Santiago Gamboa

Santiago Gamboa

Las memorias conversadas son historias de vida escritas en primera persona por Isa López Giraldo.

Soy el producto de muchísimas cosas. Pertenezco a una familia de clase media con arraigo en los temas culturales, con sentido de estructura personal y con pilares de vida profundos. Desde niño sentí un amor muy grande por los libros y por la lectura, por la fantasía y por la imaginación.

ORÍGENES

RAMA PATERNA

Alfonso Gamboa Amador, mi abuelo paterno, médico pediatra al quien le gustaba la cultura, fue un hombre muy gracioso, uno de esos bogotanos con el humor de la época. Nosotros, sus nietos, le decíamos “el abuelo coqueto”. Enviudó quedando con cuatro hijos varones cuando mi padre apenas tenía once años. En ese momento de su vida, finales de los años veinte y principios de los treinta, empezó a ejercer su carrera con mucho éxito en Bogotá.

Debido a un problema congénito sufrió de hipertensión arterial haciendo que la altura le afectara. Como sus colegas le recomendaron vivir en un lugar más cálido, decidió instalarse en una finca en Mesitas del Colegio donde mi padre y mis tíos pasaron su infancia. Estando allí se convirtió en todo un personaje, entre otras muchas cosas, fundó el Hospital del pueblo.

Mi abuelo fue liberal, un gran descreído de todo, un anarquista. Le decían El comandante, pues fue un hombre duro. Por generaciones, su familia participó en las guerras liberales y conservadoras, en la guerra de los mil días. En esa misma línea debo decir que su grado de médico de la Universidad Nacional, en 1930, coincidió con la declaratoria de guerra entre Colombia y Perú, disputándose la Amazonía. Entonces mi abuelo se enroló como voluntario en los Cuerpos de Paz, motivo por el cual le concedieron la Cruz de Boyacá. Pero no la recibió al no darle valor a estas cosas, aunque la familia conserva el edicto en el que se le concede.

Estando en Mesitas y durante la Presidencia de Laureano Gómez se vio en peligro, precisamente por ser liberal. No fueron pocas las ocasiones en que le quitaron la cédula cuando había elecciones.

Mi abuelo contaba una anécdota que lo describe muy bien, referida al momento en que Rojas Pinilla tomó el poder tras el golpe de Estado. Viajaba Rojas Pinilla de Medellín a Bogotá en un helicóptero, y por una tormenta tuvo que bajar de manera no planeada en Mesitas. Le anunciaron al alcalde quien para recibirlo congregó a las personalidades del pueblo: al cura, al jefe de la policía y al médico, que era mi abuelo.

A su llegada el general fue saludándolos uno a uno. Cuando se acercó, mi abuelo le dijo: “General, es la segunda vez que nos cae del cielo”. La primera fue cuando sacó del poder a Laureano Gómez. Los periodistas que lo acompañaban publicaron al día siguiente esta frase en el periódico El Tiempo: “El médico, Alfonso Gamboa Amador, dio la bienvenida al general Rojas Pinilla con esta frase…”. Otra frase lo retrataba de cuerpo entero. Decía: “La viudez es el estado ideal, aunque el muerto sea uno”.

Cuando finalmente pudo volver a Bogotá, gracias a las medicaciones, compró una finca en Sasaima. Invitaba a sus amigos los fines de semana y a sus colegas. Le fascinaban las flores, el agua, los peces, y con ellos lograba que esta finca para nosotros resultara mágica. Era un sitio con cualquier número de pocetas llenas de bailarinas y peces dorados, con cascadas y piedras.  Nosotros, sus nietos, íbamos a visitarlo y luego pasábamos a saludar al abuelo Samper en Guaduas, pues se llegaba por la misma carretera. En su finca compartíamos con la familia ampliada, con los primos, de tal suerte que fue una infancia muy plena.

De su vida sentimental sé, como mencioné, que mi abuelo enviudó siendo muy joven, debía tener menos de cuarenta años. Nunca más se volvió a casar. Se comprometió con sus hijos completamente, aunque tuvo algunos problemas con ellos, pues eran cuatro hombres viviendo solos. Por fortuna sus hermanas le ayudaron con la crianza de los niños. Para que fueran educados en Bogotá, los mandaron a internados de jesuitas lasallistas.

