego al que fue su marido que ya no está. Las bibliotecas nos sobreviven por un tiempo limitado. Luego mueren también.
La poesía es algo que lo toca a uno o no. Nace y fructifica en algo que, para usar un nombre hermoso, llamamos el alma. A mí llegó desde siempre por motivos que ignoro. No me viene por familia. Mi padre era un hombre con poca formación y cultura, pero gran sensibilidad. Los primeros libros que yo pude tener a mano eran lo de su pequeña y estupenda biblioteca. Infortunadamente, mi padre se había educado en los Estados Unidos y sus libros estaban escritos en inglés, idioma que el niño que yo era no conocía.
Del naufragio que fue la vida de mi padre y del naufragio que fue de su biblioteca, me quedan dos libros, uno de ellos en inglés, una novela Dickens y otro que él me regaló, cuando yo era muy joven, de un gran teólogo alemán: Romano Guardini. Yo, que soy agnóstico, me intereso por la teología, pero esa es parte de las contradicciones de una persona que ha vivido su vida con inquietud.
Ya no escribo poesía. Lo hice y destruí todo lo que escribí. Me parecía ripioso. Me publicaron algunas cosas y no intentaré rescatarlas.
En tantas cosas en la vida, Isa, no hay respuestas racionales.
El premio Nobel de Economía del 2017 fue concedido a Richard Thaler…
(Hace un paréntesis para preguntarme).
— ¿Usted es economista?
— Soy economista.
— Yo me intereso por la economía igualmente.
Quien ha ganado el premio mostrando la falacia del Homo Economicus, es decir, la idea de que somos máquinas de pensar y que basta la razón para entender nuestro comportamiento como agentes económicos. Si eso fuera verdad, por ejemplo, todos ahorraríamos para la vejez así no nos obligaran a hacerlo.
Pero no solo somos racionales, somos emocionales también. Y lo que Thaler muestra es que en nuestra conducta juegan motivaciones de muy distinta índole. Que le damos preferencia al corto plazo sobre el largo, lo cual puede conducir a decisiones absurdas: a pesar de que los médicos nos aconsejan cambiar de hábitos alimenticios, dejar de fumar y hacer ejercicio, dejamos el comienzo de nuestra nueva vida para el próximo lunes o el año entrante. Igualmente, se ha descubierto que espontáneamente tenemos convicciones éticas, que con fundamento en ellas tomamos determinaciones que, en rigor, no nos benefician. Actuamos movidos por emociones y no siempre de manera lógica.
Todo esto lo estoy diciendo en el contexto de tu pregunta, cómo llegué a la poesía, y no tengo ninguna idea. Es un hecho, la poesía apela más a nuestros sentimientos que a nuestra razón, quizás deriva de a la integridad de lo que somos y por eso el desarrollo de la poesía antecede en siglos a la prosa.
Las primeras manifestaciones literarias (acudo a lo que me resulta más cercano que es la literatura occidental, digamos, Homero en la Ilíada y la Odisea) son epopeyas, poemas larguísimos, no escritos en prosa así ahora los podamos leer de esa manera. Son textos versificados lo cual facilita su memorización para ser recitados ante comunidades que no sabían leer. Y que más que aprender sobre las cosas de la vida se emocionaban con relatos sobre el fluir de la vida misma. Los computadores pueden realizar operaciones lógicas, “pensar”, pero son insensibles a las emociones (pueden programarse para fingir que las tienen).
Eso explica que la literatura que primero se desarrolla sea la poesía. Además, el uso de la rima facilita la memorización de los textos que permitía a los rapsodas recitar las grandes epopeyas ante comunidades analfabetas.
Muy joven la poesía me golpeó, me tocó las puertas del alma y me las dejó abiertas, y ahí sigue. La poesía es una presencia constante en mí.