SU PAPÁ

Cuando éramos niños mi papá nos contaba historias de su infancia. Íbamos en las noches a la cama de mis padres y nos aterrorizábamos escuchándolo. Por ejemplo, la manera como las circunstancias afectaron su vida. Describía los dormitorios, estos tenían doscientas camas, ventanas sin cortinas, entonces, a través de los vidrios se podía ver la luz de Monserrate y la luna. Por esta razón mi padre necesita completa oscuridad para conciliar el sueño.

Haber sido el hijo de un profesional y criado en el campo, combinó en él dos mundos. Con sus más de ochenta años sigue amando la naturaleza, los pájaros, la pesca, comerse la fruta directamente del árbol, además le encanta caminar. Desarrolló el gusto por la pintura, herencia materna. Julia Hinestrosa, su abuela, sentía fascinación por las artes y los libros. Fue así como, siendo un niño, se sentaba junto a un árbol a dibujar en su libreta los paisajes, los animales y todo cuanto veía.

Luego le regalaron unas acuarelas que disfrutó inmensamente. Pero también leía, de hecho, cuando estuvo interno, a sus catorce años leyó La Vorágine. A raíz de esta lectura decidió escaparse con otro compañero para trabajar a una cauchería, estuvieron más de cinco días por fuera del internado y alcanzaron a llegar hasta Villavicencio.

Mi padre era un niño cuando se dio la segunda guerra mundial. Él recuerda a una familia vecina de finca, precisamente de origen alemán, que vivía una especie de detención domiciliaria dado que Colombia le había declarado la guerra a Alemania.

Mi abuelo siempre quiso que él estudiara medicina, era común que los padres quisieran profesiones tradicionales para sus hijos. Pero mi padre le dijo que lo que quería era estudiar Bellas Artes. Y logró imponerse. Al final, mi padre terminó siendo su gran aliado en todas las cosas de la vida.

RAMA MATERNA

Gustavo Samper, mi abuelo, fue un abogado de familia de abogados, hijo a su vez del juez Domingo Samper. Su hermano mayor, Darío Samper, muy importante en la época de Gaitán, fue director del diario La Jornada. Fue, además, quien escribió y leyó el responso fúnebre de Jorge Eliécer Gaitán. Era poeta piedracielista, agrupación poética heredera de la Generación del 27 por el poema Piedra y Cielo del español Juan Ramón Jiménez.

A mi abuelo también le gustaba muchísimo la literatura, de joven escribió crítica literaria. Después hizo una carrera de abogado. Fue funcionario público, lo nombraron procurador cuando no contaba con treinta años convirtiéndose en uno de los más jóvenes que ha habido en la historia de la Procuraduría. Como abogado, su deseo era que sus hijos también lo fueran.

A mi abuelo le gustaba el campo y tuvo una finca en Guaduas, zona a la que su familia ha estado muy vinculada. Por ejemplo, el colegio del pueblo lleva el nombre de su pariente José María Samper. Guaduas fue el lugar de nacimiento de Policarpa Salavarrieta.

Mi abuela se dedicó a la crianza de sus hijos, que fueron cuatro. La mayor le cumplió el sueño al abuelo graduándose como abogada. Carolina, mi mamá, es artista. El tercero también es abogado y la menor ingeniera.

SU MAMÁ

Mi madre le dijo a su papá que quería estudiar Bellas Artes. Mi abuelo se negó, pero terminó por aceptar. Lo hizo, entre otras cosas, porque Adolfo Samper, su hermano mayor, era artista y había fundado la Escuela de Bellas Artes de la Universidad Nacional. Ante esto tuvo que ceder. Pero le dijo: “Eso sí, como mínimo, se casa con un abogado”.

Tan pronto mi mamá entró a la Escuela de Bellas Artes conoció a mi padre, quien también había hecho su pequeña ‘revoluciónfrancesa’.

Al comienzo, ninguna de las dos familias aceptó esta unión, no por considerar que la otra familia no tuviera las credenciales, todo lo contrario, pero sí por el hecho de no convenir con que la niña se casara con un artista. Finalmente, terminaron casándose.

Aquí recuerdo otra frase de mi abuelo Gamboa, una lapidaria que le repetía a mi papá: “El porvenir de los artistas está en los papás”.

CASA MATERNA

Mis padres fueron profesores de la Universidad Nacional de Colombia. Mi madre enseñó en la Facultad de Artes y Humanidades, mi padre en Ciencias Humanas. Son artistas, intelectuales, personas que le dan mucho valor al mundo de la cultura.

Mi madre, en la casa, fue la voz de un cierto orden y autoridad, la del control. Porque mi padre fue el soñador. A diferencia de las familias de la época, mis padres no tenían la tradicional repartición de roles en el que el padre es el proveedor y la madre atiende a los hijos. Vivíamos de los sueldos que, como profesores de universidad pública, nos permitían un bienestar, pero no tuvimos una situación tan holgada como la de mis abuelos.

Mi madre tuvo complicaciones en el sexto mes de gestación de mi hermano mayor, sufrió preeclamsia. Nació prematuro y mi madre quedó en estado muy grave. Este hecho generó una relación muy fuerte entre ellos incluido mi papá. Fue una familia que estuvo a punto de desaparecer.

Dos años más tarde llegué a sus vidas y nací con todos los indicadores altos. Pero mi infancia estuvo marcada por la tensión de mis padres, podría decir que heredé su preocupación por el riesgo de que nos pasara algo. Como suele suceder, el miedo une a las personas, crea vínculos muy poderosos. Por lo mismo, hemos sido una familia muy unida, cerrada y preocupada por sus miembros.

Mi hermano es arquitecto, profesor de la Universidad Nacional de medio tiempo. Ahora ya tiene nacionalidad italiana, se casó con italiana y viven en Roma con sus hijos.

INFANCIA

Muchos escritores han sufrido infancias complicadas, tristes, con tragedias, pero ese no es mi caso. Tuve una niñez extraordinaria, llena de alegría, respaldo y protección, fui un niño feliz, muy querido por su familia.

Como mis padres son grandes lectores, artistas, intelectuales, entonces el mundo de los libros para mí fue algo que hizo presencia desde siempre. Tuve libros al alcance de mi mano incluso antes de aprender a leer. Podía escuchar a mis padres hablar entre ellos sobre libros, igual cuando los visitaban amigos.

Yo jugaba con unos muñecos muy especiales, los mismos que en mi rol de padre busqué en todos los rincones del mundo para regalárselos a mi hijo. Finalmente los encontré en una tienda de barrio en México, pues ya estaban descontinuados, entonces compré toda la existencia.

Estos muñecos no tenían una disposición para un solo juego, sino que permitían inventar historias increíbles con escenarios que yo fabricaba en mi cuarto. Porque esta fue otra idea genial de mis padres, el hecho de que cada uno de nosotros tuviera, disfrutara y construyera su propio espacio.

Mi hermano, que es arquitecto, jugaba a construir casas con Estralandia. Yo, en cambio, armaba mundos imaginarios con personajes muy particulares, sencillos y multifacéticos, y construía diálogos imaginarios alimentados por mis lecturas. De alguna manera jugaba a las novelas que leía, las escenificaba y las editaba, porque corregía acercándome al rol de director de cine. A mi hijo tuve que enseñarle a jugar, pues él ya estaba contaminado por los juegos modernos en los que cada uno tiene una vocación.

Los viajes que hacíamos tuvieron siempre un contenido cultural. No íbamos a los destinos comunes como Cartagena o Miami, sino que visitábamos sitios en los que encontráramos arte colonial o precolombino.

Los libros han sido el centro de la vida de mi casa al igual que la pintura y la escultura precolombina, porque mis padres siempre han tenido una cantidad de intereses en medio de los que nos criamos mi hermano y yo. Recuerdo que, desde mis quince años cuando ya me movía por la ciudad, mi padre autorizó mi firma para sacar libros en las tres librerías de Bogotá en las que él tenía cuenta.

Cuando nos íbamos de vacaciones, una de las cosas fundamentales para nosotros antes de salir era ir a una librería. Cada uno elegía tres o cuatro libros. Alguna vez, cuando viajamos a Ecuador, nos detuvimos en una librería en la Costa de Atacames en la que compré una novela de Guillermo Cabrera Infante. Esto era así pese a que la biblioteca de la casa contaba de sobra unos cinco mil libros. En la medida en que los íbamos leyendo los íbamos intercambiando y comentábamos las historias de una novela que quien no la había leído de inmediato pedía que no la contáramos.