Música
¿Cómo llegué a la música? No lo sé. En mi casa había música popular, pero en algún momento me deslumbró la música que llamamos clásica y el jazz. Quizás el primer concierto al que fui en Medellín, que es mi ciudad natal, fue uno de Benny Goodman, una banda muy famosa en los años 40 y 50. Me interesa mucho la música religiosa del Renacimiento y el Barroco por su belleza formal y honda espiritualidad.
No estoy dotado para la música, pero tengo sensibilidad. Me atrevería a decir que, incluso, tengo cultura musical porque son muchos los años de devota atención; hoy tienes al alcance de tus dedos la música que quieras, algo inimaginable hace pocos años.
Escucho música todos los días, quizás unos quince minutos, pero a solas, concentrado, con mis audífonos, pero no como música de fondo porque me interesa más la música que cualquiera otra cosa. La música desplaza mi atención hacia ella, sea lo que fuere lo que esté haciendo.
“Ambrosía” que es el alimento de los dioses, como dirían los griegos antiguos, eso es la música para mí.
Fascinación por lo público
Nací y me crie en Medellín y no había en mi entorno cercano personas que estuvieran involucradas en el mundo de la política. Qué interesante, no sé cómo llegué a eso, pero desde muy joven estuve involucrado, no tanto en la actividad, sino en la reflexión sobre la política.
Yo no soy estrictamente un político, nunca he aspirado ni aspiraré a cargo alguno de elección popular, aunque he pasado buena parte de mi vida profesional en el sector público por el que siento fascinación.
Haber estado en una actividad gremial, que ha sido otra cosa que he hecho a lo largo de la vida en varios gremios, me permitió estar en el medio, en el puente entre lo empresarial privado y lo público en el gobierno, en la medida en que lo que hacen los gremios es juntar los dos extremos para lo cual hay que tener las dos culturas. No todo el mundo realmente las tiene.
Profesión
Me formé más bajo el alero de mi madre que de mi padre. Los amé profundamente a ambos, pero mis padres se separaron siendo yo niño, entonces soy más hijo de mi madre que de mi padre. Lo mejor de mí es producto de su influencia. Me dio libertad para crecer y eso fue lo que marcó mi conducta frente a mis propios hijos.
Mi madre quería que yo fuera ingeniero porque en su familia había empresas y ella pensaba en mi porvenir profesional en ese mundo empresarial cercano, pero yo no tenía gusto por la ingeniería ni habilidades cuantitativas o matemáticas. Mis habilidades, si alguna tengo, son de otro orden, son más retóricas, más discursivas, más del pensamiento que se expresa con palabras, no con números. Tener talento en ambas lógicas es posible y altamente deseable, pero yo no las tengo.
Esto hace que optara por estudiar Derecho. Es lo que hice con gusto por esa profesión que me sirvió de plataforma para interesarme por otras cosas, como la literatura que ya mencioné, por la política, la economía y la historia. Si uno no tiene una noción clara de la historia, no entiende el mundo en el que vive.
Reflexiones
No solo somos seres racionales egoístas, sino que también somos altruistas como lo expone Thaler. Tener comportamientos éticos no es algo anómalo, artificial, hay también una ética natural propia de los vertebrados superiores y específicamente de los primates, y una humana que es espontánea, natural. Aún si no creyéramos en Dios no seríamos demonios. Naturalmente no lo somos.
No hay soluciones únicas, no hay fórmulas estrictamente óptimas, solo para algunas pocas cosas. El óptimo político no es geométrico, está lleno de vericuetos. Trasladando esto al mundo de la filosofía y específicamente de la filosofía política, diré esto: Los valores políticos son varios, están en conflicto y no hay una solución racional única, por eso tiene sentido la democracia. Esos valores son justicia, igualdad, libertad, seguridad y paz. Depende de las circunstancias determinar la manera de ordenarlos, tarea que nos corresponde, en primera instancia, a los ciudadanos en el diálogo social y en los comicios. Y, por supuesto, a los órganos de representación popular cuyo desprestigio tiene que ser un gran factor de preocupación.