En ocasiones en el libro que estaba leyendo aparecía una marca adicional a la mía, tal cosa porque mi papá, de repente, mientras yo dormía, tomaba el libro para él también leerlo hasta alcanzarme o superarme en la lectura. Igual podría ser mi hermano o mi mamá.

Mientras mi padre nos estimulaba la lectura, mi madre nos mostraba el mundo de lo pictórico, del arte, de la música, del cine. Mi mamá ha sido siempre muy juvenil y cariñosa, y cuando íbamos a cine yo caminaba abrazado de ella. Alguna vez, cuando ya tenía novia, fui a cine con mi mamá, alguien me vio y le fueron a contar. Explicarle fue imposible. Todavía se puede reír.

ACADEMIA

COLEGIO LEONARDO DA VINCI

Hice los primeros años de primaria en el colegio italiano Leonardo Da Vinci de Bogotá. Aquí me encontré con el arribismo de la sociedad bogotana. Este fue el primer golpe grande que viví y que hizo que con los años quisiera irme del país para tomar distancia como quien se aleja de una enfermedad. La situación era todavía más compleja, pues en el colegio se discriminaba a todo aquel que no fuera italiano.

Aprendí a leer a mis cuatro años acompañando a mi hermano. Yo lo observaba e imitaba mientras hacía sus ejercicios cuando le estaban enseñando. Los profesores se dieron cuenta de que yo ya sabía leer, entonces llamaron a mi casa a contarle a mis papás. Cuando ellos me preguntaron si eso era cierto, me replegué pensando que se trataba de algo malo. La consecuencia fue que me subieron un grado.

Empezó para mí una vida totalmente diferente. En adelante fui el niño chiquito de todos los cursos causándome mucha inseguridad, la sensación de poca autoestima en un medio en el que consideraba que los otros ya eran adultos, mientras yo estaba detrás necesitando algo más.

Engañaba con mi edad. Viví con muchísima aprehensión, en pánico, pensando que en cualquier momento podrían descubrirme. La gente podría preguntarle a mi hermano o simplemente no entender por qué no estábamos en el mismo curso. Por lo tanto, me asustaba enormemente cuando mis compañeros hablaban con él.

Me producía un complejo absoluto cuando en clase de gimnasia nos teníamos que cambiar el uniforme frente a todos en el salón. Ahí veía que mis compañeros ya tenían pelos en el pecho y en las piernas, mientras que yo era un niño lampiño. Entonces, de inmediato corría a cambiarme al baño.

Por todo lo que viví en la infancia es que a mí no me molesta envejecer.

ITALIA

Por espacio de año y medio, tal vez a mis seis años, vivimos en Roma, Italia. Esto fue así cuando se le presentó a mi mamá la oportunidad de viajar con una beca en pedagogía del arte. Mi papá buscó también sus recursos para que pudiéramos acompañarla en familia. Estando allá estudiamos en escuela pública con la facilidad de tener el idioma.

Conservo unos recuerdos muy lindos de un país lleno de detalles, con una grandísima sofisticación en muchas cosas. La compañía de mi hermano, con quien tengo una diferencia de edad de poco menos de dos años, hizo que no sintiera la ausencia de los amigos que dejábamos.

Los movimientos de familia siempre significaban que, a donde llegáramos, fuéramos dos con mi hermano. Íbamos a pescar a los lagos y nos bañábamos en ellos, hacíamos paseos de sánduches y de agua mineral.

Estuvimos de paseo en Yugoslavia. También en Grecia en el momento en que se vivía la guerra greco-turca. Recuerdo haber caminado por el Partenón de la mano de mi padre quien me contaba historias de la Guerra de Troya y me hablaba de los dioses. Visitamos el Teatro de Olimpia y demás lugares emblemáticos.

Porque, como mis padres eran tan buenos lectores, eran también muy buenos conversadores y sabían mucho de historia. Mientras nos hablaban, mi hermano y yo buscábamos vasijas en la tierra, lo que llamaban tiestos, y permanecíamos con la imaginación disparada.

Con los años regresé y ahora tengo nacionalidad italiana, pues viví por espacio de quince años en Roma. Ahora estoy en Colombia, pero conservo la casa que compré en esa época de mi vida.

COLEGIO REFOUS

El bachillerato lo hice en el Refous, un colegio maravilloso. Esto fue un bálsamo, pues allí encontré una identificación muy grande con los pilares aprendidos en familia. Aquí se valoraba muchísimo que a los estudiantes les gustara el arte, la música, la literatura.

Poco a poco intenté irme acercando a los libros, ya no solamente como lector, sino como escritor. Un paso que se completa muchos años después. Como ya mencioné, desde niño me apasioné con los libros, y sentía angustia cuando le quedaban pocas páginas al que estaba leyendo, pues no quería que se acabara. Entonces me inventaba capítulos con los mismos personajes y usaba el mismo lenguaje. Esto lo hice, entre muchas otras, con la novela de Mark Twain, Las aventuras de Tom Sawyer, por ejemplo. Me inventé una aventura adicional porque, además, yo era un gran imitador.

El Refous es un colegio que ha producido muchos artistas, intelectuales, gente muy interesante. En Colombia se destacan una cantidad de personalidades que son sus exalumnos. Fui compañero de Brigitte Baptiste antes de su metamorfosis, en esa época se llamaba Luis Guillermo y era un gran músico, interpretaba el violín y un instrumento de viento complicadísimo. Estudié también con el poeta Ramón Pote, con Mario Mendoza, Roberto Pombo, Mauricio Vargas, Ana Roda directora de la Biblioteca Nacional.

Mi gusto por la literatura cobró aún más valor en la seducción adolescente. Con las amigas que me encantaban terminábamos mirando libros con los cuadros de Van Gogh, hablando de arte, de poesía. Ese mundo, el de mis primeros amores, el de mis primeros besos y encuentros eróticos, está muy vinculado al Refous.

VOCACIÓN

Odié ser niño, odié ser joven, y se me convirtió en una especie de obsesión. Terminé el colegio con dieciséis años. Inmediatamente comencé a estudiar literatura porque desde que conocí los libros supe que ese era el mundo que quería para el resto de mi vida. No cabía en mí la idea de vivir por fuera de eso, siempre lo tuve muy claro.

En esa época en Bogotá, quien elegía esa carrera, normalmente lo hacía por cultura general cuando ya era profesional. Entonces estudié en medio de gente muy adulta, varios de mis compañeros tenían treinta y más años. La diferencia generacional me causó aún más inseguridad y una timidez terrible. Tuve que luchar muy fuerte contra esto.

UNIVERSIDAD JAVERIANA

Me presenté a los Andes y a la Javeriana. No lo hice a la Nacional, pues no ofrecía la carrera, solo Filosofía, ni siquiera Filosofía y Letras como la Javeriana. Pasé los exámenes en las dos universidades, pero consideré que estudiar en los Andes me haría vivir una situación parecida a la del colegio Da Vinci. Entonces me decidí por la Javeriana, además porque costaba la mitad.

El sacerdote Marino Troncoso, decano de la Facultad, tenía una relación estrecha con la literatura, entonces estudiamos bajo ese impulso y esa pasión. En mi curso estaban Mario Jursich, editor de El Malpensante, y Mario Mendoza, mi compañero del colegio. También pasaron por ahí Jorge Franco, Juan Carlos Botero, Pilar Reyes directora de la Random House y Alfaguara en España, y varios otros que hoy tienen que ver con la literatura de una manera muy directa.

El nivel de la Facultad era muy alto, exigente. Algunos de mis compañeros eran sociólogos, otros habían estudiado filosofía, y todos tenían un manejo impecable de la palabra. Entonces volví a ser un niño, al que desestimaban.

En las clases se daban debates y yo no tenía el nivel que ellos esperaban pese a que las preparaba con Mario y algún otro compañero. Estudiábamos las ideas que considerábamos importantes, pero los compañeros querían imponer las suyas, era lo más parecido al Congreso de la República. Nos confrontábamos los románticos, los racionalistas, los estructuralistas, hasta los marxistas, porque confluían todas las visiones de la literatura.