Un ejemplo podría ser este: el óptimo de libertad implicaría que no hubiese políticas para garantizar un ingreso mínimo para todos; que cada quien se defienda como pueda puesto que todos somos libres. En tal caso, se produciría un resultado aberrante: no se podrían adoptar medidas para garantizar condiciones mínimas de bienestar para los más pobres. Y a la inversa, una sociedad rígidamente igualitaria es incompatible con la libertad. El reto, entonces, consiste en conciliar ambos valores. Esta conciliación tiene que darse –no hay mejor alternativa- en el debate democrático.
El tiempo; la condición humana
Cabalgamos en la ola de la inmediatez, ese es el punto de partida. Requiere un cierto esfuerzo navegar sobre la cresta de la ola, y, al mismo tiempo, mirar hacia atrás y hacia delante.
Estamos inmersos en el presente; la existencia sucede aquí y ahora. Por supuesto, esta es una visión secular, no religiosa, de la existencia.
— “No te preocupes por cosas terrenales, preocúpate por la salvación de tu alma”, es la regla de conducta que inspiraba a los monjes medioevales que, en sus monasterios, se aislaban del mundo y sus placeres para rendir culto a Dios y prepararse para la vida eterna que es la vida verdadera. Yo respeto esa postura, aunque creo que es profundamente inhumana.
Vuelvo a Homero. Si uno lee la Ilíada, que fue escrita en el siglo VIII a. de C., descubre los abismos profundos de inhumanidad, violencia, sevicia y crueldad en el fragor de la Guerra de Troya, pero, al mismo tiempo, aquellos sentimientos de los que nos debemos sentir más orgullosos: la caridad (término cristiano), la piedad (que es la versión laica equivalente), el sentido de humanidad, el respeto por la vida.
Cuando se lee una obra tan importante como esa se entiende que la condición humana sigue siendo la misma. Lo peor de nosotros está debajo de la piel. Usted y yo, Isa, seríamos capaces de cosas horribles si estuviéramos en una situación extrema.
Del lado opuesto, quien lea los textos de Primo Levy, químico judío-italiano que sobrevivió a los campos de concentración, quedará maravillado por los testimonios de nobleza, grandeza y abnegación registradas bajo condiciones de ignominia.
La naturaleza humana no ha cambiado. Somos tanto ángeles como demonios. Nos comportamos de una u otra manera en función de la firmeza de nuestras convicciones éticas, aunque también, infortunadamente, de factores exógenos.
Existencia
No hay un sentido único; estamos aquí para buscarlo. Cada cual encontrará el suyo, que no necesariamente es el mismo para todos; ese sentido puede cambiar con el paso del tiempo. En la juventud, nos sentimos inmortales; a la edad que tengo se concede más importancia al momento. Es que ya se siente una sombra que no cesa de crecer y que acabará por envolvernos: No ser es nuestro inexorable destino.
Emociones
Me emociona el atardecer; el silencio constelado de sonidos de pájaros; un buen libro; el afecto de los míos. Nada especial, todo muy simple.
Herencia
Me parece que uno no debe imponerse a sus descendientes en nada. Yo practico un liberalismo radical, mis hijos son ya adultos, ellos se hicieron tomando de sus padres lo que a bien tuvieron y crecieron como quisieron.
Yo cifro orgullo en decir que nunca castigué a ninguno de mis dos hijos. Me siento feliz de que lo mucho bueno que ellos tienen en una pequeña porción derive de ejemplos que pudieron recibir de parte de su madre y yo. La mejor pedagogía es la que no se presenta como tal, la que deriva del ejemplo. Lo que importa es cómo nos comportemos. Hay que tener, sin embargo, comprensión por las fallas de los demás; y pedir perdón por las propias.
Consejo
Si alguien se me acerca para pedirme consejo me siento intimidado. No sé aconsejar, aunque, por supuesto, acabaré haciéndolo…
Isa, gracias por tu bondad. Terminemos aquí.