Una de las mejores experiencias de universidad tuvo que ver con el teatro. A los dos meses de comenzar las clases vi un anuncio en un tablón que decía algo como: “Inscríbete al grupo de teatro de la Universidad. Asiste a la reunión informativa que se llevará a cabo el día tal a tal hora en el Edificio José Félix Restrepo en la calle 67, abajo de la carrera séptima”. Fui con Mario y nos encantó. Así fue como terminamos haciendo parte del grupo con Olga Lucía Lozano como directora, actriz del Teatro Libre de Bogotá, y con la asesoría de Humberto Dorado, uno de mis grandes amigos hoy.

Conocí este mundo siendo actor de teatro universitario durante dos años. Era una actividad que se tomaba muy en serio, con rigurosidad, con ensayos diarios incluyendo sábados y en ocasiones domingos. Cuando terminamos la obra y la estrenamos, La sal de la tierra de Michael Wilson, teníamos función todos los viernes y sábados del año, sin excepción. El resto de la semana hacíamos ajustes y mejoras. Y nos ganamos el concurso de Teatro Universitario Nacional. Una de mis mejores amigas viene de esa época, hoy actriz profesional, Carmenza González. Carmenza es como una hermana, como un miembro de mi familia.

Otra de mis aficiones fue la música. Tuve una flauta travesera. Me inscribí en la Academia Cristancho donde estudié música clásica. Solo estudié dos semestres porque rápidamente me di cuenta de que era imposible atender tantos frentes tan demandantes. Además, la música exige consagración de tiempo completo.

En esa época los días duraban ochenta horas. Uno a diario leía el mejor libro de su vida, veía la mejor película de su vida, todavía alcanzaba para enamorarse de alguien y quedaba tiempo. Leí muchísimo, además el horario daba para eso. Tomaba clases a primera hora y luego me dedicaba a leer, bien fuera en la biblioteca o en algún parque. Luego iba a teatro y más tarde a visitar a mi novia. Los días eran infinitos.

ESPAÑA

En 1985, a mis diecinueve años, viajé a Europa cuando se dio una oportunidad familiar. Para ese momento llevaba cinco semestres de literatura.

Mi padre, una persona a quien admiro, creó una forma de ver la historia del arte prehispánico. La que antes solo tenía interés en arqueología: San Agustín, Tierradentro, el tesoro de los orfebres quimbayas, artistas anónimos de los que se debe hablar del mismo modo como se habla del arte griego. Él hizo ese aporte con el que fue invitado a dar un año de clases en Alemania. Mi madre, quien en ese momento era decana de la Facultad de Artes, pidió un año sabático para viajar con él y se dedicó a pintar, a hacer sus acuarelas, a vivir su arte.

En ese momento la Universidad Nacional estaba cerrada por las huelgas de los años 1980. Esta circunstancia motivó a mi hermano a viajar a Milán para estudiar Arquitectura. Entonces me invitaron a buscar un sitio en Europa donde quisiera estudiar. Escogí Madrid.

VIDA EN MADRID

Cuando llegué a Madrid empecé a sentirme más libre, de hecho, me sentí plenamente libre. Por primera vez tuve las llaves de mi casa en mi bolsillo. A ella podía entrar y salir cuando quisiera, invitaba a quien yo quisiera y a la hora que se me ofreciera.  

Además, tenía un orden, el que para mí siempre ha sido muy importante. Una vez tengo mi orden claro, lo voy pervirtiendo o dándole la vuelta. Pero este es premisa, de lo contrario me genera angustia. El orden también estaba dentro de mi esquema de estudio universitario.

No soporto el desorden absoluto de vida, como una especie de disolución casi moral, sin ser religioso. Me gusta saber lo que voy a hacer, contar con una programación, saber que tengo compromisos. Esto me ordena y me da tranquilidad.

En Madrid sentí una gran liberación, pude dejarme llevar por un deseo que tenía reprimido. En Bogotá me sentía prisionero de esa imagen de una persona demasiado joven para lo que quería. Entonces, me di la oportunidad de experimentar un nuevo comienzo. Viviendo en Madrid, solo, pude volverme a inventar una vida. Ya no era yo el niño, porque por primera vez mis compañeros eran menores. Esto me ayudó a sentirme más seguro. Pero, pese a que quería generar distancia, alejarme de Bogotá me produjo nostalgia e hizo que comenzara a ver a mi ciudad con otros ojos.

UNIVERSIDAD COMPLUTENSE

Me matriculé en la Complutense, universidad pública de Madrid, España, en el curso 1985 – 1986. Lo hice pese a que no ofrecía literatura pura, sino filología hispánica. El primer año conté con la ayuda de mis padres. Como me fue bien, obtuve una beca del Instituto de Cooperación Iberoamericana que me permitió alguna autosuficiencia en términos financieros, claro que sin perder la protección de mis padres. Soy un convencido de que la verdadera independencia la brinda la economía, lo demás se asimila a un juego, es jugar a ser adulto.

Cuando terminé mi carrera de filología viajé a Paris donde comencé a trabajar como periodista siendo corresponsal de El Tiempo.

LECTOR ADULTO

Recuerdo que en esta época podía leer un libro diario, en ocasiones dos. Un día leí La María, de Jorge Isaacs, seguido de la novela Dejemos hablar al viento, de Juan Carlos Onetti. Llegó a ocurrir que, cuando levantaba la mirada, ya había amanecido. Porque pasaba toda la noche leyendo, sin sentirlo, sin darme cuenta.

Me acostumbré a leer varios libros al mismo tiempo, pueden ser seis o siete. Algunos los dejo en pausa, de otros solo quiero acercarme y dejarlos. Como cuando se prueba con una cuchara pues uno sabe que el sabor de tal autor le gusta. También releo muchísimo cuando quiero volver a experimentar ese sabor. A otros libros los doy una oportunidad más adelante, cuando no me conecto, cuando me parece un poco torpe el autor. Actualmente estoy releyendo El Conde de Montecristo, que son mil cuatrocientas páginas, pero este sí lo llevaré hasta el final.

ESCRITOR

Busqué siempre, a través de la escritura, comprender las cosas a profundidad, saber por qué y dónde estaba esa admiración tan grande que sentía por los libros.

El problema cuando se estudia literatura siendo tan joven, es que uno ya puede leer y admirar obras de muy alta calidad, pero cuando escribe lo hace de manera torpe y con un resultado muy flojo. Entonces la distancia entre lo que yo podía admirar y lo que podía producir era gigantesca. Realmente era tan grande que me planteaba que, para seguir soñando con ser escritor, iba a tener que dejar de escribir.

Cada vez que escribía el resultado era tan patético, que me caía como agua helada. Veía los libros muy lejanos. En un momento dado pensé que era porque estos ya estaban impresos. Fue cuando decidí copiar, en mi propia máquina de escribir, un extracto de un libro de un escritor que yo admiraba. Lo hacía para humanizarlo, para traerlo a mi propio universo. Quise ver qué podía pasar.

Durante muchos años fui absolutamente devoto de Mario Vargas Llosa. Su obra ayuda a jóvenes novelistas a aprender la manera de hacer estructuras. Vargas Llosa es un gran arquitecto de novelas. Conversación en la catedral es maravillosa, con una curiosidad, la de que comparto nombre con el personaje central. Yo idolatraba esta novela, miraba el libro desde todos los ángulos, me parecía una obra maestra perfecta.

Cualquier día decidí transcribir el primer capítulo: “Desde la puerta de La Crónica, Santiago mira la avenida Tacna, sin amor. Automóviles, edificios desiguales y descoloridos, esqueletos de avisos luminosos flotando en la neblina, el mediodía gris”. La puse a mi nivel al usar mi máquina y sus mismos caracteres. Me quedé mirándola y concluí lo que ya se sabía, que es una novela perfecta. Incluso en mi escritura, dentro de mis cánones y de mi espacio, me seguía pareciendo una escritura sagrada. Al libro de Vargas Llosa no me atreví a agregarle nada. A pesar de que le tuve mucho cariño personal, una devoción literaria a García Márquez, quien me ayudó a ser novelista fue Vargas Llosa.

Mi propósito, más que ser escritor, era escribir. Ser escritor es una consecuencia de escribir. Pienso que uno no debe querer lo primero, porque el escritor es una figura consolidada que en ocasiones tiene cierta fama, es fotografiado y entrevistado. De esta manera se está enamorado de la imagen y no de la pasión del ejercicio de escribir. Lo importante no es estar invitado a la Feria del Libro, esto es un efecto secundario de la vocación. Mi sueño máximo, casi inalcanzable en ese momento, era terminar una novela, lo que yo más amaba en el mundo, mucho más que la poesía.

Cuando uno escribe su primer libro lo que quiere en el fondo, es lograr el que le gustaría leer, se forma de todo lo que a uno le gusta de la literatura y de la relación con la vida.

La gente llega a la literatura por muchos motivos. Unos porque quieren contar algo, otros saben que quieren escribir, pero no tienen tan claro el tema. Yo sabía qué quería escribir porque sabía lo que me gustaba leer.

Siempre pensé que, en mi caso, ser escritor era escribir esos libros y no otros. Libros que no los había, sí muchos que me fascinaban, pero no el que estaba reservado para mí y en los niveles correctos y exactos para mi gusto más íntimo.

La suerte al escribir es que luego atrape a otros, para poder tener lectores. Mis primeros lectores fueron mi familia, mis amigos, Mario Mendoza, algún profesor al que yo le tenía estima, alguna amiga especial a la que le gustara la literatura.

El lector anónimo es una cosa tremebunda, me daba pánico pensarlo. Porque yo sí he escrito para ser leído. Cuando escribo pienso en mi propio juicio, para destacar lo que me resulta bello, cada frase la miro desde todos los ángulos porque también veo una estética en las letras, en la forma. Tengo la sensación de que cuando una página está perfectamente hecha, esta se va a revelar a mi mirada.

Uno tiene que desarrollar un concepto crítico muy avanzado para poder ejercerlo sobre lo que uno escribe y para ser cada vez más exigente. En esa misma medida mi producción tendrá más calidad.

Si yo fuera bonachón y condescendiente, mis textos estarían plagados de repeticiones, bolsas de aire vacías, de calles que no llevan a ninguna parte. Creo haber desarrollado a un crítico extremadamente exigente que me obliga como escritor a una tensión, a una fuerza y a un trabajo muy grande con el lenguaje, con el argumento, con los personajes, en general con todo lo que para mí es muy importante en una novela.

MUNDO LITERARIO

Llevo muchos años en la literatura, pero una de las cosas con las que nunca podré sentirme cómodo es con esa facilidad con que muchísimas personas del medio hacen teorías generales, casi leyes. Sentencian lo que debe hacer y ser un escritor. Yo lo veo diferente.

No es una idea peregrina, es una cosa que he experimentado, sé perfectamente que lo que a mí me importa como escritor, al del lado quizás no. Lo que a él le ayuda a escribir, a lo mejor a mí me paraliza. Y viceversa.

Pero en el mundo de la literatura hay muchísima gente, escritores y no escritores que consideran que lo que para ellos es importante, debe aplicar al resto. Esta es una idea que surge natural en muchísima gente en el mundo de la literatura y de las artes en general. Por eso las discusiones tan tremendas de cómo se debe escribir. Este ya no es un problema de la literatura, sino de la psicología del que lo plantea de esa forma.

MARIO MENDOZA

Un espejo en mi vida de escritor ha sido mi compañero Mario Mendoza, somos como hermanos. Mario es todo lo contrario, casi que su trabajo es complementario con el mío.

Mario nunca ha escrito una línea fuera de Bogotá, porque en ella encuentra su centro de inspiración para lo que quiere contar. En mi caso, he escrito novelas en Colombia, pero también en España y Francia. Mis personajes viajan por el mundo entero, van y vienen. Cuando digo que para mí los viajes han sido fundamentales para escribir, no puedo decir que eso sea condición para el resto.

SU OBRA

Páginas de vuelta – 1995

Perder es cuestión de método – 1997

Octubre en Pekín – 2001

El cerco de Bogotá – 2003

El síndrome de Ulises – 2005

Necrópolis – 2009

Plegarias nocturnas – 2012

Será larga la noche – 2013

Océanos de arena – 2013

La guerra y la paz – 2014

Una casa en Bogotá – 2014

Volver al oscuro valle – 2016

Colombian Psycho – 2021

Sus libros han sido traducidos a dieciocho idiomas. Ha recibido premios como el Rómulo Gallegos, Medicis y La otra orilla.